“¡Yo también quiero morir mártir!”, exclamaba siendo muy pequeño Jean-Théophane Vénard, a quien el Señor le reveló su vocación desde temprana edad, marcando así el inicio de una vida entregada al anuncio de su Palabra, hasta su ejecución en Vietnam en 1861, con 31 años.

Vénard nació en Poitiers (Francia) el 21 de noviembre de 1829, en el seno de una familia católica. Cursó sus estudios en el Colegio de Doué-la-Fontaine y más tarde estudió filosofía en el seminario menor de Montmorillon, ingresando luego en el seminario mayor de Poitiers, un lugar al que se refería como “el paraíso en la tierra”.

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Posteriormente entró en la Sociedad de Misiones Extranjeras de París (MEP) y fue ordenado sacerdote el 5 de junio de 1852, el mismo año en que partió al lejano Oriente. Desde joven, Théophane quedó profundamente conmovido por la vida de Jean-Charles Cornay, misionero francés asesinado también en Vietnam en 1837, cuyo testimonio dejó una huella decisiva en su camino vocacional.

Testigo incansable de Cristo en Oriente

Gran conocedor de la vida de Vénard es el P. Antoine de Monjour, de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París —a la que pertenecieron ambos santos— quien en conversación con ACI Prensa explica que “desde muy joven se sintió llamado a ser sacerdote y misionero”.

Vénard jamás habría imaginado que aquel inocente deseo le conduciría a una vida marcada por constantes riesgos y pruebas: desde sufrir fiebre tifoidea, hasta vivir encarcelado en una jaula de bambú, o entregar su vida con una sonrisa, perdonando a sus verdugos. 

Su primer destino como misionero de las MEP fue China. Tras una larga travesía de varios meses llegó a Hong Kong, donde afrontó numerosas dificultades, tanto por el idioma como por una salud debilitada por la humedad, que “puso su vida en peligro en varias ocasiones”.

“Mi corazón tiene sed de las aguas de la vida eterna”

Más tarde fue destinado a Tonkín, al norte de Vietnam, respondiendo al sueño de su infancia. “Siempre conservó una gran disponibilidad a los llamados de la Iglesia, poniéndose con alegría y sencillez en camino hacia donde sus superiores lo enviaban, ya fuera a un país o a los puestos misioneros que ocupó durante esos pocos años de misión antes de ser capturado y martirizado”, cuenta el P.  de Monjour.

La persecución de los cristianos en Vietnam se extendió más de un siglo, entre 1745 y 1862. Especialmente bajo la dinastía Nguyen, cuyo gobierno duró 143 años. Durante esta oscura época fueron torturados y asesinados más de 300.000 católicos. Los conocidos como “Mártires de Vietnam”, entre los que se encontraba Vénard, fueron canonizados por San Juan Pablo II el 19 de junio de 1988. 

Durante su cautiverio en Tonkín vivió en una jaula de bambú, “donde dio testimonio de una gran calma, de una profunda alegría y de una firme seguridad que impresionaron tanto a sus jueces como a sus carceleros”, destaca el P. Antoine.

Acudió a su ejecución cantando el Magnificat

Vénard perdió a su madre cuando era joven, por lo que forjó una profunda amistad con su hermana mayor, Mélanie. Desde su cautiverio y poco antes de ser asesinado, escribió a su familia: “Espero en paz el día en que me sea concedido ofrecer a Dios el sacrificio de mi sangre. No lamento la vida de este mundo. Mi corazón tiene sed de las aguas de la vida eterna. Mi exilio va a terminar; toco el suelo de la verdadera patria. La tierra huye, el cielo se abre”.

El santo acudió a su ejecución con las manos juntas, la mirada al cielo y cantando el Magnificat. Fue ejecutado el 2 de febrero de 1861, en la fiesta de la Presentación del Señor. 

“Había querido vestirse con ropas de fiesta y tanto los mandarines jueces como los habitantes de Hanói, en los alrededores del río Rojo, a orillas del cual fue ejecutado, pidieron a Théophane su perdón, que él concedió de todo corazón”, detalla el P. Antoine, quien destaca el testimonio “de una confianza inquebrantable en Dios, de una gran sencillez de corazón y de la alegría de la misión a pesar de todas las pruebas”.

“Su alma se parece a la mía”

El sacerdote misionero afirma que hoy es difícil separar la figura del santo Vénard de Santa Teresita del Niño Jesús, ya que era “su santo preferido” y sentía por él una profunda devoción, especialmente en los últimos años de su vida. Según recuerda el sacerdote, la santa solía decir: “su alma se parece a la mía”.

“Ambos perdieron a su madre siendo jóvenes, tuvieron una vocación temprana, amaban la naturaleza y la poesía, daban testimonio de una gran alegría y compartían una devoción común a María, en particular a Nuestra Señora de las Victorias”, recuerda el P. de Monjour.

También destacó que el santo “representaba para Teresita todo lo que ella había soñado ser: sacerdote, misionero, y mártir”. De hecho, ella dedica sus últimas palabras a su “amigo del cielo”: “Siempre juntos, allá arriba, haremos el bien en la tierra”.

Antes de morir, Santa Teresa de Lisieux pidió una reliquia y un retrato de quien también llamaba “el mártir angelical”, para que la ayudara en sus momentos finales antes de partir a la Casa del Padre en 1897, a los 24 años de edad.