COMENTARIO: Desde 1808, cuando el obispo John Carroll era obispo de Baltimore —entonces la única diócesis de Estados Unidos—, la Iglesia Católica en nuestro país no ha tenido un líder nacional claro.
El mayor aplauso que se eleva desde la Plaza de San Pedro después de que el humo blanco emana de la improvisada chimenea en el techo de la Capilla Sixtina llega después de que el cardenal protodiácono anuncia: “Annuntio vobis gaudium magnum: habemus papam” (“Les anuncio una gran alegría: tenemos Papa”).
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Antes de que alguien en la plaza sepa la identidad del nuevo pontífice, los católicos de todo el mundo, y con nosotros muchos no católicos, estallan, en efecto, de gran alegría. Estamos listos para aclamar al nuevo Vicario de Cristo sin importar el nombre del cardenal proclamado ni el nuevo nombre papal que elija.
Sin embargo, el 8 de mayo, cuando el Cardenal Dominique Mamberti anunció la gran alegría de que había un nuevo sucesor de San Pedro y del Papa Francisco, los católicos de Estados Unidos tenían un motivo de júbilo aún mayor. Para sorpresa de casi todos, el nuevo Papa era el ex Cardenal Robert Prevost, el primer Obispo de Roma nacido en los Estados Unidos de América, originario del South Side de Chicago, graduado de Villanova, fraile agustino, provincial y prior general, sacerdote y obispo misionero, e incluso un sufrido fanático de los White Sox.
La sabiduría convencional en este y en anteriores cónclaves era que, debido a la prominencia de Estados Unidos en los asuntos mundiales, un cardenal estadounidense era prácticamente inelegible. Esa seguía siendo la opinión en este cónclave, incluso cuando muchos decían sobre el Cardenal Prevost que “cumplía todos los requisitos” que los electores normalmente buscarían en un pontífice: hablaba cinco idiomas; sirvió en las misiones en América Latina durante 22 años; viajó regularmente por el mundo durante sus 12 años como líder de los agustinos; fue prefecto del Dicasterio para los Obispos, ayudando al Papa Francisco a seleccionar obispos en países no misioneros; formó parte de muchos otros departamentos de la Curia Romana, lo que le dio un conocimiento agudo tanto de los problemas que enfrenta la Iglesia a nivel global como en el Vaticano; y tenía 69 años, por lo que su pontificado proyectado no sería ni demasiado largo ni demasiado corto. Antes de la elección, muchos comentaristas internacionales, así como algunos cardenales estadounidenses, decían que, si no fuera de Estados Unidos, podría haber sido considerado favorito al entrar en la Capilla Sixtina.
Sin embargo, en la cuarta votación, el Cardenal Prevost fue elegido por sus hermanos cardenales, aceptó la elección y eligió el nombre de León XIV.
Se hizo historia. Es el primer Papa que ha servido como misionero desde San Pedro. Es el primer Papa desde la Iglesia primitiva elegido de un país donde el catolicismo es una religión minoritaria. Y es el primer Papa de los Estados Unidos de América.
Es una realidad sorprendente considerar que, hace apenas tres años, era, en la práctica, un obispo misionero trabajador y relativamente desconocido de Chiclayo, Perú. Incluso el 7 de mayo, era desconocido para la mayoría de los católicos practicantes en Estados Unidos, ya que había pasado la mayor parte de su vida adulta fuera de su país de origen. Sin embargo, de la noche a la mañana, se ha convertido en uno de los estadounidenses más famosos que jamás haya existido y, si sirve durante varios años, será mencionado en la misma frase que —y quizás incluso antes que— George Washington y Abraham Lincoln.
¿Qué significa su elección para los católicos en Estados Unidos?
Primero, a diferencia de varios países católicos en Europa, Estados Unidos nunca ha tenido un primado como Polonia o Irlanda, o un patriarca como Portugal, un prelado que sea claramente la cabeza visible de la Iglesia en el país. La presidencia de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB, por sus siglas en inglés) es sólo por tres años, y el papel del presidente de la USCCB ha sido más presidir las reuniones de los obispos y supervisar la infraestructura del personal de la conferencia que servir como cabeza visible y portavoz de los católicos en Estados Unidos. Desde 1808, cuando el obispo John Carroll era obispo de Baltimore —entonces la única diócesis de Estados Unidos—, la Iglesia Católica en nuestro país no ha tenido un líder nacional claro.
Debido a esta ausencia, Estados Unidos a veces puede parecerse a la antigua Corinto en términos de lealtades. Mientras que los cristianos corintios se dividían en facciones según sus afinidades con San Pablo, San Pedro (Cefas) y el gran predicador Apolo, los católicos estadounidenses han sido susceptibles de unirse informalmente a diversos grupos de seguidores de diferentes obispos, sacerdotes o incluso figuras públicas católicas que se alinean con sus preferencias teológicas, políticas o de personalidad.
Tales divisiones son particularmente agudas hoy en día en una era mediática que trasciende las fronteras diocesanas. La elección de un Papa estadounidense no solo ha dado al mundo una figura para presidir en unidad y caridad, para citar la antigua descripción del trabajo papal dada por San Ignacio de Antioquía en 107, sino que también ha proporcionado un líder claro para la Iglesia en Estados Unidos. El lema del Papa León es In illo uno unum, señalando cómo somos uno en el único Jesucristo. Esto es algo que podemos anticipar que el primer Papa estadounidense intentará enfatizar en la Iglesia donde recibió los sacramentos de iniciación, se nutrió y creció.
El segundo impacto previsto será una profunda comprensión papal de la Iglesia en Estados Unidos. A diferencia de Papas anteriores, algunos de los cuales no han mostrado una comprensión o aprecio profundo por los católicos estadounidenses, el Papa León nos entiende desde dentro. Piensa y habla con la típica claridad y franqueza estadounidense. Comprende las virtudes y los vicios estadounidenses.
El hecho de que haya pasado gran parte de su vida adulta fuera de Estados Unidos le ha dado la capacidad —como a muchos expatriados— de ver con mayor claridad las fortalezas y debilidades de los estadounidenses.
Ve nuestra libertad de asociación, espíritu emprendedor, habilidad para resolver problemas, alegría, amabilidad, generosidad, valentía y servicio. También comprende nuestros puntos ciegos: tentaciones hacia el transaccionalismo, utilitarismo, materialismo y consumismo, un enfoque excesivo en lo que hacemos en lugar de quiénes somos, muy poca importancia a la familia, el descanso, las vacaciones y cosas más importantes que el trabajo, cierta arrogancia y prepotencia en las relaciones internacionales, y la miopía e inseguridad que puede surgir de que muchos estadounidenses sólo hablen un idioma. Por lo tanto, tendrá una capacidad muy afinada para animarnos y, cuando sea necesario, llamarnos a la conversión y la grandeza.
El tercer punto es que, si hace un llamado directo a la ayuda de los católicos estadounidenses, probablemente obtendrá una gran respuesta.
Los católicos estadounidenses siempre han sido leales y generosos con el Santo Padre —por supuesto, queremos que todos los Papas tengan éxito en su cargo—, pero probablemente habrá algo aún mayor si el primer Papa estadounidense pide nuestra ayuda, porque obviamente tenemos un deseo particular de ayudar a alguien bautizado, confirmado, confesado y alimentado espiritualmente en nuestras parroquias, que ha asistido a nuestras escuelas católicas y a una de nuestras universidades católicas, a liderar la Iglesia de manera efectiva.
Si lo pide, y especialmente si lo pide directamente, el impacto será enorme. Si nos informa que ha heredado un desastre financiero en el Vaticano y necesita nuestra experiencia y recursos para ayudarlo a solucionarlo, ¿qué católico estadounidense no querría ayudar según sus posibilidades? Si hiciera un llamado directo a los jóvenes estadounidenses para que se pregunten hoy si, así como Jesús lo llamó a él de niño en Chicago, podría estar llamándolos a ellos, sería como ningún otro llamado vocacional de todos los tiempos.
Finalmente, el próximo año, Estados Unidos celebrará el 250 aniversario de la Declaración de Independencia. Será un momento para considerar no sólo el nacimiento de nuestro país y su rico pasado, sino también su presente y futuro.
El Papa León podrá aportar una perspectiva católica a esta tan necesaria oportunidad de renovación nacional. Podrá animar especialmente a los católicos estadounidenses a usar bien nuestra libertad —para Dios, para el bien, la verdad y la belleza— y desafiarnos a convertirnos en la sal, la luz y la levadura que nuestro país necesita y que Jesús, su Jefe, nos ha llamado a ser.
La elección del Papa León es realmente una gran alegría. Habemum papam Americanum. A través de su elección, no sólo Jesús exige más del ex Cardenal Prevost, sino que pide mucho más de todos los católicos estadounidenses.
Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.





