Puede que hoy parezca incomprensible que una persona se someta a rigurosas penitencias -incluyendo cilicios- como las que puso en práctica Margarita. Este siempre será un tema difícil de abordar para las mentes modernas; en primer lugar, por la distancia en el tiempo y, segundo, por la dificultad que hoy tenemos para tolerar mínimamente lo que no nos produce agrado. No obstante, con un poco de apertura de espíritu nos es posible entender aquello que movió a Margarita a amar a Dios con tal intensidad.
La santa había logrado percibir algo que nos es casi siempre ajeno: la gravedad de nuestras faltas y pecados. Ella quiso, a través del dolor físico, acompañar al Señor en su sacrificio redentor, la cruz, asumido por amor a la humanidad: a Cristo se le ama por completo, también con el madero a cuestas.
Margarita procuró la paz para su patria desde el lugar que le tocaba: ayudando a cargar el peso de los pecados de sus compatriotas con su propio sacrificio.
Esa vida de intensidad espiritual estuvo adornada con numerosas historias de milagros y hechos portentosos obrados por la joven monja. La mayoría de ellos aparecen en la Compilación medieval de los milagros de Santa Margarita.