24 horas para el Señor: Homilía completa del Papa Francisco con motivo del acto penitencial

Papa Francisco Homilía del Papa Francisco en jornada penitencial de "24 horas para el Señor" | Crédito: Daniel Ibáñez / ACI Prensa.

El Papa Francisco ha presidido en la parroquia San Pío V de Roma el acto penitencial con el que se inaugura la XI edición de 24 horas para el Señor que se celebra cada año en la víspera del cuarto domingo de Cuaresma. 

A continuación, ofrecemos el texto completo de la homilía pronunciada por el Papa Francisco, en la que improvisó en numerosas ocasiones sobre el texto previsto:

"Podemos caminar en una vida nueva" (Rom 6,4): así escribía el apóstol Pablo a los primeros cristianos de esta Iglesia de Roma. Pero, ¿cuál es la vida nueva de la que habla? Es la vida que nace del Bautismo, que nos sumerge en la muerte y resurrección de Jesús y nos hace para siempre hijos de Dios, hijos de la resurrección destinados a la vida eterna, orientada a las cosas de arriba. Es la vida que nos hace avanzar hacia nuestra identidad más verdadera, la de ser hijos predilectos del Padre, de modo que toda tristeza y obstáculo, todo trabajo y tribulación no puedan prevalecer sobre esta maravillosa realidad que nos funda.

Hemos oído que San Pablo asocia la vida nueva a un verbo: caminar. Así pues, la vida nueva, iniciada en el Bautismo, es un camino. No hay jubilación en etse camino. Ninguno se vaa jubilar, tiene que seguir siempre adelante. Y después de tantos pasos en el camino, tal vez hemos perdido de vista la vida santa que fluye dentro de nosotros: día tras día, inmersos en un ritmo repetitivo, atrapados en mil cosas, aturdidos por tantos mensajes, buscamos por todas partes satisfacciones y novedades, estímulos y sensaciones positivas, pero olvidamos que ya hay una vida nueva que fluye dentro de nosotros y que, como brasas bajo las cenizas, está esperando para arder e iluminarlo todo.

Cuando nosotros estamos ocupados en tantas cosas ¿pensamos en el Espíritu Santo que tenemos dentro de nosotros? A mí me pasa muchas veces que no lo pienso y esto es feo: estar así, tan ocupado que nos lleva a otra parte y nos hace olvidar el verdadero camino que estamos haciendo en esta vida nueva. 

Tenemos que buscar esas brasas bajo la ceniza. Esta ceniza, que se ha instalado en el corazón, oculta la belleza a la vista de nuestra alma. Entonces Dios, que en la vida nueva es nuestro Padre, se nos aparece como un amo; en vez de confiarnos a Él, contratamos con Él; en vez de amarlo, lo tememos. Y los demás, en vez de ser hermanos, hijos del mismo Padre, nos parecen obstáculos y adversarios. Hay una fea costumbres, la de convertir a nuestros compañeros de camino en adversarios y muchas veces lo hacemos. Los defectos del prójimo, por ejemplo, nos parecen exagerados y sus virtudes ocultas; ¡cuántas veces somos inflexibles con los demás e indulgentes con nosotros mismos!

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De hecho, ya no vemos con claridad ni siquiera dentro de nosotros mismos: sentimos una fuerza imparable para hacer el mal que querríamos evitar. Un problema para todos, si hasta san Pablo escribe a la comunidad de Roma: "No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (7,19). También él era un pecador. También nosotros a veces hacemos el mal que no queremos. En resumen, habiendo nublado el rostro de Dios, desdibujados los de nuestros hermanos, se nubla la grandeza que llevamos dentro, seguimos en nuestro camino, pero necesitamos una nueva señal, un cambio de ritmo, una dirección que nos ayude a reencontrar el camino del Bautismo, renovar nuestra belleza original, debajo de las cenizas, renovar el sentido de seguir adelante.

Y ¡cuántas veces nos cansamos de caminar, perdemos el sentido e ir adelante! Y nos quedamos tranquilos, o no tan tranquilos, pero detenidos. 

Hermanos, hermanas, ¿cuál es el camino para volver a la senda de la vida nueva? Es el camino del perdón de Dios. Pongan esto en la mente y el corazón: Dios no se cansa nunca de perdonar. ¿Lo han escuchado? ¿Son capaces de repetirlo conmigo? Todos juntos: Dios no se cansa nunca de perdonar. Para estar seguros, una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar. ¿Cuál es el drama? Es que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Nos cansamos de pedir perdón, pero Él no se cansa jamás de perdonar. No lo olvidemos esto. Porque el perdón divino hace esto: nos hace nuevos de nuevo. Cómo, apenas bautizados, nos limpia por dentro, devolviéndonos a la condición del renacimiento bautismal: hace que las aguas frescas de la gracia fluyan de nuevo en el corazón, reseco por la tristeza y empolvado por los pecados; quita las cenizas de las brasas del alma, limpia esas manchas interiores que nos impiden confiar en Dios, abrazar a nuestros hermanos y hermanas, amarnos a nosotros mismos. 

Él perdona todo. “Padre, tengo un pecado que seguramente es imperdonable”. Escucha: Dios perdona todo, porque Él no se cansa jamás de perdonar. El perdón de Dios nos  transforma por dentro: nos devuelve una vida nueva y una mirada nueva. No es casualidad que en el Evangelio que hemos escuchado Jesús proclama: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Nos prepara los ojos para ver a Dios. Sólo se ve a Dios si el corazón está purificado. Purificamos el corazón para ver a Dios. Pero, ¿quién puede hacer esta purificación? Nuestro compromiso es necesario, pero no suficiente; no basta, somos débiles. Sólo Dios conoce y sana el corazón. Tengan esto en la mente: sólo Dios es capaz de conocer y sanar el corazón. Sólo Él puede librarlo del mal. Para ello, debemos llevarle nuestro corazón abierto y contrito; imitar al leproso del Evangelio, que le reza así: "¡Si quieres, puedes purificarme!". (Mc 1, 40). Esto es hermoso:  Si Tú quieres, puedes cambiarme por dentro, puedes purificarme. Es una bella oración que nosotros podemos repetir juntos y decirlo juntos: “Señor, si tú quieres, puedes purificarme”.  Otra vez: “Señor, si tú quieres, puedes purificarme”. Y ahora, todos en silencio, cada uno lo dice al Señor mirando a su propio pecado. Miren a sus pecados. Miren las cosas feas que tienen dentro y que han hecho. Y, en silencio, digan al Señor: “Señor, si tú quieres, puedes purificarme”. Él puede. Alguien pensará: “Pero este pecado es muy feo, el Señor no va a poder”. Perdona todo. El Señor no se cansa de perdonar. Recuerden esto: El Señor no se cansa de perdonar. Todos juntos: “El Señor no se cansa de perdonar”. 

El Señor quiere esto, porque nos quiere renovados, libres y ligeros por dentro, felices y en camino, no aparcados en los caminos de la vida. Él sabe lo fácil que es para nosotros tropezar, caer y abatirnos, y quiere que nos volvamos a levantar. He visto un hermoso cuadro en el cual el Señor se agacha para levantarnos. Y esto hace el Señor cada vez que nosotros nos acercamos a la confesión. 

No lo entristezcamos, no posterguemos el encuentro con su perdón, porque sólo si Él nos pone de nuevo en pie podremos volver al camino y ver la derrota de nuestro pecado, borrado para siempre. Porque el pecado siempre es una derrota. Y Él vence al pecado. él es la victoria. Es más, "en el mismo instante en que el pecador es perdonado, asido por Dios y restaurado por la gracia, el pecado -¡maravilla de maravillas!- se convierte en el lugar donde Dios entra en contacto con el hombre. Así Dios se da a conocer perdonando. Yo conozco a Dios estudiando, en la catequesis, pero no lo conoces sólo con la mente. Solamente cuando tu corazón está arrepentido y vas donde él mostrando tu corazón sucio. Ahí conocerás a Dios que perdona e irás en paz porque tus pecados serán perdonados. Dios nos hace conocer perdonando. ¿Y qué hace el pecador, cuando descubre el abismo de su propio pecado? Descubre por sí mismo la infinitud de la misericordia" (A. LOUF, Bajo la guía del Espíritu, Magnano 1990, 68-69). He aquí el reinicio de la vida nueva: iniciada en el Bautismo, se reinicia a partir del perdón.

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Por tanto, no renunciemos al perdón de Dios, al sacramento de la Reconciliación: no es una práctica de devoción, sino el fundamento de la existencia cristiana; no se trata de expresar bien los pecados, sino de reconocernos pecadores y arrojarnos en los brazos de Jesús, del amor de Jesús crucificado para ser liberados; no es un gesto moralista, sino la resurrección del corazón. El Señor Resucitado nos resucita a todos nosotros. Vayamos, pues, a recibir el perdón de Dios, y nosotros, que lo administramos, sintámonos dispensadores de la alegría del Padre que encuentra a su hijo perdido; sintamos que nuestras manos, puestas sobre la cabeza de los fieles, son las manos traspasadas por la misericordia de Dios, que transforma las llagas del pecado en canales de misericordia; y nosotros, que hacemos de confesores,  sintamos que el "perdón y la paz" que proclamamos son la caricia del Espíritu Santo en el corazón de los fieles. Queridos hermanos, perdonemos. Queridos hermanos sacerdotes, perdonemos siempre como Dios que no se cansa de perdonar y reencontrémonos a nosotros mismos; concedamos siempre el perdón a quien lo pide, y ayudemos a quien tiene miedo a acercarse con confianza al sacramento de la curación y de la alegría. Pongamos de nuevo el perdón de Dios en el centro de la Iglesia.

Y ustedes, queridos hermanos sacerdotes, no pregunten mucho, no vallan allí, no. Que ellos hablen y perdonen todo. 

Y ahora, mientras nos preparamos para acoger la nueva vida, confesemos al Señor que hay mucho de viejo en nosotros, cosas feas. La lepra del pecado ha manchado nuestra belleza, y por eso decimos: Jesús, si quieres, puedes purificarme. Todos juntos: Jesús, si quieres, puedes purificarme. De pensar que no te necesito cada día: ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! De vivir tranquilo con mi doblez, sin buscar en tu perdón el camino de la libertad: ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Cuando las buenas intenciones no van seguidas de obras, cuando postergo la oración y el encuentro contigo: ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Cuando acepto el mal, la deshonestidad, la falsedad, cuando juzgo a los demás, los desprecio y chismorreo sobre ellos, quejándome de todos y de todo: ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Y cuando me conformo con no hacer el mal, pero no hago el bien sirviendo a la Iglesia y a la sociedad: ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Sí, Jesús, creo que puedes limpiarme, creo que necesito tu perdón. Jesús, renuévame y volveré a caminar en una vida nueva. ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme!

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