Queridos hermanos y hermanas:
Encontrarnos en este lugar durante el Año Jubilar es un don que no podemos dar por sentado. Lo es sobre todo porque la peregrinación para atravesar la Puerta Santa nos recuerda que la vida sólo es vida si está en camino, sólo si sabe dar “pasos”, es decir, si es capaz de vivir la Pascua.
Es hermoso pensar entonces en la Iglesia que, en estos meses, celebrando el Jubileo, experimenta este ponerse en camino, recordándose a sí misma que necesita convertirse constantemente, que debe ir siempre detrás de Jesús sin vacilaciones y sin la tentación de adelantarlo, que está siempre necesitada de la Pascua, es decir, de “pasar” de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Espero que cada uno de ustedes experimente en sí el don de esta esperanza y que el Jubileo sea una ocasión para que su vida pueda empezar de nuevo.
Hoy me gustaría dirigirme a ustedes, que forman parte de las instituciones universitarias, y a aquellos que, en diversos ámbitos, se dedican al estudio, a la enseñanza y a la investigación. ¿Cuál es la gracia que puede tocar la vida de un estudiante, de un investigador, de un erudito? Me gustaría responder así a esta pregunta: la gracia de una mirada de conjunto, una mirada capaz de abarcar el horizonte, de ir más allá.
Podemos captar esta idea precisamente en la página del Evangelio que acabamos de proclamar (Lc 13,10-1), que nos ofrece la imagen de una mujer encorvada que, curada por Jesús, puede finalmente recibir la gracia de una nueva mirada, una mirada más amplia. La condición de la ignorancia, que a menudo está ligada a la cerrazón y a la falta de interés espiritual e intelectual, se asemeja a la condición de esta mujer: está completamente encorvada, replegada sobre sí misma, por lo que le resulta imposible mirar más allá de sí misma. Cuando el ser humano es incapaz de ver más allá de sí mismo, de su propia experiencia, de sus propias ideas y convicciones, de sus propios esquemas, entonces se mantiene prisionero, permanece esclavo, incapaz de madurar un juicio propio.
Al igual que la mujer encorvada del Evangelio, el riesgo es siempre el de quedarse prisioneros de una mirada centrada en nosotros mismos. Pero, en realidad, muchas cosas que importan en la vida —podríamos decir las cosas fundamentales— no nos las damos nosotros mismos, sino que vienen de los demás; nos llegan y las recibimos de los maestros, de los encuentros, de las experiencias de la vida. Y esta es una experiencia de gracia, porque sana nuestros encorvamientos. Se trata de una verdadera sanación que, al igual que le sucede a la mujer del Evangelio, nos permite volver a tener una postura erguida ante las cosas y ante la vida, y mirarlas en un horizonte más amplio. Esta mujer sanada obtiene la esperanza, porque finalmente puede alzar la mirada y ver algo diferente, ver de una manera nueva. Esto sucede especialmente cuando encontramos a Cristo en nuestra vida: nos abrimos a una verdad capaz de cambiar la vida, de distraernos de nosotros mismos, de sacarnos de nuestro encierro.