Dejó en buenas manos la obra que ya había comenzado y partió audazmente hacia las Molucas, las islas más lejanas del archipiélago indonesio. Para esta gente no había horizontes, iban más allá... ¡Qué valor tenían estos santos misioneros! Incluso los de ahora, aunque no vayan en barco durante tres meses, van en avión durante 24 horas, pero allí es lo mismo. Hay que llegar allí, y recorrer muchos kilómetros, adentrarse en los bosques.
Y Javier, en las Molucas, pone el catecismo en verso en la lengua local y enseña a la gente a cantar el catecismo, porque lo aprenden mejor cantando. Por sus cartas comprendemos cuáles son sus sentimientos. Escribe: "Los peligros y los sufrimientos, aceptados voluntaria y únicamente por amor y servicio a Dios nuestro Señor, son tesoros ricos en grandes consuelos espirituales. Aquí, en pocos años, uno podría perder los ojos de tantas lágrimas de alegría" (20 de enero de 1548). Lloraba de alegría viendo la obra del Señor.
Un día, en la India, conoció a un japonés, que le habló de su lejano país, donde ningún misionero europeo se había aventurado todavía. Y Francisco Javier tuvo la inquietud del apóstol, de ir más lejos, y decidió partir cuanto antes, y llegó allí después de un aventurado viaje en el junco de un chino. Los tres años en Japón son muy duros, por el clima, la oposición y el desconocimiento de la lengua, pero incluso aquí las semillas plantadas darán grandes frutos.
Qué gran soñador, Javier. Se dio cuenta en Japón de que el país decisivo para la misión en Asia era otro: China. Con su cultura, su historia, su grandeza, ejercía un dominio de hecho sobre esa parte del mundo. Incluso hoy, China es de hecho un polo cultural, con una gran historia, una hermosa historia. Así que regresa a Goa y poco después se embarca de nuevo, con la esperanza de entrar en China. Pero su plan fracasa: muere a las puertas de China, en una isla, la pequeña isla de Sancian, frente a la costa china, esperando en vano desembarcar en tierra firme, cerca de Cantón.