Para vivir el Evangelio, no se puede esperar que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la formación de esa solidaridad interhumana» (Enc. Centesimus annus, 41c). En una sociedad así, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas; puede llegar incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 91).
Es cierto, pero no podemos dejar que nos gane el desaliento. Al pie de este monte, que hoy quisiera que fuera el monte de las Bienaventuranzas, también nosotros tenemos que recuperar esta invitación a ser felices. Sólo los cristianos alegres despiertan el deseo de seguir ese camino; «la palabra "feliz" o "bienaventurado" pasa a ser sinónimo de "santo", porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha» (ibíd., 64).
Cuando escuchamos el amenazante pronóstico "cada vez somos menos", en primer lugar, deberíamos preocuparnos no por la disminución de tal o cual modo de consagración en la Iglesia, sino por las carencias de hombres y mujeres que quieren vivir la felicidad haciendo caminos de santidad, hombres y mujeres que dejen arder su corazón con el anuncio más hermoso y liberador.
«Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).