Se dice que un fraile franciscano tuvo un sueño en el que el joven Francisco aparecía con el hábito de su Orden, y tuvo a bien hablar con sus padres, quienes entendieron que Dios esperaba por su hijo, en cumplimiento de la vieja promesa. A los trece años Francisco ingresó al convento de los franciscanos de Paula. En ese lugar creció en humildad y espíritu de obediencia, en amor por la oración y comprensión del sentido de la penitencia, elementos que marcaron su vida para siempre.
Terminado el tiempo con los franciscanos, a los 14 años, Francisco peregrinó a Asís al lado de sus padres. La experiencia de Dios vivida en aquel lugar terminó de consolidar aquello que daba vueltas en su cabeza desde hacía un año atrás: consagrar su vida a Dios por entero. Al regresar a Paula inicia entonces una vida de retiro, aislado en una cueva a la orilla del mar. Su anhelo era rezar, hablar con Jesús todo el tiempo posible y gozar solo de su compañía. El ejemplo del santo de Asís había calado hondo, quería, además, vivir como él: sin apegos materiales, con lo mínimo de alimento y sueño. Pronto serían muchas las personas que se unirían al proyecto. Francisco, mientras tanto, se iba convirtiendo cada vez más en un humilde cooperador de la Gracia, y recibiría de lo Alto los dones de profecía, de hacer milagros y de curar almas y cuerpos.
Una Cuaresma perpetua