En una ocasión, en cumplimiento de su deber, Adriano presenció el juicio organizado contra un grupo de veintidós cristianos, finalmente condenados a ser torturados y ejecutados. La serenidad, la paz y el valor con los que estos hombres afrontaron el dolor y la muerte produjeron un impacto tremendo en su corazón. Tras aquella experiencia el joven soldado decidió convertirse al cristianismo. Bautizado, Adriano contrajo matrimonio con una joven de nombre Natalia, quien como él también alcanzaría la santidad.
Lo que vendría después fue un camino marcado por la práctica de la caridad y una experiencia de libertad que jamás pudo alcanzar ni con las riquezas o el honor que solían recibir los militares. Se sabe, no obstante, que aquellos dones y virtudes se perfeccionaron en la prueba: Adriano sería denunciado por su fe y sometido a terribles tormentos después de ser apresado junto a algunos compañeros, con los que se dirigía a Cesarea a anunciar a Cristo.
A Adriano le tocó comparecer ante el gobernador de Palestina, Firmiliano, quien lo mandó azotar con garfios de hierro para después arrojarlo a las fieras, claro está, por no haber aceptado la oferta de dejarlo en libertad si renegaba de su fe. Rechazado el indigno ofrecimiento, Adriano solo podía esperarle la muerte.