Mons. Maksym Ryabukha, Obispo greco-católico del exarcado de Donetsk, Ucrania, se define como un “obispo sobre ruedas”, ya que siempre suele viajar para visitar parroquias y acompañar a sus fieles en medio de la guerra. “Eso me permite ver cuánta profundidad hay en la vida humana”, afirma.

El prelado, de 45 años, explicó en una entrevista concedida a la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN) que, antes de la invasión rusa, tenían “más de 80 parroquias, pero más de la mitad las han cerrado, ocupado o destruido. Ahora contamos sólo con 37 parroquias activas”.

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En la zona ocupada, lamentó, “las leyes del gobierno ocupante prohíben cualquier afiliación a la Iglesia Católica, tanto greco-católica como latina. De mi exarcado, ya no hay sacerdotes en esos territorios; todas nuestras iglesias o han sido destruidas o están cerradas”.

Desde el comienzo de la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (HRMMU ) ha reportado la muerte de al menos 13.883 civiles, incluidos 726 niños, y 35.548 heridos.

Sobre la situación actual, el obispo señaló que “cada vez más dramática”, ya que los drones y bombardeos hacen que “cualquier lugar sea inseguro, también para los civiles”. A lo largo de la línea del frente, la gente “deja sus casas por la noche por miedo a morir aplastados y se va a dormir al campo junto a los lagos”.

El obispo compartió un caso concreto: “Un chico me contaba que estaba durmiendo con toda la familia cuando escucharon el ruido de una bomba. En pocos segundos salieron y poco después su edificio era sólo un gran agujero. Una experiencia así te aplasta, te destruye”.

En este contexto, la HRMMU informó el 13 de agosto que el número de civiles muertos y heridos en Ucrania en julio de 2025 alcanzó un máximo mensual en los últimos tres años.

Ese mes, 286 personas murieron y 1.388 resultaron heridas, la cifra más alta desde mayo de 2022. Casi el 40% de las víctimas fueron causadas por armas de largo alcance, como cohetes y municiones de racimo. El 31 de julio, un ataque contra Kiev provocó la muerte de 31 personas —incluidos cinco niños— y dejó 171 heridos, la mayoría en un edificio residencial alcanzado por un cohete.

Para Mons. Ryabukha, “el dolor más profundo es que se bombardean zonas civiles y el mundo guarda silencio ante esta matanza. Lo único que nos da esperanza es que Dios es más fuerte que el mal que podamos encontrar en el mundo. Miramos la vida cotidiana bajo el prisma del Paraíso porque tarde o temprano todo terminará y ese final se llama Paraíso”.

El prelado también advirtió que “las armas más destructivas no son las bombas que estallan, sino el sentimiento de ser olvidado, de quedarte solo, de no valer nada para nadie”. Sin embargo, incluso en los territorios ocupados “los creyentes se sienten un sólo cuerpo de Iglesia en todo: en el apoyo, en encuentros personales, en rezar juntos, aunque sea peligroso”.

A pesar de las dificultades, en la eparquía hay esperanza: “Tenemos 19 seminaristas. Eso es admirable porque no somos una gran eparquía. Son jóvenes valientes ante la vida, con una profunda experiencia cristiana. Antes había sensación de estar perdidos; ahora hay claridad: ‘Quiero asumir la responsabilidad de mi vida y quiero hacer esto’”.

Con ayuda de ACN, los sacerdotes y religiosas están recibiendo formación psicológica para atender a jóvenes que han perdido la capacidad de leer, escribir o hablar por el trauma de la guerra. También apoyan a viudas y madres de militares caídos, y distribuyen ayuda humanitaria a personas que han perdido todo.

“Dios, a través de nuestras manos, consigue tocar y abrazar a esa gente que sufre y llevarles una sonrisa, un poco de alegría, un poco de serenidad interior”, concluyó el obispo.