La humanidad reconciliada y próspera, que como representantes de diferentes religiones ayudamos a promover, está representada simbólicamente por ese estar juntos, armonioso y abierto a lo trascendente, donde el compromiso por la justicia y la paz encuentran su inspiración y su fundamento en la relación con lo divino. Aquí, queridos hermanos y hermanas, nuestra responsabilidad es grande, especialmente en esta hora de la historia, porque nuestro comportamiento está llamado a confirmar con obras las enseñanzas que profesamos; de tal modo que no puede contradecirlas, convirtiéndose en motivo de escándalo. Que no haya, por tanto, ninguna confusión entre credo y violencia, entre sacralidad e imposición, entre camino religioso y sectarismo. Que la memoria de los sufrimientos padecidos en el pasado —pienso sobre todo en las comunidades budistas— nos dé la fuerza para transformar las heridas sombrías en fuentes de luz, la ignorancia de la violencia en sabiduría de vida, el mal que arruina en bien que construye. Que así sea para nosotros, discípulos entusiastas de los respectivos maestros espirituales y servidores conscientes de sus enseñanzas, dispuestos a ofrecer su belleza a cuantos acompañamos, como amigables compañeros de camino. Sí, porque en las sociedades pluralistas que creen en los valores democráticos, como Mongolia, cada institución religiosa, reconocida normativamente por la autoridad civil, tiene el deber y, en primer lugar, el derecho de ofrecer aquello que es y aquello que cree, respetando la conciencia de los otros y teniendo como fin el mayor bien de todos.
En ese sentido, quiero confirmarles que la Iglesia católica desea caminar así, creyendo firmemente en el diálogo ecuménico, interreligioso y cultural. Su fe se funda en el diálogo eterno entre Dios y la humanidad, encarnado en la persona de Jesucristo. Con humildad y con el espíritu de servicio que animó la vida del Maestro, que no vino al mundo «para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45), la Iglesia ofrece a cada persona y cultura el tesoro que ha recibido, permaneciendo en actitud de apertura y escucha de cuanto las otras tradiciones religiosas tienen para ofrecer. El diálogo, en efecto, no es antitético al anuncio; porque no elimina las diferencias, sino que ayuda a comprenderlas, las preserva en su originalidad y las hace capaces de confrontarse en pos de un enriquecimiento franco y recíproco. Así, en la humanidad bendecida por el Cielo, se puede encontrar la clave para caminar en la tierra. Hermanos y hermanas, tenemos un origen común, que confiere la misma dignidad a todos, y un camino compartido, que sólo podemos recorrer juntos, viviendo bajo el mismo cielo que nos cobija y nos ilumina.
Hermanos y hermanas, encontrarnos hoy aquí es un signo de que esperar es posible. En un mundo lastimado por luchas y discordias, eso podría parecer utópico; sin embargo, los proyectos más grandes comienzan en lo escondido, con dimensiones casi imperceptibles. El gran árbol nace de la semilla pequeña, oculta bajo la tierra. Y “el perfume de las flores no viaja contra el viento, pero sí lo hace la fragancia de la virtud. Quien es virtuoso perfuma todas las regiones de la tierra con su bondad” (cf. El Dhammapada, 40). Hagamos florecer esta certeza, porque nuestro esfuerzo común para dialogar y construir un mundo mejor no son vanos. Cultivemos la esperanza. Como dijo un filósofo: «Cada cual fue grande según el objeto de su esperanza: uno fue grande en la que atiende a lo posible; otro en la de las cosas eternas; pero el más grande de todos fue quien esperó lo imposible» (S.A. KIERKEGAARD, Temor y temblor, Buenos Aires 1958, 12). Que las oraciones que elevamos al cielo y la fraternidad que vivimos en la tierra alimenten la esperanza; que sean el testimonio sencillo y creíble de nuestra religiosidad, de nuestro caminar juntos con la mirada elevada hacia lo alto, de nuestro habitar este mundo en armonía —no lo olvidemos, no olvidemos esta palabra, armonía—, como peregrinos llamados a proteger el ambiente hogareño, para todos. Gracias.
Papa Francisco
El Papa Francisco, nacido el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires (Argentina), es el primer Papa latinoamericano en la historia de la Iglesia Católica, asumiendo el papado el 13 de marzo de 2013. Su estilo cercano y su énfasis en la misericordia han dejado una marca distintiva en su pontificado.