Las unas y las otras, reunidas en diferentes reflexiones sistemáticas, han compuesto así un maravilloso septenario, que a menudo se contrapone a la lista de los siete pecados capitales. El Catecismo de la Iglesia Católica define la acción de las virtudes teologales así: “Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Estas virtudes son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Estas tres virtudes, la fe, esperanza y caridad, son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano” (n. 1813).
Mientras que el riesgo de las virtudes cardinales, hablemos del riesgo, corren el riesgo de generar hombres y mujeres heroicos que hacen el bien, pero que actúan solos, aislados; en cambio, el gran don de las virtudes teologales es la existencia vivida en el Espíritu Santo. El cristiano nunca está solo. Hace el bien no por un esfuerzo titánico de compromiso personal, sino porque, como humilde discípulo, hace el bien porque como humilde discípulo camina detrás del Maestro Jesús, él va delante en el camino.
Las virtudes teologales son el gran antídoto contra la autosuficiencia. ¡Cuántas veces ciertos hombres y mujeres moralmente irreprochables corren el riesgo de volverse presuntuosos y arrogantes a los ojos de quienes los conocen! Es un peligro del que nos previene bien el Evangelio, donde Jesús recomienda a los discípulos: “También ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, digan: ‘Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos’”. (Lc 17,10). La soberbia es un veneno, un veneno poderoso: basta una gota para echar a perder toda una vida marcada por el bien. Una persona puede haber realizado innumerables obras buenas, puede haber ganado elogios y alabanzas, pero si ha hecho todo esto sólo para sí misma, para sí mismo, para exaltarse a sí misma, ¿puede considerarse una persona virtuosa? No, no.
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