En el año 387, Agustín fue bautizado, ya maduro, junto a Adeodato, su hijo, quien moriría poco después. El santo era muy consciente de que su conversión llegaba a la edad en la que Cristo concluyó su obra en la tierra. Sabía, ahora con claridad meridiana, que sus idas y venidas en esta vida no habían sido sino desperdicio, cegado por las apariencias y espejismos.
Dios llamó posteriormente a Agustín al sacerdocio y al episcopado. Como obispo gobernó la diócesis de Hipona durante 34 años. Gracias a sus dotes intelectuales y espirituales pronto se convirtió en una luz en medio de un mundo que se resquebrajaba frente a sus ojos. Por su lucidez, valor y sabiduría el obispo de Hipona fue respetado por propios y extraños, dentro y fuera de la Iglesia, como hasta hoy.
Combatió herejías, debatió contra aquellos que promovían ideas contrarias a la fe y la verdad, convocó y presidió concilios, y viajó anunciando el Evangelio.
En agosto de 430, San Agustín cayó enfermó y falleció el día 28, a los 75 años, razón por la que la Iglesia celebra su fiesta universal ese día (28 de agosto de cada año).