En un artículo titulado “El poder de la humildad”, el Arzobispo de Arequipa (Perú), Mons. Javier Del Río Alba, ofrece una honda reflexión sobre el evangelio de este domingo (Lc 18,9-14), en el que se narra la parábola del fariseo y el publicano.
En el texto enviado este sábado a ACI Prensa, el prelado medita sobre el fariseo, que cree que pueden ganarse el favor de Dios sólo siguiendo reglas externas, creyéndose superior y despreciando a los otros; y el publicano, un recaudador de impuestos para los romanos considerado pecador público, pero que rezaba reconociendo sus faltas y pidiendo perdón al Señor.
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Mons. Del Río precisa que la parábola concluye con una “gran enseñanza de Jesús”: el publicano “volvió a su casa justificado y el fariseo no, porque ‘todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’”.
El arzobispo destacó que “el fariseo no le pidió nada a Dios porque se sentía autosuficiente con sus obras”, además de que “no se conocía a sí mismo y, en realidad, era un soberbio y un vanidoso”.
El publicano, en cambio, “se sentía indigno ante Dios, hasta el punto de que, como ha dicho Jesús: ‘no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo’. Era consciente de sus pecados, lo que lo llevó a presentarse humilde ante Dios y, al no tener méritos propios, apoyarse únicamente en su misericordia”.
Lo que lo justificó, resaltó Mons. Del Río, “no fueron sus pecados ni el sólo reconocimiento de los mismos, sino su humildad y su confianza en Dios”.
El don de la humildad
El prelado peruano instó entonces a pedirle al Señor “que cure cualquier fariseísmo que pueda haber en nosotros y que más bien nos conceda el don de la humildad: saber reconocer nuestros pecados, arrepentirnos de ellos y acogernos a la misericordia de Dios”.
“La humildad tiene una enorme fuerza: hace posible que nuestra oración llegue a Dios y que Él nos justifique, ya que, como enseña san Pablo, ‘el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo’ (Rom 2,16)”, resaltó.
El arzobispo señaló entonces que “no son las obras las que nos hacen justos. La justificación no es una obra humana. Sólo Dios puede, usando con nosotros su misericordia, transformar lo profundo de nuestro ser, de pecador en justo, y hacer que de nosotros broten obras de vida eterna”.
El arzobispo alentó entonces a humillarse “ante Dios, en la oración, reconociendo la pobreza de nuestra naturaleza humana pecadora, y Él nos enaltecerá haciéndonos partícipes de su naturaleza divina”.







