Por otra parte, la verdad no necesita gritos violentos para llegar al corazón de los hombres. A Dios no le gustan las proclamas y los alborotos, las habladurías y la confusión; prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar en «el rumor de una brisa suave» (1 Re 19,12), en un “hilo sonoro de silencio”. Y así también nosotros, como Abraham, como Elías, como María necesitamos liberarnos de tantos ruidos para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena su Palabra.
En segundo lugar, el silencio es esencial en la vida de la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que, tras el discurso de Pedro en el Concilio de Jerusalén, «toda la asamblea hizo silencio» (Hch 15,12), preparándose para recibir el testimonio de Pablo y Bernabé acerca de los signos y prodigios que Dios había realizado entre las naciones. Esto nos recuerda que el silencio, en la comunidad eclesial, hace posible una comunicación fraterna, en la que el Espíritu Santo armoniza los puntos de vista, porque Él es la armonía. Ser sinodales quiere decir acogernos así, unos a otros, con la convicción de que todos tenemos algo que testimoniar y aprender, poniéndonos juntos a la escucha del «Espíritu de la verdad» (Jn 14,17) para conocer lo que Él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7).
Y el silencio permite precisamente el discernimiento, mediante la escucha atenta de los «gemidos inefables» (Rm 8,26) del Espíritu que resuenan, a menudo ocultos, en el Pueblo de Dios. Pidamos, pues, al Espíritu el don de la escucha para los participantes en el Sínodo: «escuchar a Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar la voluntad a la que Dios nos llama» (Discurso con ocasión de la Vigilia de oración en preparación del Sínodo sobre la familia, 4 octubre 2014).
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