Ustedes, queridos hermanos y hermanas indígenas, tienen mucho que enseñarnos sobre el significado vital del árbol que, unido a la tierra por las raíces, da oxígeno por medio de las hojas y nos nutre con sus frutos. Y es hermoso ver la simbología del árbol representada en la fisonomía de esta iglesia, donde un tronco une a la tierra un altar sobre el cual Jesús nos reconcilia en la Eucaristía, «acto de amor cósmico» que «une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado» (Carta enc. Laudato si', 236). Este simbolismo litúrgico me recuerda un pasaje estupendo pronunciado por San Juan Pablo II en este país: «Cristo anima el centro mismo de cada cultura, por lo que el cristianismo no sólo comprende a todos los pueblos indígenas, sino que el mismo Cristo, en los miembros de su cuerpo, es indígena» (Liturgia de la Palabra con los indígenas de Canadá, 15 septiembre 1984). Y es Él quien en la cruz reconcilia, vuelve a unir lo que parecía impensable e imperdonable, abraza a todos y a todo. Todos y todo. Los pueblos indígenas atribuyen un fuerte significado cósmico a los puntos cardinales, estos no sólo se conciben como puntos de referencia geográfica sino también como dimensiones que abrazan la realidad en su conjunto e indican el camino para sanarla, representada por la llamada "rueda de la medicina". Este templo hace propia esa simbología de los puntos cardinales y les atribuye un significado cristológico. Jesús, por medio de las extremidades de su cruz, abraza los puntos cardinales y reúne a los pueblos más lejanos, sana y pacifica todo (cf. Ef 2,14). Allí cumple el designio de Dios: "Reconciliar todas las cosas" (cf. Col 1,20).
Hermanos, hermanas, ¿qué significa esto para el que lleva dentro heridas muy dolorosas? Comprendo el cansancio al ver cualquier perspectiva de reconciliación en quien ha sufrido tremendamente a causa de hombres y mujeres que tenían que dar testimonio de vida cristiana. Nada puede borrar la dignidad violada, el mal sufrido, la confianza traicionada. Y tampoco debe borrarse nunca la vergüenza de nosotros creyentes. Pero es necesario empezar de nuevo. Y Jesús no nos propone palabras y buenos propósitos, sino la cruz, ese amor escandaloso que se deja atravesar los pies y las muñecas por los clavos y traspasar la cabeza por las espinas. Esta es la dirección a seguir, mirar juntos a Cristo, el amor traicionado y crucificado por nosotros; ver a Jesús, crucificado en tantos alumnos de las escuelas residenciales. Si queremos reconciliarnos entre nosotros y dentro de nosotros, reconciliarnos con el pasado, con las injusticias sufridas y con la memoria herida, con sucesos traumáticos que ningún consuelo humano puede sanar. Si queremos reconciliarnos realmente, hay que levantar la mirada a Jesús crucificado, hay que obtener la paz en su altar. Porque, precisamente, es en el árbol de la cruz donde el dolor se transforma en amor, la muerte en vida, la decepción en esperanza, el abandono en comunión, la distancia en unidad. La reconciliación no es tanto una obra nuestra, es un regalo, es un don que brota del Crucificado, es la paz que viene del Corazón de Jesús, es una gracia que hay que pedir. La reconciliación es una gracia que hay que pedir.
Hay otro aspecto de la reconciliación del que quisiera hablarles. El apóstol Pablo explica que Jesús, por medio de la cruz, nos ha reconciliado en un solo cuerpo (cf. Ef 2,14). ¿De qué cuerpo habla? De la Iglesia, la Iglesia es este cuerpo vivo de reconciliación. Pero, si pensamos en el dolor imborrable experimentado en este lugar por tantas personas en el seno de instituciones eclesiales, solo se experimenta rabia, solo se experimenta vergüenza. Eso sucedió cuando los creyentes se dejaron mundanizar y, más que promover la reconciliación, impusieron su propio modelo cultural. Esta mentalidad, hermanos y hermanas, tarda en morir, incluso desde el punto de vista religioso. De hecho, parecería más conveniente inculcar a Dios en las personas, en lugar de permitir que las personas se acerquen a Dios. Una contradicción. Pero esto no funciona nunca, porque el Señor no obra así, Él no obliga, no sofoca ni oprime; sino que ama, libera y deja libres. Él no sostiene con su Espíritu a quienes someten a los demás, a quienes confunden el Evangelio de la reconciliación con el proselitismo. Porque no se puede anunciar a Dios de un modo contrario a Dios.