Esta ley, junto a otras reformas constitucionales, llevaron en su momento al restablecimiento de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y entre el Vaticano y México.
Al artículo 8, Luévano busca añadir un párrafo para obligar a las iglesias en México a abstenerse "de proferir discurso de odio, entendiéndose por estos (sic) los que se caracterizan por expresar una concepción mediante la cual se tiene el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica, social, orientación sexual, identidad y/o expresión de género".
En el caso del artículo 29, Luévano apunta a que sea considerada una infracción de las iglesias el "proferir discursos de odio en el ejercicio de los actos amparados por esta ley o en medios de comunicación con el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica, social, orientación sexual, identidad y/o expresión de género".