Todos conocen la Basílica de San Francisco de Asís, lugar de sepultura del fundador de la orden franciscana, así como la basílica que alberga la Porciúncula. Pero pocos conocen el Eremo delle Carceri, una ermita escondida en las montañas, rodeada de árboles, un lugar de silencio donde el mismísimo Poverello se retiraba a rezar.

Recibe las principales noticias de ACI Prensa por WhatsApp y Telegram
Cada vez es más difícil ver noticias católicas en las redes sociales. Suscríbete a nuestros canales gratuitos hoy:
En cada estación, una multitud incesante abarrota las majestuosas entradas de las Basílicas Superior e Inferior de Asís, en la región de Umbría, Italia. Miles de turistas recorren los adoquines de la ciudad medieval con sus pálidas fachadas de piedra. Mientras tanto, a solo cinco kilómetros del centro, en lo alto de la ciudad, la atmósfera es completamente diferente: aquí reinan el silencio y la soledad. Esto es lo que Francisco y sus compañeros buscaban a principios del siglo XIII.
Al final de una sinuosa subida, en las laderas del Monte Subasio, a unos 800 metros de altitud, el primer fraile franciscano erigió una pequeña ermita enclavada en la vegetación. En este lugar sagrado, aún no hay bocinas, ni vendedores de recuerdos, ni restaurantes; solo el canto de los pájaros da la bienvenida a las almas que acuden a rezar.

En el siglo XV, San Bernardino de Siena construyó un convento en lo que había sido el refugio de Francisco para escapar del bullicio del mundo. Así, el refugio original creado por el santo de Asís fue creciendo habitación tras habitación, hasta convertirse en un monasterio de varios niveles, aún marcado por la rusticidad y la austeridad.
En el claustro de entrada, los peregrinos pueden ver el "Pozo de Francisco", que marca el lugar donde se dice que brotó agua tras un milagro de Francisco. A continuación, pueden acceder a una pequeña sala que servía de refectorio a los monjes, con su sencilla mesa larga y bancos de madera sin adornos. Siguiendo el camino, los visitantes encuentran la misma sencillez en el pequeño coro, donde apenas caben diez personas en la estrecha sillería de madera.

Un lecho de piedras
En esta ermita, cuyas ventanas se abren al bosque, todo apunta a la humildad. Las puertas y aberturas son tan estrechas que hay que inclinarse para entrar, para hacerse pequeño. El sendero continúa por estrechas escaleras excavadas en la roca, formando un laberinto salpicado de claraboyas, descendiendo cada vez más hacia la montaña hasta llegar a la Gruta de San Francisco, el corazón del convento.
Aquí, el fundador de los franciscanos se retiraba, pasando las noches a solas en meditación con Dios. Tras una barandilla de madera, uno puede asomarse y ver su peculiar "cama": sin sábanas, sin marco, ni siquiera colchón. El Poverello de Asís yacía sobre la dura piedra gris, otra señal de la renuncia y la mortificación que abrazó.

Junto a la cueva del santo se encuentra un pequeño oratorio donde rezaban los frailes de la primera comunidad. Francisco no era el único que buscaba una vida de sacrificio. Sobre el convento, en el bosque, aún se pueden encontrar las cuevas de otros hermanos, como Rufino y León.

El roble que escuchó a Francisco
Aunque la naturaleza ha cambiado en los últimos 800 años y han transcurrido incontables estaciones, a la sombra del convento en la ladera de la montaña se conserva un árbol de la época de San Francisco.
Este roble, autenticado como medieval, ahora luce como un tronco retorcido por siglos, pero su corteza aún atestigua silenciosamente la predicación del santo patrón de Italia a los pájaros, según cuenta la leyenda.

Cerca de este árbol centenario, tres estatuas conmemoran el especial amor de San Francisco por la naturaleza. Una muestra al santo acostado boca arriba, con las manos bajo la cabeza, contemplando las estrellas, una actitud que refleja su famoso "Cántico de las Criaturas", en el que Francisco cantó: "¡Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la luna y las estrellas! En los cielos las formaste, brillantes, preciosas y hermosas".
A pocos pasos, se representan a dos de los primeros frailes franciscanos, León y Junípero. León, el mayor, traza la Osa Mayor y la Osa Menor en el suelo, midiendo su distancia entre el pulgar y el índice para calcular la posición de la Estrella Polar. El joven Junípero señala la misma estrella con asombro.
El dúo simboliza la armonía entre la fe y la razón, y la Estrella Polar —“una guía segura para encontrar la dirección correcta”— simboliza el Evangelio, “que guía infaliblemente a quienes lo siguen”, explica un cartel en el monasterio.
Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en CNA






