Hermana, hermano, yo, tú, cada uno de nosotros somos amados con amor eterno. Somos ceniza sobre la que Dios sopló su aliento de vida, somos tierra que Él plasmó con sus manos (cf. Gn 2,7; Sal 119,73), somos polvo del que resurgiremos para una vida sin fin preparada desde siempre para nosotros (cf. Is 26,19).
Y si en la ceniza que somos arde el fuego del amor de Dios, entonces descubrimos que estamos modelados por este amor y que somos llamados al amor; que se concretiza en amar a los hermanos que tenemos a nuestro lado, estar atentos a los demás, vivir la compasión, ejercitar la misericordia, compartir lo que somos y lo que tenemos con quien lo necesita.
Por eso la limosna, la oración y el ayuno no pueden reducirse a prácticas exteriores, sino que son caminos que nos reconducen al corazón, a lo esencial de la vida cristiana. Nos hacen descubrir que somos polvo amado por Dios y nos vuelven capaces de esparcir el mismo amor sobre la “ceniza” de tantas situaciones cotidianas, para que en ellas renazca esperanza, confianza y alegría.
San Anselmo de Aosta nos dejó una exhortación que esta tarde podemos hacer nuestra: «Huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus tumultuosos pensamientos. Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa un instante en Él. “Entra en el aposento” de tu espíritu, ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle, y una vez cerrada la puerta búscale. Ahora di “corazón mío”, di todo entero ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco» (Proslogion, 1).