Enemistad con el espíritu de este mundo
Al negarse a secundar los planes de Enrique II, quien se hallaba en campaña política para que la Iglesia de Inglaterra se sujete al poder real, el arzobispo Becket optó por el exilio en Francia. Allí consiguió la protección tanto del monarca francés como del Papa Alejandro III, quien persuadió a Enrique II de hacer las paces con él. Lamentablemente, tras volver a su patria, las tensiones entre los dos ingleses se reiniciaron.
Cuando el rey Enrique tuvo noticia de que el Santo Padre había excomulgado a un grupo de obispos ingleses recalcitrantes contra Roma -estos se habían pronunciado a favor del plan autoritario del monarca y, además, habían usurpado prerrogativas propias del arzobispo de Canterbury-, la rabia se apoderó de él. Esa cólera se acrecentó aún más cuando el rey comprobó que el buen Tomás se mantenía intransigente en su postura de no someter a la Iglesia al poder temporal. Para el santo los prelados amonestados debían solicitar el perdón del Pontífice y prometer obediencia renovada a su investidura.
La tensión entre Londres y Roma iría en aumento, a tal punto que, un día, el rey Enrique II manifestó su impotencia a voz en cuello, frente a toda su corte. Dijo en alusión a Becket: "¿No hay nadie que me libre de este sacerdote turbulento?".