Ecône,  ¿cómo remediar la tragedia?

Bertrand de Margerie S.J.

La iglesia crea sus tradiciones para poder ser mejor Tradición, es decir, transmisión de la Revelación

Presentación

1. Muchos católicos permanecen a la vez emocionados, inquietos y  perplejos delante de la ruptura de Ecône y Roma, la consagración de cuatros obispos por Monseñor Marcel Lefèbvre y su excomunión por la Sede Apostólica. Se entristecen ante esta nueva separación, no sólo entre hermanos unidos por el mismo bautismo, sino también potencialmente entre Iglesias.

Quisiera exponer aquí las principales causas doctrinales de tal separación y los remedios intelectuales y concretos que podrían contribuir a limitar su alcance y su duración. ¿Cómo se entiende, en Ecône y en Roma, la Tradición, el desarrollo doctrinal, la misa y el rol de la Iglesia y su organización, el movimiento ecuménico y la oración que suscita (Asís 1986), la libertad y la en materia religiosa, los Derechos del hombres?

Trataremos, primeramente, el asunto de la Tradición, porque los errores y las confusiones, como las simplificaciones, que conciernen a este tema son, tal como lo subrayó Juan Pablo II en su motu proprio, Ecclesia Dei adflicta, el 2 de julio de 1988, “la raíz del acto cismático de las consagraciones episcopales de Ecône, de la liturgia, del ecumenismo y de la libertad religiosa.

Estas preguntas serán tratadas aquí en armonía con las enseñanzas de los papas, especialmente desde  Pío XII a Juan Pablo II, a la luz de los textos conciliares, en particular, pero no únicamente de Vaticano II. Nuestra investigación nos hará percibir mejor, espero, que la Iglesia de Cristo está fundada, de acuerdo a la afirmación del Credo,  fundada sobre los Apóstoles, una y única, universal y, por tanto, católica, santa y santificante. Nuestras divergencias no nos impiden decir simultáneamente sino conjuntamente: Credo Unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”.

Así los esperamos preparar, al menos a lo lejos, el día en que cristo Salvador vencerá todas nuestras divisiones, en la luz de su misericordia, bajo el soplo de su Espíritu Santo.

Se impone, finalmente, una pauta metodólogica: algunas repeticiones son inevitables dada la mutua implicación de los temas abordados. Se les puede distinguir pero no separar. 

La Iglesia crea sus tradiciones para ser mejor

Se nota hoy, entre los católicos y también en el gran público en general, una gran diversidad frente al tema de la tradición. La historia de este concepto le confirió una multiplicidad de sentidos que, a su turno, afectaron su alcance en el plano religioso.

Esta es la histria que se encuentra en el origen del sentido más común de la palabra tradición para el gran público en la hora actual. De acuerdo al Dictionnaire de la langue française Le Robert: “Doctrina o práctica, religiosa o moral, transmitida de siglo en siglo, originalmente mediante la palabra o el ejemplo, pero que puede, seguidamente, ser consignada en un texto escrito”.

“De siglo en siglo”: desde ya estamos orientados más bien hacia el pasado que hacia el futuro o incluso hacia el presente. El término trae consigo hoy una carga afectivo que liga su objeto a las costumbre y a los pensamientos del pasado. El futuro no está, sin embargo excluido. Los que se adhieren a las tradiciones están, generalmente, preocupados de transmitirlas activamente al presente, con los ojos puestos en las generaciones futuras.

Por vía de consecuencia, el término tradicionalista designa, siguiendo siempre al diccionario Robert – que no hace otra cosa que resumir el sentido ordinario de nuestro tiempo – a quien se adhiere a las nociones y costumbres tradicionales, preocupado por la conservación, tal vez, más que del progreso (sin que esto quedo excluido). Por contraste, el progresista pone acento no sobre la conservación de los valores del pasado, sino sobre la anticipación de los valores futuros, por los demás, sin exclusiva. El término se vuelve peyorativo cuando empieza a volverse exclusivo.

Además, en el mundo francófono, las palabras tradición y tradicionalismo evocan – de una manera a veces bastante vaga – las doctrinas sociales, políticas y religiosas elaboradas después de la Revolución francesa, que surgieron como reacción contra ella, en general en la primera mitad del siglo XIX. Citemos algunos nombres: José de Maistre, Bonald, Châteubriand, Lamennais.

Sus doctrinas, habitualmente, no son tomadas en cuenta en la actualidad por aquellos que se dicen tradicionalista, al menos no de una manera explícita; pero esos nombres (salvo, en parte, el último) bastan para sugerir una orientación conservadora, como desafía frente a muchas novedades, en el espíritu de un buen número de ellos.

Tales son las connotaciones actualmente más frecuentes que surgen en los espíritus que pretenden pronunciar las palabras: tradición, tradicionalismo.

3. Frente a ellas, el sentido que reviste el término Tradición en singular y tradiciones en plural, en el lenguaje de las Escrituras, de la Iglesia y de los Concilios, aunque no completamente diferente, es más preciso y más profundo, sin estar impregnado de matices socio políticos.

Este lenguaje nos ha sido resumido, recientemente, por Juan Pablo II en s carta por la conmemoración de los 1200 años del Concilio de Nicea, el 4 de diciembre de 1987 (Duodecimum saeculum):

Ya san Pablos nos enseña que, para la primera generación cristiana, la paradosis (tradición) es la proclamación del acontecimiento de Cristo (tradición) y de su significación actual, que opera la salvación mediante el  espíritu santo (I Co 15, 3-8; 11, 2). La Tradición de las palabras del Señor y de sus actos fue recogida en los cuatro evangelio sin agotarse (Lc 1, 1; Jn 20, 30; 21, 35). Esta tradición fundadora es tradición apostólica. Concierne no sólo al depósito de la sana doctrina (2 Tm 1, 6, 12) sino también las normas de conducta y las reglas de vida comunitaria (I Tes 4, 1-7; I Co 7, 17; 14, 34). Esto es lo que la Iglesia ha creído siempre y que siempre ha practicado, y lo considera, a justo título,  como tradición apostólica San Agustín dirá (De baptismo IV IV, 24,31): una observancia guardada por toda la Iglesia y siempre presente sin haber sido instituida por los concilios, no es otra cosa que una tradición que emana de la autoridad de los Apóstoles” (§ 6).

El texto es muy claro: la tradición es proclamación, por los Apóstoles, del Misterio de Cristo, es decir de su actuar, de su doctrina y de su ética; es inseparablemente fundadora y fundamental; pero no concierne a lo que la Iglesia a creído  siempre y practicado siempre, sin excluir un paso de lo implícito de lo implícito a lo explícito.

4. Esta es la Tradición llamada apostólica. Acabamos de pronunciar la palabra desarrollo: Mucho antes que Vaticano II, Nicea II en 787, manifestaba su importancia, Juan Pablo II escribe: Padres y Sínodos “hicieron de la Tradición la tradición de los Padres o “tradición eclesiástica”, concebida como un desarrollo homogéneo de la tradición apostólica” (§ 6)

Estamos en presencia de un concepto nuevo, pero aún cercano, de Tradición apostólica: el de tradición eclesiástica: Juan Pablo II precisa  (§) “Los Padres de Nicea II comprendían la tradición eclesiástica como la tradición de los seis concilios ecuménicos anteriores y de los Padres ortodoxos cuya enseñanza era comúnmente recibida en la Iglesia”. Llamamos aquí, a esta tradición eclesiástica, homogénea a la apostólica, Tradición eclesiástica principal, primera y primordial – con el fin de distinguirla claramente con Pablo VI en 1976) de las tradiciones secundarias y sin embargo no carentes de importancia, que la Iglesia a querido poner al servicio de la tradición apostólica desarrollada e tradición eclesiástica principal y primera.

5. Para distinguir mejor una de otra, se podría expresar así: la tradición eclesiástica primera es la que desarrolla de una manera necesaria la tradición apostólica, mientras que las tradiciones eclesiásticas secundarias constituyen desarrollos contingentes y perecibles. Los padres de Niceas II, subraya Juan Pablo II, afirman que desean conservar intactas” (§5) todas las tradiciones de la Iglesia que le han sido confiadas” (§ 5; Mansi XIII, 377 B, C). Los Padres de Vaticano II nunca dijeron nada parecido; es que había  a sus ojos una distinción fundamental entre las tradiciones primordiales de la iglesia, como lo veremos un poco más adelante. Veamos nuestra interpretación confirmada por la consideración del principal punto afirmado por Nicea II: el que ha exaltado la legitimidad de la “pintura de icinos, conforme a la carta de predicación apostólica”; dicho de otra manera, esta pintura constituía, para Nicea II, un desarrollo necesario de la Tradición apostólica. Nicea II hablaba, por tanto, de Tradición eclesiástica primordial.

6. Nuestra distinción refleja, en el plano de una Tradición eclesiástica a la vez una y múltiple, lo que la Iglesia reconoce hoy, al interior de sus tradiciones y prescripciones proclamadas por el Apóstol Pablo: la obligación, impuesta a las mujeres, de llevar un velo sobre la cabeza (I Co 11, 2-16) y considerada como “una práctica disciplinaria de poca importancia… una exigencia que no tiene valor normativo” a diferencia de la prohibición hecha a las mujeres de hablar, pero de no de profetizar, en el conjunto de la asamblea eclesial (I Co 14, 34-35; 11, 5; Declaración de la Congregación de la Doctrina de la fe sobre la no admisión de las mujeres al sacerdocio, sec IV, 15 de octubre 1976(.

Al distinguir, de esta manera, entre tradiciones eclesiásticos primordiales y secundarias, distinguimos, pues, en continuidad con una distinción análoga a reconocer en el interior de la Tradición apostólica misma y mostramos, sobre ese punto, la continuidad entre el lenguaje de la Biblia y el de los Concilios sucesivos, tal como nos invita Juan Pablo II en su motu propio, Ecclesia Dei adflicta, del 2 de julio de 1988 (5,b.) Vamos a verlo, también, a propósito de Vaticano II.

7. El concilio Vaticano II – en una constitución dogmática firmada también por Monseñor Lefèbvre: Dei Verbum – entiende como “Tradición sagrada”, de origen divino, la predicación apostólica destinada a ser conservada y transmitida hasta el fin de los tiempos. En otros términos, la predicación de los Doce, es decir de los Once unidos a Pedro. Ella “comprende todo lo que contribuye a conducir santamente la vida del pueblo de Dios y a aumentar la fe… Así, la Iglesia transmite a cada generación todo lo que es ella misma, todo lo que cree”.

Encontramos otra vez aquí el “de siglo en siglo” citado más arriba, pero puesto al servicio del mensaje divino de salvación, pero orientado hacia el futuro, hacia el regreso de Cristo, a la consumación de los tiempos. El depósito a custodiar no es inerte: el Concilio nos dice que crece. Retomando el concilio Vaticano, éste precisa: “Esta Tradición que viene de los Apóstoles, precisa: “Esta Tradición crece en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo; se acrecienta, en efecto, la percepción de las realidades lo mismo que las palabras transmitidas mediante la contemplación y el estudio, por la predicación de los obispos que, con los sucesión episcopal, recibieron un carisma cierto de verdad” (§ 7-8).

En otros términos, el desarrollo de la doctrina y del culto, y su explicación, constituyen en su esencia misma la Tradición en tanto que ella transmite, sin cesar, la Revelación. La Iglesia, repitámoslo con el texto, “transmite a todas las generaciones todo lo que es y todo lo que cree”, sin dejar caer nada. La Iglesia es Tradición

8. Ningún concilio ecuménico anterior había hablado con tanta fuerza y profundidad este tema, el que la teología llama desde hace siglos tradición divino-apostólica. No es confiada en un inicio a los bautizados, – “con la Escritura”,  siendo ambas el único depósito de la Palabra de Dios” – sino a la Iglesia: “la carga de interpretar auténticamente la única palabra de Dios, escrita o transmitida, fue confiada al solo Magisterio viviente de la Iglesia” (§ 10).

Lejos de haber sido confiada a la custodia de un solo obispo, es como Monseñor Lefèbvre, la transmisión de la Palabra de Dios o Tradición fue confiada a los Doce, bajo la conducción de Pedro y de sus sucesores.

9. Tradición, Escritura y Magisterio vivo son inseparables, bajo la dirección del Espíritu único que los unifica. Fue a este Magisterio vivo, indefectiblemente vivo – tal como lo había recordado Vaticano I(1) - y especialmente al Soberano Pontífice que el Señor confió la misión de discernir entre la auténtica Tradición divino apostólica y sus falsificaciones humanas, entre lo que transmite verdaderamente el mensaje integral de salvación y lo que, por el contrario, le es opuesto o lo pone en peligro, o entre las tradiciones que hay que conservar sin modificación y aquellas que hay que modificar.

La Tradición es, por tanto divina por su objeto, la Palabra de Dios confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, pero también por la garantía de su transmisión fiel hasta el fin de los tiempos. Sabemos con certeza absoluta de la fe católica: no sólo ningún poder humano, pero tampoco ningún papa, ningún obispo, ningún grupo de obispos, ningún concilio no podrá nunca, ni jamás ha podido impedir eficazmente, universalmente, que la Palabra de Dios sea ofrecida por la Iglesia Universal al género humano considerado en su conjunto, ni tampoco disminuirla en lo que es. Espíritu Santo vela por su integral y fiel transmisión.

No negamos, que quede bien entendido, que los obispo o bautizados individuales puedan negarla, disminuirla, transmitirla imperitamente o recibirla de manera incompleta. Subrayamos solamente una verdad capital en el contexto actual: la certeza absoluta de la transmisión integral de la Revelación mediante la Iglesia universal, con miras a la felicidad y salvación del género humano. Semejante convicción de la Iglesia de todos los tiempos es, también, explícitamente la de Vaticano II, expresada con originalidad, de manera nueva.

10. En armonía con esta profundización fundamental, el último Concilio volvió a ofrecer a toda la Iglesia otra enseñanza particularmente agradable a los tradicionalistas más diversos, incluso si es cierto que haya sido hasta este momento poco destacado: las tradiciones nacionales y religiosas contienen las simientes del Verbo, ocultas en ellas; los cristianos deben expresar la novedad del Evangelio según las tradiciones nacionales (Missions 11 y 21).

Dicho de otra manera, deben poner las tradiciones al servicio de la Tradición apostólica. Las tradiciones humanas al servicio de la tradición divina. El pasado humano al servicio de un futuro divinizado. No sólo el pasado religioso, sino también el pasado nacional.

Transmitiendo la Tradición sagrada venida de los Apóstoles, sus sucesores crearon, sobre la base, - al menos en cierto número de casos – las tradiciones nacionales y profanas, las tradiciones eclesiásticas, las tradiciones secundarias de las comunidades cristianas, prácticas diversas que aparecen y pueden desaparecer en la vida de la Iglesia; porque ellas no son de origen divino y la Iglesia, al aceptarlas, no está obligada a perennizarlas; constituyen el entorno prudencial que protege y quisiera garantizar la conservación de la única perla preciosa: la Tradición divina. De esta manera, la legítima sotana es de origen apostólico y no constituye el único hábito eclesiástico susceptible de distinguir al sacerdote de los no sacerdotes (art. 284 del CIC).

Aquí, nuevamente, la misión propia de los papas y de los obispos los vuelve aptos – y solo ellos –a juzgar por la adaptación o no adaptación de sus costumbres y tradiciones eclesiásticas (secundarias) a las necesidades sucesivas y diversas de la transmisión y del anuncio del Evangelio.

Todas las tradiciones que la Iglesia ha creado pueden ser modificadas o incluso suprimidas para una mejor transmisión o Tradición de la Palabra de Dios(2)

11. Ahora bien, desde las reformas conciliares, muchos de los que invocan la Tradición, no la distinguen de las tradiciones eclesiásticas (secundarias) y, de hecho, la confunden con ella. En otros términos, confunden lo que es humano y lo que es divino en la Iglesia. Monseñor Lefèbvre mismo no escapa a este peligro. Parece ignorar esta distinción capital, al menos en su lenguaje habitual. Se entiende: porque reduce a la nada todas sus críticas contra las reformas surgidas del concilio Vaticano II. Sus lectores reconocerán fácilmente una gran parte de verdad en esta apreciación: “De hecho Monseñor Lefèbvre llama tradición a la enseñanza teológica, las prácticas eclesiásticas y la moda de celebración litúrgica que conoció en su juventud  y en su educación clerical”.(3)

De manera muy especial, Monseñor Lefèbvre desconoce, a menudo, un dato, a pesar de estar lógicamente implicado en sus convicciones: la asistencia constante del Espíritu Santo al magisterio vivo de la Iglesia no existe solamente en caso de definición dogmática, sino también en el gobierno de la Iglesia universal, preservando al legislador de plantear leyes contrarias al bien de la asamblea del pueblo de Dios(4), porque las potencias de la muerte podrán prevalecer (Mt 16, 18). Esta asistencia se manifiesta incluso en el gobierno ordinario de la Iglesia ejercido por el sumo pontífice, ayudado por sus consejeros. Incluso si, en general, las leyes pudieran ser mejores que lo que actualmente son, y si el Espíritu no es una garantía de perfección, la constatación, en la fe, inclina al creyente a evaluar con aprobación las reformas introducidas por la santa sede en aplicación del Concilio. Prejuicio favorable cuya ausencia brilla en la célebre profesión de fe de Monseñor Lefèbvre, fechada el 21 de noviembre de 1974(5).

12. En su carta del 11 de octubre de 1976 a Monseñor Lefèbvre, Pablo VI resumió bien algunos aspectos del concepto errado que el prelado se hace de la Tradición y que no hace sino acentuar desde entonces:

“El concepto de Tradición que usted invoca es falso. La Tradición no es un dato fijo o muerto, un hecho estático, que en cierta manera, bloquearía, en un momento determinado de la historia, la vida de este organismo activo que es la Iglesia… Corresponde al papa y a los concilios conducir un juicio para discernir en las tradiciones de la Iglesia a cuál no es posible renunciar, sin infidelidad al Señor y al Espíritu Santo – el depósito de la fe -  y lo que, por el contrario, puede y debe  ser puesto al día, para facilitar la oración y la misión de la Iglesia a través de la variedad de los tiempos y de los lugares, para traducir el mensaje divino en el lenguaje divino en lenguaje humano de hoy y comunicarlo mejor, sin compromiso, indudablemente. Así actúan los papas y los concilios ecuménicos, con la asistencia especial del Espíritu Santo.

Fue eso, precisamente lo que hizo Vaticano II. Nada de lo decretado en ese Concilio, como en las reformas que Nos hemos decidido llevar a cabo, se opone a lo que la Tradición Bimilenaria de la Iglesia acarrea de fundamental e inmutable. De todo esto somos garantes, en virtud. No de nuestra calidades personales, sino de la carga que el Señor nos ha confiado como sucesor legítimo de Pedro y de la asistencia especial que nos ha prometido, como a Pedro: He rogado por ti con el fin de que tu fe no desfallezca (Lc 22,32). Con Nos es garante el espiscopado universal”.

En su misma carta, del 11 de octubre, Pablo VI resumía, en estos términos su crítica a la concepción lefebrista de la Tradición: “Un obispo solo y sin misión canónica carece, in acto expedito ad agendum (de manera tal que pudiese actuar) de la facultad de establecer en general cuál es la regla de la fe para determinar lo que es la Tradición. Ahora bien prácticamente, usted pretende ser juez único en todo lo que atañe a la Tradición”.

Aunque esta carta este dirigida únicamente a Monseñor Lefèbvre, y no a la Iglesia universal, reviste una considerable importancia doctrinal, Introduce, en efecto, dos precisiones y explicaciones en favor de las cuales no cita ningún documento preciso de tiempos anteriores. Pero habría podido citar a Pio XII, Mediator Dei, sec. IV.

La primera, rechazando un concepto estático de la Tradición viva, admite claramente la existencia de las tradiciones de la Iglesia, que pueden ser rechazadas sin infidelidad, precisamente por fidelidad a la Tradición apostólica activa(6) y fundadora, como a las tradiciones eclesiásticas primordiales que manan de ella: ya hemos designado a éstas últimas bajo el nombre de tradiciones eclesiásticas secundarias.

La segunda nos dice: “Esta es la manera en que actúan normalmente los papa y los concilios ecuménicos”. Destaquémoslo con cuidado: Pablo VI no dice que los papas y concilios hayan proclamado la existencia y la necesidad de este discernimiento, sino que lo han ejercido, ¡que es cosa muy diferente!

Por lo tanto, nos está permitido ver en esta lectura de Pablo VI un importante complemento a las enseñanzas de Vaticano II y de Nicea II, como a las de Trento, y subrayar que se lo debemos a Monseñor Lefèbvre, según el principio general admitido por Vaticano II: “La Iglesia reconoce que de la oposición misma de sus adversarios… sacó grandes beneficios y que continúa haciéndolo”(7) (todo esto advirtiendo que en Monseñor Lefebvre no tenía intención alguna de erigirse como adversario de la Iglesia).

13. Semejante complemento doctrinal sobre la Tradición era enseñado ya, en otros términos, en un documento conciliar de Vaticano II firmado por Monseñor Lefèbvre: la constitución sobre la Sagrada Liturgia: “La liturgia se compone de una parte inmutable, de institución divina, y de partes sujetas al cambio, que pueden variar con el correr de los años o que incluso deben hacerlo, si se han introducido elementos que no se correspondan con la naturaleza íntima de la liturgia misma o si estas partes se han vuelto inadaptadas” (§21). Partes “sujetas a los cambios, inadaptadas” a las necesidades actuales de la evangelización, es decir de la Tradición activa: aquí están muchas de las tradiciones eclesiásticas secundarias ya evocadas y definidas.

Semejante “adaptación de las instituciones sujetas a cambio a las necesidades de nuestra época”, es decir, repitámoslo, de las tradiciones eclesiásticas secundarias para hacer brillar la Tradición apostólica en tanto que ella proclama el Misterio de Cristo al mundo, era incluso, para el preámbulo de esta constitución, uno de los fines que proponía el concilio Vaticano II.

La carta de Pablo VI, en 1976, novedosa en su formulación, no innovó nada en lo que se refiere a la substancia de lo que ya había enseñado el concilio Vaticano II, sea en la constitución sobre la liturgia, en un texto votado casi unánimemente, sea, incluso, en el decreto sobre el ecumenismo, § 6.

14. La noción misma de cambio de las tradiciones eclesiásticas secundarias, para adaptarlas a la tradición no significa, por otro lado, que haya que considerar esas tradiciones secundarias como tradiciones totalmente humanas, que evocan las de los Fariseos, a los que Cristo decía: “Rechazan lindamente el mandamiento de Dios para sujetarse a la tradición de los hombres” (Mc 7, 8-9 aquí sintetizado): porque esa tradiciones secundarias fueron aceptadas y transmitidas por la Iglesia en tiempos determinados con la asistencia del Espíritu Santo, con miras  a una mejor comprensión de la Tradición apostólica. En resumen, la Tradición de la Iglesia y, mediante la Iglesia, del Mensaje apostólico integró las tradiciones secundarias, temporales, momentáneamente útiles a la Iglesia.(8)

No hay que olvidar que le mismo Concilio, queriendo un discernimiento en las tradiciones eclesiásticas no sólo no quiso el cambio por el cambio, sino que incluso vio en él un accidente respecto de las realidades substanciales y permanentes: “Bajo los cambios permanecen muchas cosas que tiene por fundamento último a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8; Gaudium et Spes 10). En consecuencia, las tradiciones eclesiales secundarias son accidentales respecto de las tradiciones eclesiásticas sustanciales, que hemos calificado de principales.

Evidentemente, es imposible ver en las tradiciones eclesiales secundarias, momentáneas, inadaptadas a las necesidades actuales de la Tradición activa del Evangelio, “un desarrollo homogéneo de la tradición apostólica” como señala la definición de la “tradición eclesiástica de los Padres” dada por Juan Pablo II. Ciertamente, esas tradiciones secundarias no la contradicen, y en ese sentido no son un desarrollo heterogéneo; pero, por su objeto, por su naturaleza íntima, son más costumbres que enseñanza propiamente dicha, sin ser comparables a la tradición de los seis primeros concilios ecuménicos, en la que los Padres de Nicea II veían brillar la tradición eclesiástica.

15. Las dificultades que Monseñor Lefèbvre experimentó – como muchos otros – frente a ciertas enseñanzas de Vaticano II y del Magisterio post conciliar, al menos han tenido la ventaja de dar a los papas Pablo VI y Juan Pablo II la ocasión de comenzar la elaboración de una síntesis parcial de Nicea II y de Vaticano II sobre la Tradición, a la vez que nos obligó a ver mejor la diferencia de la las problemáticas.
Nicea II estuvo dominada por la consideración de la relación entre tradiciones escritas y no escritas en el seno de una Tradición apostólica prolongada como tradición eclesiástica de los Padres.

Vaticano II, en tres documentos tan diferentes como posibles (la constitución dogmática sobre la Revelación, la constitución  dogmática sobre la Revelación (la constitución más bien pastoral sobre la Liturgia y el Decreto sobre las Misiones), expresó a partir de tres problemáticas completamente distintas, conclusiones que no han sido sintetizadas pero que podrían serlo. Dei Verbum aborda la Tradición en el contexto de la Escritura pensando, sobre todo en el mundo protestante; en ese sentido, prolonga la obra de Trento, con una diferencia capital; no habla solamente de las tradiciones, sino también y sobre todo de la(9) Tradición. Mientras que Sacrosanctum Concilium trata acerca de un problema al interior de la Iglesia católica y sobre todo a su rito latino: el de un discernimiento al interior de las tradiciones litúrgicas, a la luz de la Tradición(10) y a favor de su crecimiento: Ad Gentes del problema externo de la relación entre evangelización y tradiciones nacionales.

Por oposición, la carta Duodecimun Saeculum no se sitúa  con relación al mundo protestante, ni al tradicionalismo protestante ni con el tradicionalismo lefebrista, sino con miras al diálogo entre la Iglesia católica y ortodoxa. Juan Pablo II menciona abundantemente, en ese documento, Dei Verbum, pero no la toma de posición de Sacrosanctum Concilium sobre el discernimiento que debe realizarse entre tradiciones litúrgicas.

El conjunto de esos documentos, como también la evolución de la problemática interna de muchas iglesias cristianas(11), comprendida la Iglesia ortodoxa, prepara el terreno  a una nueva profundización del rol de las tradiciones, escritas y no escritas, a distinguir de acuerdo con su relación al misterio de la Iglesia, con miras a la Tradición que las suscita  y juzga. Tampoco se excluye que el Apóstol haya preparado de lejos un examen más claro de la relación entre tradiciones y Tradiciones (comparar II Th2, 15 y 3,6)(12).

Se ve, pues, cuánto se justifican dos reflexiones sucesivas de Juan Pablo II cuyas páginas precedentes le sirven de orquestación:

  1. “a medida que la Iglesia se desarrolló en el tiempo y en el espacio, su conocimiento de la Tradición de la que es portadora conoció, también, las etapas de un desarrollo cuya investigación constituye, para el diálogo ecuménico y toda reflexión teológica auténtica, el recorrido obligatorio” (Duodecimum saeculum, II, 5).
  2. Se impone “a todos los fieles católicos una reflexión sincera sobre la verdadera fidelidad a la Tradición de la Iglesia, auténticamente interpretada por el Magisterio eclesiástico, ordinario y extraordinario” (Ecclesia Dei adflicta, 5, a).

Por el contrario, una falsa fidelidad a la Tradición termina en la negación práctica de la indefectibilidad de la Iglesia universal como la de la Piedra sobre la que fue fundada; hacia la tesis de una Iglesia indefectible en que convergen, paradójicamente, Monseñor Lefèbvre (cuando desconoce la asistencia del Espíritu Santo al Concilio Vaticano II y a los tres últimos papas) y los modernistas de principios del siglo XX, en su afirmación de una evolución heterogénea de los dogmas. O simplemente de las doctrinas de la Iglesia.

Las consecuencias de esta visión deformada de la Tradición son particularmente sensibles en materia de ecumenismo y de libertad religiosa, pero primeramente y ante todo a propósito de la liturgia.


1. Vaticano I, Constitución dogmática. Pastor Aeternus, cap. 2 (DS 3056)

2. Vaticano II, Dei Verbum, cap II, § 8: “La Iglesia transmite a todas las generaciones lo es ella misma (transmittit omne quod ipsa est)”. En este sentido la Iglesia es Tradición: las es su actividad fundamental que explica su continuidad en el tiempo. Ver, sobre este tema: X. León-Dufour, Vocabulaire de theólogie biblique, París, 1972, art Tradition, por P. Grelot; M. Cano,

3. P. Grelor, Etudes, janvier 1988, pp. 102-103; el autor no dice que la Tradición, a los ojos de Monseñor Lefebvre se reduzca a los puntos subrayados; de hecho constatamos que, paradójicamente, para el prelado de Ecône, el acto de consagración episcopal del 30 de junio de 1988 es un gesto de transmisión y tradición.

4. Cardenal C. Journet, L’Eglise du Verbe incarné, Paris, 1951, t. II, p.926: “Sobre un segundo plano, la asistencia divina es además infalible, pero de una manera prudencial. Es el plan de las leyes eclesiásticas universales. En tanto son mantenidas en vigor, son infaliblemente buenas, prudentes; esto no quiere decir que sean necesariamente los mejores, las más prudentes posibles”.

5. Se encontrará el texto integral en Itinerarire, enero de 1975, y también en J. Anzeuvi, Le Drame d’ Ecône, pp. 88-89 lo mimos que en Yves Congar, La Crise Dans l’Eglise et Mgr Lefèbvre, Paris, 1976, pp. 95-97.

6. La distinción explícita entre tradición activa y tradición pasiva parece remontarse al siglo XIX, concretamente a Schrader y a Franzalin: cf. Y. Congar, Vocabulaire œucumenique, París, 1970, art. Tradition,  pp. 310 ss,

7. Vaticano II, Gaudium et Spes, § 44, al. 3.

8. M. Cano Observa (De locis theologicis, lib. III, cap 5 § 1) que los Apóstoles instituyeron algunos ritos de manera temporal, otros de manera perpetua. Los mencionamos líneas arriba (§ 6) a propósito del velo de las mujeres en el Apóstol Pablo. Bossuet (Cinquième Fragment sur diverses matières de controverse: De la Tradition, Oeuvres complètes, París, 1863, t. XIII, p.346) escribe: “Confesamos que las costumbre de dar la comunión a los niños pequeños fue universal en la Iglesia y que después fue abolida insensiblemente. Nunca hemos pretendido que todas las costumbres de la Iglesia fuesen inmutables… (Las) costumbres indiferentes, no encierran ningún dogma de fe, pueden ser cambiadas sin contradicción”.

9. Congar, La Tradition et la vie de l’Eglise, París, 1963, p. 122 el autor dice: “El concilio de Trento se había contentado, contra los reformadores, con afirmar la existencia y el valor de tradiciones apostólicas, sin abordar en toda su amplitud, sino de manera precisa, el problema de la Tradición”. Ahí agrega: “el Medioevo o se había planteado en lo absoluto, la cuestión de la Tradición como tal. Se había contentado con justificar los puntos de doctrina, en especial de liturgia y de disciplina que la Iglesia tenía por obligatorio, y que los textos formales de la Escritura no constituían, mediante un llamado bastante vago a la s tradiciones no escritas y sobre todo por un llamado a la autoridad, instituida por Dios y asistida por su Espíritu, de esta Iglesia. Llamaban al todo “tradiciones”. Del mismo modo que Santo Tomás de Aquino ignoró siempre las definiciones de Nicea II sobre l culto a las imágenes y sobre las tradiciones; en particular, sobre las de la Iglesia: cf DTC VII, 1; col. 827-841. El terreno no estaba, por tanto, preparado para que el concilio de Trento pudiese abordar sea la Tradición en tanto que distinto de las tradiciones apostólicas, sea las tradiciones eclesiales susceptibles de ser cambiadas por distinción con las tradiciones inmutables de la Iglesia.

10. Un problema análogo no puede dejar de plantearse a la Iglesia ortodoxa y sin duda se plantea, aunque no claramente, en P.N. Tremblas, Dogmatique de l’Eglise catholique orthodoxe, (obra anterior al Concilio), Chèvetogne, Belgique, Belgique, 1966, t. I, pp. 149-167. La preparación del concilio pan-ortodoxo anunciado por mucho  tiempo conducirá necesariamente a los teólogos ortodoxos a la consideración den las tradiciones eclesiásticas mudables.

11. Esta evolución se manifestó de manera impresionante en Montreal en 1963, en el informe de la IV Conferencia mundial de Fe y constitución, cuyas afirmaciones convergen muy largamente con las de Vaticano II. Ver el texto citado por A. Benoit, Vocabulaire oecuménique (ed Y. Congar), Paris, 1970, p. 328: misma visión de la Tradición en su anterioridad con relación al Evangelio escrito.

12. Ver, en la Traduction oecuménique de la BIble, las notas sobre II Th 2, 15; 3, 6: “Las tradiciones son las verdades que conciernen a la fe y a la vida cristiana, que el mismo Pablo recibió de la Iglesia primitiva y que enseña, a su turno, a las comunidades que fundó. El paso del plural al singular no parece entrañar un cambio de sentido. Se trata del conjunto de la enseñanza de Pablo. Si el sentido era exactamente el mismo, ¿por qué el autor –Pablo-  habría pasado del plural al singular? El conjunto de la enseñanza de Pablo – resumido en la Tradición- ¿no es más que un conjunto de enseñanzas del mismo Apóstol? La Tradición, en Pablo, nos parece, pone el acento sobre la Persona y sobre el Misterio Pascual y eucarístico de Jesús, mientras que las tradiciones conciernen más bien a las normas y preceptos que su Persona unifica. Ver, además, los comentarios de B. Rigaux: Les Epîtres aux Thessaloniciens, París, 1956, y la manera en que Juan Pablo II presenta el singular (arriba § 3) la paradosis en Pablo.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa


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