Hoy celebramos a San Pablo el Ermitaño, quien halló a Cristo en la soledad del desierto

San Pablo el Ermitaño | San Pablo el Ermitaño, 15 de enero / ACI Prensa

Cada 15 de enero la Iglesia recuerda a San Pablo el Ermitaño, conocido también como ‘Pablo de Tebas’ o ‘Pablo el Egipcio’. Este santo forma parte de los denominados ‘Padres del desierto’ o ‘Padres del yermo’.

El apelativo “ermitaño” (una derivación del griego eremítes, ‘del desierto’) tiene su origen en el estilo de vida que asumió el santo: Pablo se entregó a Dios apartándose del mundo para vivir en el desierto, en una “ermita” -generalmente un lugar aislado como una cueva o una cabaña precaria, la cual solía disponerse a manera de habitación-. Allí, en soledad y silencio, Pablo se dedicó a la meditación y la oración.

La forma de vida de este santo, original de Tebaida (Antiguo Egipto), se convertiría en fuente de inspiración para muchísimos otros cristianos a lo largo de la historia, quienes -como él- buscaron a Dios lejos del ruido y la frivolidad de las ciudades. El cristianismo ya había visto con beneplácito el desierto, los bosques apartados o las montañas escarpadas en los tiempos de persecución; por lo que estos se habían convertido en lugares “familiares” para quienes deseaban vivir su fe: habían sido refugio u oasis en los momentos más difíciles.

Con el tiempo, la influencia de Pablo de Tebas en la cultura cristiana fue tal que todo aquel que adoptaba el aislamiento como camino para crecer en el espíritu empezó a ser llamado “ermitaño”.

San Jerónimo de Estridón, en el siglo V, consignó el año 228 como el del nacimiento del santo y a Egipto como su patria; señalando así mismo que habría quedado huérfano muy pequeño, a la edad de 14 años.

El desierto

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En 250 estalló una gran persecución contra los cristianos organizada por el emperador Decio, y un joven Pablo se vio obligado a esconderse. Su cuñado le brindó protección inicialmente, pero luego, en acción deshonesta, lo denunció ante las autoridades con el propósito de quedarse con sus bienes. el santo, entonces, huyó al desierto.

Al principio la soledad lo atormentaba, pero después empezó a darse cuenta de que esta podía ser aprovechada como medio para encontrarse con Dios. El desierto se convirtió en el “lugar” donde Dios podía hablarle y él escuchar su voz. Vivir en silencio, desapegado a las comodidades y seguridades mundanas, se presentaba como espacio fértil, donde podía experimentar el amor divino.

Pablo, de esta manera, se percató además de que podía sacar provecho de sus circunstancias para ayudar espiritualmente a quienes permanecían en el mundo: empezó por hacer penitencias y elevar oraciones por la conversión de todos aquellos que ‘quedaron atrás’. Seguir los pasos de Jesús en soledad no era una “huida”, precipitada por algún temor o frustración personal, era, por el contrario, una forma de redimir aquello que se había alejado de Dios.

Amigo de San Antonio Abad, Padre del monacato

Muchas historias se cuentan sobre Pablo el Ermitaño. Una, muy conocida, relatada por San Jerónimo en su Vita Sancti Pauli primi eremitae [Vida de San Pablo, primer eremita] señala que este se alimentaba solo de los frutos de una palmera, y que cuando aquella no tenía dátiles, un cuervo le llevaba todos los días la mitad de un pan.

San Antonio Abad, padre del monacato, oyó en sueños que había otro ‘ermitaño’ más antiguo que él, así que emprendió un viaje para encontrarlo. Cuando estuvo cerca de la cueva que habitaba San Pablo, cierto ruido o movimiento debe haberlo sorprendido, de manera que este tapó la entrada con una piedra temiendo que se tratase de una fiera.

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San Antonio entonces tuvo que acercarse lo suficiente y suplicarle que retirase la roca para poder saludarlo. San Pablo finalmente salió y se produjo el encuentro de dos hermanos en Cristo. Los dos santos, sin jamás haberse visto antes, se saludaron llamándose cada uno por su nombre. Luego se arrodillaron y dieron gracias a Dios. Aquel día, un cuervo les llevó un pan entero y cada uno tomó la mitad.

Morir con Cristo es una victoria. Los leones y el manto

Al día siguiente, continúa San Jerónimo, San Pablo se refirió a su propia muerte. Le dijo a San Antonio que veía el momento final cada vez más cerca, y le pidió que fuera de vuelta al monasterio de donde vino para que le traiga el manto que el obispo San Atanasio le había regalado. Pablo deseaba ser amortajado con esa vestimenta.

San Antonio, sorprendido por el vaticinio y el pedido, fue a traer el manto. Al regresar, se encontró con que Pablo ya había muerto; sin embargo, alcanzó a contemplar cómo el alma del santo se elevaba al cielo, rodeado de ángeles, bajo la mirada de los apóstoles desde lo más alto.

En la cueva yacía el cadáver del ermitaño, de rodillas, con los ojos mirando al cielo y los brazos en cruz. Pablo había muerto en oración. La tradición señala que llegaron dos leones del desierto que cavaron un hoyo en el que San Antonio puso el cuerpo del santo, cubriéndolo con el manto de Atanasio.

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