Con la ayuda de su hermano Hernando, Rosa construyó una ermita en un rincón del huerto de su casa; allí oraba y se mortificaba. En soledad, de jueves a sábado, comenzó a tener experiencias místicas: la primera de ellas fue conocer los sufrimientos del Señor durante la Pasión.
Es cierto que Rosa pasaba gran parte del tiempo recluida en su ermita, pero no menos cierto es que se daba tiempo para ir a la iglesia de la Virgen del Rosario, o para atender a los enfermos abandonados o a los esclavos maltratados. En medio de esas labores conoció a San Martín de Porres, con quien compartía el afán de asistir a quienes, por su sufrimiento, eran otros Cristos, escarnecidos y llagados. Ambos santos se harían buenos amigos, como corresponde a los que son compañeros en el ejercicio de la caridad.
Rosa tenía el alma ardiendo de amor a Dios y a los hermanos. Se cuenta cómo su tono de voz cambiaba y su rostro se encendía cuando hablaba de Él, Jesús; lo mismo que cuando se ponía en presencia del Santísimo Sacramento, o cuando recibía la Eucaristía. Por supuesto, nada de esto la eximió de las incomprensiones, las burlas de muchos, o, incluso, de alguna falsa acusación o rumor.
Como fuese, por la fuerza de su testimonio, los limeños empezaron a reconocerla, amarla y a ver en ella una luz que irradiaba santidad.
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Protectora de Lima
En 1615, un grupo de piratas quiso atacar la ciudad de Lima. Se trataba de hombres atraídos por las leyendas sobre sus tesoros y riquezas. Estando sus barcos anclados frente al Callao, Santa Rosa y otras mujeres acudieron a la iglesia de la Virgen del Rosario para rezar ante el Santísimo Sacramento y pedir a Dios que librara del saqueo a la capital.
La santa se quedó delante del sagrario con ánimo de protegerlo. Rosa no estaba dispuesta a permitir que alguien se acercara a él con ánimo de profanarlo. Si la ciudad caía en manos del enemigo, ella entregaría la vida.
Un par de días después, corrió la noticia de que el capitán de la embarcación pirata había muerto, y que su barco se había retirado. Los limeños, entonces, ya no tenían dudas sobre Rosa: esto había sido un milagro y ella era su intercesora.
Últimos años
En sus últimos años de vida, la salud de la santa decayó mucho y tuvo que ser recibida en casa de una familia de esposos muy piadosos, Don Gonzalo de la Maza y Doña María Uzategui. La pareja la consideraba como una hija y velaron por ella por casi tres años, hasta el día de su muerte.