Seguidamente, preguntó a los presentes en la Basílica de San Pedro “¿en qué Dios creemos? ¿En el Dios de la encarnación o en el del beneficio?”, advirtiendo sobre la tentación de vivir la Navidad con una visión pagana de Dios como un ser “que se alía con el poder, con el éxito mundano y con la idolatría del consumismo”.
El Santo Padre hizo un llamado a redescubrir el significado profundo de la Navidad, alejándose de la imagen de un Dios lejano y controlador. “Él ha nacido para todos, durante el censo de toda la tierra”, afirmó.
“Miremos, por tanto, al ‘Dios vivo y verdadero’ (1 Ts 1,9); a Él, que está más allá de todo cálculo humano y, sin embargo, se deja censar por nuestros cómputos; a Él, que revoluciona la historia habitándola; a Él, que nos respeta hasta el punto de permitirnos rechazarlo; a Él, que borra el pecado cargándolo sobre sí, que no quita el dolor, sino que lo transforma; que no elimina los problemas de nuestra vida, sino que da a nuestras vidas una esperanza más grande que los problemas. Desea tanto abrazar nuestra existencia que, siendo infinito, por nosotros se hace finito; siendo grande, se hace pequeño; siendo justo, vive nuestras injusticias”, sostuvo.
Y agregó: “Este es el asombro de la Navidad: no una mezcla de afectos melosos y de consuelos mundanos, sino la inaudita ternura de Dios que salva el mundo encarnándose. Miremos al Niño, miremos su cuna, contemplemos el pesebre, que los ángeles llaman la ‘señal’ (Lc 2,12). Es, en efecto, el signo que revela el rostro de Dios, que es compasión y misericordia, omnipotente siempre y sólo en el amor”.