Nota del editor: El 30 de abril de 2025, el Cardenal Leonardo Sandri pronunció la siguiente homilía durante el quinto día de Misas Novendiales por el Papa Francisco. El texto que sigue es una traducción de ACI Prensa del original en italiano publicado por el Vaticano.

A continuación la homilía completa:

Recibe las principales noticias de ACI Prensa por WhatsApp y Telegram

Cada vez es más difícil ver noticias católicas en las redes sociales. Suscríbete a nuestros canales gratuitos hoy:

1. ¡Cristo ha resucitado! Con aún más emoción, en una celebración de sufragio como la de los Novendiales, cantamos el Aleluya Pascual, ese cántico que resonó en la voz del diácono: «Nuntio vobis gaudium magnum quod est Alleluia», también en esta Basílica que, momentos antes de la Vigilia, había sido visitada por el Santo Padre Francisco. De forma inconsciente, creemos, se preparaba para cruzar otro Mar Rojo, otra noche que la Resurrección de Cristo nos permite llamar bendita, la noche de la que se dice: «et nox sicut dies illuminabitur».

Dentro de unos días, el cardenal protodiácono utilizará una fórmula similar, anunciando a la Iglesia y al mundo el gaudium magnum de tener un nuevo Papa: es a partir de la experiencia pascual de Cristo que cobra sentido el ministerio del Sucesor de Pedro, llamado en cada época a vivir las palabras que acabamos de escuchar en el Evangelio: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos». Pedro confirma a los hermanos en la fe de que el Crucificado es el Resucitado, el Viviente para siempre. La celebración de los Novendiales por el Pontífice difunto constituye, para las diferentes categorías y afiliaciones, la realización de un rito de sufragio cristiano: idealmente, también de esta manera el Sucesor de Pedro nos llama a confirmarnos, precisamente porque renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de la carne, en el perdón de los pecados, incluso los de un hombre que llegó a ser Pontífice, y en la renovación de la conciencia de que la unidad de la historia de cada persona está en manos de Dios.

2. Hoy son los Padres Cardenales los que están llamados a participar en los Novendiales, casi una etapa central de este camino eclesial, reunidos en oración como Collegium y encomendando al Señor a aquel de quien fueron los primeros colaboradores y consejeros, o al menos intentaron serlo, tanto en la Curia Romana como en las diócesis de todo el mundo. Idealmente, sin embargo, cada uno de nosotros, venerables hermanos, lleva consigo a las personas para las cuales y con las cuales está llamado a vivir su servicio: desde Tonga con las islas del Pacífico hasta las estepas de Mongolia; desde la antigua Persia con Teherán hasta Jerusalén, el lugar de donde vino el anuncio de la salvación; desde los lugares entonces florecientes de cristianismo y ahora hogar de un pequeño rebaño, en algunos casos marcados por el martirio, como Marruecos y Argelia, por mencionar solo algunas coordenadas geográficas que el Santo Padre ha querido delinear en estos años convocando frecuentes Consistorios. En todos estos lugares y continentes, así como en esos espacios de conexión que son las oficinas de la Secretaría de Estado y la Curia Romana, como sucesores de los Apóstoles estamos llamados cada día a recordar y vivir con la conciencia de que «reinar es servir», como el Maestro y Señor, que está entre nosotros como el que sirve.

3. Uno de los títulos que la tradición atribuye al Obispo de Roma es, de hecho, el de Servus Servorum Dei, amado por San Gregorio Magno desde que era solo diácono, para recordar esta verdad constante: la liturgia nos lo recuerda con signos externos, cuando en las celebraciones más solemnes vestimos la túnica bajo la casulla, recordatorio de nuestro deber de ser siempre diáconos, es decir, servidores. El Papa Francisco lo vivió, eligiendo diferentes lugares de sufrimiento y soledad para realizar el lavatorio de pies durante la Santa Misa in Coena Domini, pero también arrodillándose y besando los pies de los líderes de Sudán del Sur, implorando el don de la paz, con ese mismo estilo, considerado por muchos escandaloso, pero fuertemente evangélico, con el que San Pablo VI, el 4 de diciembre de hace cincuenta años, en la Capilla Sixtina, se arrodilló y besó los pies de Melitón, Metropolitano de Calcedonia. La tradición de la Iglesia, queridos hermanos cardenales, nos divide en tres órdenes: obispos, presbíteros y diáconos, pero todos estamos llamados a servir, dando testimonio del Evangelio usque ad effusionem sanguinis, como juramos el día de nuestra creación cardenalicia, y como lo simboliza la púrpura que vestimos, ofreciéndonos, colegial e individualmente, como los primeros colaboradores del Sucesor del bienaventurado apóstol Pedro.

4. La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos sitúa justo afuera del Cenáculo de Jerusalén, donde se reúnen judíos de todas las naciones bajo el cielo. Es Pedro quien toma la palabra para justificar lo sucedido: los apóstoles no están ebrios ni hablan demasiado; precisamente porque están imbuidos de esa sobria ebrietas del Espíritu, como la llamará más adelante la literatura patrística, pueden ser comprendidos por diferentes pueblos, cada uno en su propia lengua. Es significativo que esta lectura se haya elegido en los Novendiales: ciertamente es en referencia al apóstol Pedro, siendo su primer discurso, pero el contexto es el de Pentecostés, que acababa de tener lugar. La referencia temporal que Lucas indica es «mientras se cumplía el día de Pentecostés». ¿Qué significa este cumplimiento? Es a la vez llegar a su fin y, al mismo tiempo, alcanzar la plenitud y, por lo tanto, comenzar un nuevo comienzo. El evangelista usa aquí el mismo verbo que empleó en el capítulo 9 del Evangelio, cuando, tras la transfiguración, al descender del monte, «cuando se cumplían los días de su ascensión», Jesús endureció su rostro y se dirigió a Jerusalén, donde se cumplirían las Escrituras sobre él, como más tarde recordó a los discípulos perdidos en el camino de Emaús. Tras la culminación de la Transfiguración, el camino hacia el cumplimiento de las profecías en la Pascua en Jerusalén; después de la Pascua, la espera del Espíritu en Pentecostés, con la plenitud del don del Espíritu, el comienzo de la Iglesia. Vivimos el paso entre el final de la vida del Sucesor de Pedro, el Papa Francisco, y el cumplimiento de la promesa de que, con la nueva efusión del Espíritu, la Iglesia de Cristo pueda continuar su camino entre los hombres con un nuevo Pastor. Pero ¿qué profecía se cumple en Pentecostés? La que el pasaje litúrgico omitió, pero que el Papa Francisco tanto citó y precisó, contenida en el tercer capítulo de Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre todos; vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones, vuestros ancianos soñarán sueños... todo aquel que invoque el nombre del Señor se salvará». Nuestro querido Santo Padre solía repetirlo para hablar del encuentro y el diálogo entre generaciones, de la necesidad de que los mayores compartan sus sueños con los jóvenes, y que estos, con su energía y visión, sepan hacerlos realidad con la ayuda de Dios. No hay futuro sin este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay crecimiento sin raíces ni florecimiento sin nuevos brotes. Nunca profecía sin memoria, nunca memoria sin profecía; y siempre encuentro. De alguna manera, el Papa Francisco también deja esta palabra al Colegio Cardenalicio, compuesto por jóvenes y mayores, donde todos pueden dejarse enseñar por Dios, intuir el sueño que Él tiene para su Iglesia y tratar de hacerlo realidad con un entusiasmo joven y renovado.

5. En la bula de convocatoria del Jubileo, el Papa Francisco indicó una visión, un sueño para el que ya debemos prepararnos y que será encomendado al nuevo Pontífice: «Este Año Santo guiará el camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en 2033, de hecho, celebraremos los dos mil años de la Redención realizada mediante la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Nos encontramos, pues, ante un camino marcado por grandes etapas, en el que la gracia de Dios precede y acompaña al pueblo que camina con celo en la fe, diligente en la caridad y perseverante en la esperanza (cf. 1 Tes 1,3). Espiritualmente, todos nos convertiremos en peregrinos por los caminos de Tierra Santa, en Jerusalén, para proclamar al mundo desde el Santo Sepulcro —con la esperanza de poder hacerlo con todos los hermanos y hermanas consagrados por un solo bautismo—: «¡El Señor verdaderamente ha resucitado y se ha aparecido a Simón!».

6. Señor, te encomendamos a tu siervo, el Papa Francisco, para que Tú lo puedes colmar de alegría en tu presencia, y te pedimos la gracia de realizar su visión de una Iglesia que anuncie el misterio de Cristo, Crucificado y Resucitado. María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, intercede con tu oración por quien tanto anheló fijar tu mirada amorosa, y ahora descansa en la Basílica dedicada a ti. Que así sea.