El Papa León XIV ha celebrado este domingo el Jubileo de la Espiritualidad Mariana junto a más de 30.000 peregrinos, entre ellos rectores y trabajadores de santuarios, así como miembros de movimientos, cofradías y diversos grupos de oración mariana. Durante la celebración en la Plaza de San Pedro estaba presente la estatua original de la Santísima Virgen, conservada en el Santuario de las Apariciones. Lea aquí la homilía completa del Santo Padre.
Queridos hermanos y hermanas:
El apóstol Pablo se dirige hoy a cada uno de nosotros, como a Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David» (2 Tm 2,8). La espiritualidad mariana, que alimenta nuestra fe, tiene a Jesús como centro. Como el domingo, que abre cada nueva semana en el horizonte de su resurrección de entre los muertos. «Acuérdate de Jesucristo»: esto es lo único que cuenta, esto es lo que marca la diferencia entre las espiritualidades humanas y el camino de Dios. «Encadenado como un malhechor» (v. 9), Pablo nos recomienda no perder el centro, no vaciar el nombre de Jesús de su historia, de su cruz. Lo que nosotros consideramos excesivo y lo crucificamos, Dios lo resucita porque «no puede renegar de sí mismo» (v. 13). Jesús es la fidelidad de Dios, la fidelidad de Dios a sí mismo. Por lo tanto, es necesario que el domingo nos haga cristianos, es decir, que llene de la memoria incandescente de Jesús nuestro sentir y nuestro pensar, modificando nuestra convivencia, nuestra forma de habitar la tierra.
Toda espiritualidad cristiana se desarrolla a partir de este fuego y contribuye a hacerlo más vivo. La lectura del Segundo Libro de los Reyes (5,14-17) nos ha recordado la curación de Naamán, el sirio. El mismo Jesús comenta este pasaje en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,27), y el efecto de su interpretación sobre la gente de su pueblo fue desconcertante. Decir que Dios había salvado a ese extranjero enfermo de lepra en lugar de aquellos que estaban en Israel era ponérselos en su contra: «Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo» (Lc 4,28-29). El evangelista no menciona la presencia de María, que podría haber estado allí y haber experimentado lo que le había anunciado el anciano Simeón cuando llevó al niño Jesús al Templo: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35).
Sí, queridos hermanos, «la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hb 4,12). Así, el Papa Francisco vio a su vez, en la historia de Naamán el sirio, una palabra penetrante y actual para la vida de la Iglesia.
Dirigiéndose a la Curia Romana, dijo: «este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades. [...] Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad».[1]