COMENTARIO: En este cónclave está en juego la eclesiología, no solo la personalidad. Un nuevo papa debe resistir una falsa reforma basada en el compromiso moral.
Como ocurre con cada cónclave para elegir un nuevo Papa, este está rodeado de todo tipo de especulaciones.
¿Elegirá el cónclave que comienza el 7 de mayo a un nuevo Papa en la línea de Francisco, o a alguien más tradicional en doctrina y liturgia? ¿O quizá será lo que los medios de comunicación, mal informados, podrían calificar como un “moderado” —ni conservador ni liberal, aunque ese término sea excesivamente simplificado— que busque reconciliar las diversas facciones dentro de la Iglesia Católica?
El problema con todos estos análisis es que asumen que la Iglesia es, en gran medida, una entidad “política” que refleja las dinámicas demográficas de la sociedad secular en Occidente. Esto significa que términos como “reforma” se utilizan de manera superficial, y los medios seculares suelen tratar la “reforma” como sinónimo de “liberalización”.
Vemos esto con frecuencia en la descripción estándar del Papa San Juan XXIII, a quien a menudo se considera un Papa “reformista” porque, según la narrativa, buscó armonizar a la Iglesia con el liberalismo secular moderno. Esto es, por supuesto, una narrativa falsa, ya que el aggiornamento que él buscaba no era un proyecto de liberalización, sino un impulso para que la Iglesia se relacionara con el mundo moderno de formas nuevas y creativas, con miras a una evangelización más eficaz de ese mundo.
Esto quedó claro en el discurso inaugural del Papa Juan a los Padres Conciliares, en el que imaginó el Concilio Vaticano II como un intento de expresar las doctrinas de la Iglesia en un lenguaje más nuevo y evangélico, permaneciendo siempre fiel a las verdades contenidas en ellas.