18 de diciembre de 2025 Donar
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TEXTO COMPLETO: Mensaje de León XIV por la 59ª Jornada Mundial de la Paz

Imagen referencial del Papa León XIV/ Crédito: Vatican Media

A continuación, el mensaje del Papa León XIV por la 59ª Jornada Mundial de la Paz, que se celebrará el próximo 1 de enero:

La paz esté con todos ustedes: 

hacia una paz “desarmada y desarmante”

“¡La paz esté contigo!”. 

Este antiquísimo saludo, que sigue siendo habitual en muchas culturas, en la tarde de Pascua  se llenó de nuevo vigor en labios de Jesús resucitado. "¡La paz esté con ustedes!" (Jn 20,19.21) es su  palabra, que no sólo desea, sino que realiza un cambio definitivo en quien la recibe y, de ese modo, en toda la realidad. Por eso, los sucesores de los Apóstoles dan voz cada día y en todo el mundo a la  más silenciosa revolución: “¡La paz esté con ustedes!”. Desde la tarde de mi elección como Obispo  de Roma he querido incorporar mi saludo en este anuncio coral. Y deseo reafirmarlo: "Esta es la paz  de Cristo resucitado, una paz desarmada y una paz desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, Dios que nos ama a todos incondicionalmente".

La paz de Cristo resucitado 

El que venció a la muerte y derribó el muro que separaba a los seres humanos (cf. Ef 2,14) es  el Buen Pastor, que da la vida por el rebaño y que tiene muchas ovejas que no son del redil  (cf. Jn 10,11.16): Cristo, nuestra paz. Su presencia, su don, su victoria resplandecen en la  perseverancia de muchos testigos, por medio de los cuales la obra de Dios continúa en el mundo, volviéndose incluso más perceptible y luminosa en la oscuridad de los tiempos. 

El contraste entre las tinieblas y la luz, en efecto, no es sólo una imagen bíblica para describir  el parto del que está naciendo un mundo nuevo; es una experiencia que nos atraviesa y nos sorprende según las pruebas que encontramos, en las circunstancias históricas en las que nos toca vivir. Ahora  bien, ver la luz y creer en ella es necesario para no hundirse en la oscuridad. Se trata de una exigencia  que los discípulos de Jesús están llamados a vivir de modo único y privilegiado, pero que, por muchos caminos, sabe abrirse paso en el corazón de cada ser humano. La paz existe, quiere habitar en  nosotros, tiene el suave poder de iluminar y ensanchar la inteligencia, resiste a la violencia y la vence. 

La paz tiene el aliento de lo eterno; mientras al mal se le grita “basta”, a la paz se le susurra “para  siempre”. En este horizonte nos ha introducido el Resucitado. Con este presentimiento viven los que trabajan por la paz que, en el drama de lo que el Papa Francisco ha definido como “tercera guerra  mundial a pedazos”, siguen resistiendo a la contaminación de las tinieblas, como centinelas de la noche. 

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Lamentablemente lo contrario —es decir, olvidar la luz— es posible; entonces se pierde el  realismo, cediendo a una representación parcial y distorsionada del mundo, bajo el signo de las  tinieblas y del miedo. Hoy no son pocos los que llaman realistas a las narraciones carentes de  esperanza, ciegas ante la belleza de los demás, que olvidan la gracia de Dios que trabaja siempre en los corazones humanos, aunque estén heridos por el pecado. San Agustín exhortaba a los cristianos a entablar una amistad indisoluble con la paz, para que, custodiándola en lo más íntimo de su espíritu, pudieran irradiar en torno a sí su luminoso calor. Él, dirigiéndose a su comunidad, escribía así: "Tened la paz, hermanos. Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los primeros en poseerla y retenerla. Arda en vosotros lo que poseéis para encender a los demás".

Ya sea que tengamos el don de la fe, o que nos parezca que no lo tenemos, queridos hermanos  y hermanas, ¡abrámonos a la paz! Acojámosla y reconozcámosla, en vez de considerarla lejana e  imposible. Antes de ser una meta, la paz es una presencia y un camino. Aunque sea combatida dentro y fuera de nosotros, como una pequeña llama amenazada por la tormenta, cuidémosla sin olvidar los  nombres y las historias de quienes nos han dado testimonio de ella. Es un principio que guía y determina nuestras decisiones. Incluso en los lugares donde sólo quedan escombros y donde la desesperación parece inevitable, hoy encontramos a quienes no han olvidado la paz. Así como en la tarde de Pascua Jesús entró en el lugar donde se encontraban los discípulos, atemorizados y desanimados, de la misma manera la paz de Cristo resucitado sigue atravesando puertas y barreras  con las voces y los rostros de sus testigos. Es el don que permite que no olvidemos el bien, reconocerlo  vencedor, elegirlo de nuevo juntos. 

Una paz desarmada 

Poco antes de ser arrestado, en un momento de gran intimidad, Jesús dijo a los que estaban  con Él: "Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo". E inmediatamente agrega: "¡No se inquieten ni teman!" (Jn 14,27). La turbación y el temor podían referirse, ciertamente, a la violencia que pronto se abatiría sobre Él. Más profundamente, los Evangelios no esconden que lo que desconcertó a los discípulos fue su respuesta no violenta; un camino al que todos, empezando por Pedro, se opusieron, pero en el cual el Maestro pidió que lo siguieran hasta el final. El camino de Jesús sigue siendo motivo de turbación y de temor. Y Él repite con firmeza a quien quisiera defenderlo: "Envaina tu espada" (Jn 18,11; cf. Mt 26,52). La paz de Jesús resucitado es desarmada, porque desarmada fue su lucha, dentro de circunstancias históricas, políticas y sociales precisas. Los cristianos, juntos, deben hacerse proféticamente testigos de esta novedad, recordando las tragedias de  las que tantas veces se han hecho cómplices. 

La gran parábola del juicio universal invita a todos los  cristianos a actuar con misericordia, siendo conscientes de ello (cf. Mt 25,31-46). Y, al hacerlo, encontrarán a su lado hermanos y hermanas que, por distintos caminos, han sabido escuchar el dolor ajeno y se han liberado interiormente del engaño de la violencia. 

Aunque hoy no son pocas las personas de corazón dispuesto a la paz, un gran sentimiento de  impotencia las invade ante el curso de los acontecimientos, cada vez más incierto. San Agustín, en efecto, señalaba una paradoja particular: "Es más difícil alabar la paz que poseerla. En efecto, si queremos alabarla, deseamos las fuerzas para ello, buscamos los pensamientos y pesamos las  palabras; por el contrario, si queremos poseerla, la tenemos y poseemos sin trabajo alguno".

Cuando tratamos la paz como un ideal lejano, terminamos por no considerar escandaloso que  se le niegue, e incluso que se haga la guerra para alcanzarla. Pareciera que faltan las ideas justas, las frases sopesadas, la capacidad de decir que la paz está cerca. Si la paz no es una realidad  experimentada, para custodiar y cultivar, la agresividad se difunde en la vida doméstica y en la vida  pública. En la relación entre ciudadanos y gobernantes se llega a considerar una culpa el hecho de que no se nos prepare lo suficiente para la guerra, para reaccionar a los ataques, para responder a las agresiones. Mucho más allá del principio de legítima defensa, en el plano político dicha lógica de oposición es el dato más actual en una desestabilización planetaria que va asumiendo cada día mayor  dramatismo e imprevisibilidad. 

No es casual que los repetidos llamamientos a incrementar el gasto militar y las decisiones que esto conlleva sean presentados por muchos gobernantes con la justificación del peligro respecto a los otros. En efecto, la fuerza disuasiva del poder y, en particular,  de la disuasión nuclear, encarnan la irracionalidad de una relación entre pueblos basada no en el  derecho, la justicia y la confianza, sino en el miedo y en el dominio de la fuerza. "La consecuencia  —como ya escribía san Juan XXIII acerca de su tiempo— es clara: los pueblos viven bajo un perpetuo  temor, como si les estuviera amenazando una tempestad que en cualquier momento puede  desencadenarse con ímpetu horrible. No les falta razón, porque las armas son un hecho. Y si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la  responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta  innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente  provocar el incendio bélico".

Pues bien, en el curso del 2024 los gastos militares a nivel mundial aumentaron un 9,4%  respecto al año anterior, confirmando la tendencia ininterrumpida desde hace diez años y alcanzando la cifra de 2.718 billones de dólares, es decir, el 2,5% del PIB mundial.Por si fuera poco, hoy parece  que se quiera responder a los nuevos desafíos, no sólo con el enorme esfuerzo económico para el rearme, sino también con un reajuste de las políticas educativas; en vez de una cultura de la memoria, que preserve la conciencia madurada en el siglo XX y no olvide a sus millones de víctimas, se promueven campañas de comunicación y programas educativos, en escuelas y universidades, así como en los medios de comunicación, que difunden la percepción de amenazas y transmiten una  noción meramente armada de defensa y de seguridad. 

Sin embargo, "el verdadero amante de la paz ama también a los enemigos de ella".Así  recomendaba san Agustín que no se destruyeran los puentes ni se insistiera en el registro del reproche, prefiriendo el camino de la escucha y, en cuanto sea posible, el encuentro con las razones de los demás. Hace sesenta años, el Concilio Vaticano II se concluía con la conciencia de un diálogo urgente entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. En particular, la Constitución Gaudium et spes centraba la atención en la evolución de la práctica bélica: "El riesgo característico de la guerra contemporánea  está en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles. 

Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la tierra  reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad". 

Al reiterar el llamamiento de los Padres conciliares y estimando la vía del diálogo como la  más eficaz a todos los niveles, constatamos cómo el ulterior avance tecnológico y la aplicación en  ámbito militar de las inteligencias artificiales hayan radicalizado la tragedia de los conflictos armados. Incluso se va delineando un proceso de desresponsabilización de los líderes políticos y militares, con  motivo del creciente “delegar” a las máquinas decisiones que afectan la vida y la muerte de personas  humanas. 

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Es una espiral destructiva, sin precedentes, del humanismo jurídico y filosófico sobre el  cual se apoya y desde el que se protege cualquier civilización. Es necesario denunciar las enormes  concentraciones de intereses económicos y financieros privados que van empujando a los estados en  esta dirección; pero esto no basta, si al mismo tiempo no se fomenta el despertar de las conciencias y del pensamiento crítico. 

La Encíclica Fratelli tutti presenta a san Francisco de Asís como ejemplo de este despertar: "En aquel mundo plagado de torreones de vigilancia y de murallas protectoras, las ciudades vivían guerras sangrientas entre familias poderosas, al mismo tiempo que crecían las zonas miserables de las periferias excluidas. Allí Francisco acogió la verdadera paz en su interior, se liberó  de todo deseo de dominio sobre los demás, se hizo uno de los últimos y buscó vivir en armonía con  todos". Es una historia que quiere continuar en nosotros, y que requiere que unamos esfuerzos para contribuir recíprocamente a una paz desarmante, una paz que nace de la apertura y de la humildad  evangélica. 

Una paz desarmante 

La bondad es desarmante. Quizás por eso Dios se hizo niño. El misterio de la Encarnación,  que tiene su punto de mayor abajamiento en el descenso a los infiernos, comienza en el vientre de una joven madre y se manifiesta en el pesebre de Belén. "Paz en la tierra" cantan los ángeles, anunciando la presencia de un Dios sin defensas, del que la humanidad puede descubrirse amada solo cuidándolo (cf. Lc 2,13-14). Nada tiene la capacidad de cambiarnos tanto como un hijo. Y quizá es precisamente el pensar en nuestros hijos, en los niños y también en los que son frágiles como ellos, lo que nos conmueve profundamente (cf. Hch 2,37). A este respecto, mi venerado Predecesor escribía que "la fragilidad humana tiene el poder de hacernos más lúcidos respecto a lo que permanece o a lo que pasa, a lo que da vida y a lo que provoca muerte. Quizás por eso tendemos con frecuencia a negar los límites y a evadir a las personas frágiles y heridas, que tienen el poder de cuestionar la dirección  que hemos tomado, como individuos y como comunidad". 

San Juan XXIII introdujo por primera vez la perspectiva de un desarme integral, que sólo  puede afirmarse mediante la renovación del corazón y de la inteligencia. Así escribía en Pacem in  terris: "Todos deben, sin embargo, convencerse que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva  de la guerra. 

Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy se sigue para mantener la paz  se sustituya por otra completamente distinta, en virtud de la cual se reconozca que una paz  internacional verdadera y constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino únicamente en la confianza recíproca. Nos confiamos que es éste un objetivo asequible. Se trata, en efecto, de una exigencia que no sólo está dictada por las normas de la recta razón, sino que además es en sí misma deseable en grado sumo y extraordinariamente fecunda en bienes". 

Un servicio fundamental que las religiones deben prestar a la humanidad que sufre es vigilar  el creciente intento de transformar incluso los pensamientos y las palabras en armas. Las grandes tradiciones espirituales, así como el recto uso de la razón, nos llevan a ir más allá de los lazos de sangre o étnicos, más allá de las fraternidades que sólo reconocen al que es semejante y rechazan al  que es diferente. Hoy vemos cómo esto no se da por supuesto. 

Lamentablemente, forma cada vez más  parte del panorama contemporáneo arrastrar las palabras de la fe al combate político, bendecir el nacionalismo y justificar religiosamente la violencia y la lucha armada. Los creyentes deben desmentir activamente, sobre todo con la vida, esas formas de blasfemia que opacan el Santo Nombre  de Dios. Por eso, junto con la acción, es cada vez más necesario cultivar la oración, la espiritualidad, el diálogo ecuménico e interreligioso como vías de paz y lenguajes del encuentro entre tradiciones y  culturas. En todo el mundo es deseable "que cada comunidad se convierta en una “casa de paz”, donde aprendamos a desactivar la hostilidad mediante el diálogo, donde se practique la justicia y se  preserve el perdón". Hoy más que nunca, en efecto, es necesario mostrar que la paz no es una  utopía, mediante una creatividad pastoral atenta y generativa. 

Por otra parte, esto no debe distraer la atención de todos sobre la importancia que tiene la  dimensión política. Quienes están llamados a responsabilidades públicas en las sedes más altas y cualificadas, procuren que "se examine a fondo la manera de lograr que las relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo a un equilibrio más humano, o sea a un equilibrio fundado en la confianza  recíproca, la sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones acordadas. Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto de arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y fecundos". Es el camino desarmante de la diplomacia, de la mediación, del derecho internacional, tristemente desmentido por las cada vez más frecuentes violaciones de acuerdos alcanzados con gran esfuerzo, en un contexto que requeriría no la deslegitimación, sino más bien el reforzamiento de las instituciones supranacionales.

Hoy, la justicia y la dignidad humana están más expuestas que nunca a los desequilibrios de poder  entre los más fuertes. ¿Cómo habitar un tiempo de desestabilización y de conflictos liberándose del  mal? Es necesario motivar y sostener toda iniciativa espiritual, cultural y política que mantenga viva la esperanza, contrarrestando la difusión de actitudes fatalistas "como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana".

Porque, de hecho, "la mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es  sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de  algunos valores",  a esta estrategia hay que oponer el desarrollo de sociedades civiles conscientes, de formas de asociacionismo responsable, de experiencias de participación no violenta, de prácticas de justicia reparadora a pequeña y gran escala. Ya lo señalaba con claridad León XIII en la  Encíclica Rerum novarum: "La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al  hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: “Es mejor  que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!” (Qo 4,9-10). Y también esta otra: “El  hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada” (Pr 18,19)".

Que este sea un fruto del Jubileo de la Esperanza, que ha impulsado a millones de seres  humanos a redescubrirse peregrinos y a comenzar en sí mismos ese desarme del corazón, de la mente  y de la vida al que Dios no tardará en responder cumpliendo sus promesas: "Él será juez entre las  naciones y árbitro de pueblos numerosos. Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra. ¡Ven, casa de  Jacob, y caminemos a la luz del Señor!" (Is 2,4-5). 

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