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La Iglesia y su Misterio en el Vaticano II
Gérard Philips

La cuestión del celibato

La discusión sobre el problema del diaconado hubiera tenido un curso más rápido y menos tumultuoso si no se hubiesen presentado las incidencias del precepto del celibato impuesto en la iglesia latina para las órdenes mayores.

A todos, partidarios u oponentes, parecía una medida inútil la restauración del diaconado permanente en su plenitud si se seguía al mismo tiempo imponiendo el celibato a los candidatos. El fondo del problema estaba en saber si se iba a conferir también la ordenación con la función que de ella dimana, «a varones de edad madura», que son casados o, para decirlo más simplemente con Schamoni, a padres de familia. El concilio se pronunciaría por fin afirmativamente en este sentido por una mayoría más bien escasa.

¿Por qué esta reticencia sino para apartar de todos y cada uno el deseo o la perspectiva de ver a la Iglesia latina poner en cuestión la ley del celibato eclesiástico? Todavía se deducía más claramente esto por la respuesta negativa de la última sub-pregunta: ¿Se puede conferir el diaconado a jóvenes dignos permitiéndoles al mismo tiempo el matrimonio? La respuesta fue categóricamente negativa.

El concilio ha optado, pues, por una solución mixta. Los padres de familia que ofrezcan cualidades de madurez, provistos de una cierta experiencia de vida, que hayan prestado buenos servicios como catequistas y suministrado la prueba de su celo por la fe, que puedan además bastarse para la subsistencia material, no serán excluidos. La última observación parecía a propósito para apartar, en muchos casos, las objeciones de orden económico.

En todo caso, el objetivo está garantizado: el concilio desea hacer nuevamente efectivo el verdadero diaconado, incluso en la Iglesia occidental, con el fin de utilizar los sacramentos en orden al bien por el cual han sido instituidos, y no quiere, en modo alguno, hacer prácticamente inejecutable esta disposición a causa de una ley eclesiástica que excluye de este ministerio a los hombres casados. En sentido inverso, se hizo observar que los laicos, o los clérigos menores quizá, podrían desempeñar las funciones de diácono: de este modo se soslayaría la cuestión del celibato.

Hay que decir que esta solución no da pruebas de realismo sobrenatural, pues priva del sacramento y de la gracia adherente al mismo, a aquellos precisamente que ejercen la función para la cual el sacramento fue instituido. El arreglo equivaldría además a tomar como norma reguladora una medida de excepción.

Algunos padres trataron de abrir una salida ofreciendo la candidatura al diaconado permanente a los religiosos, y en particular a los Hermanos, que ya tienen pronunciado el voto de virginidad. A las congregaciones de Hermanos tocaría decidir si esta proposición les conviene. En la base de este razonamiento hay quizá un error de juicio. En efecto, los religiosos están llamados a la consagración a Dios pero no forman parte del «ministerio», como lo prueba abundantemente el capítulo sexto. Si, a pesar de todo, algunos religiosos reciben el sacerdocio o el diaconado, se crea una situación compleja: nos encontraremos siempre ante «gentes de Iglesia», como se dice corrientemente, pero que pertenecen a dos categorías al mismo tiempo, al ministerio y a la vida religiosa en un instituto establecido en orden a la donación a Dios, donación concretizada generalmente en la vida de comunidad. Así el religioso que entra en el ministerio se halla bajo la autoridad de dos superiores, lo cual no está hecho precisamente para simplificar la situación.

Nadie pone en duda que en nuestros días es muy de desear para el bien de la Iglesia, equipar las grandes aglomeraciones industriales, las regiones misionales dilatadas o cualquier otra forma de diáspora donde el número de sacerdotes es muy restringido, con oratorios suplementarios en que una parte del ministerio pastoral pudiese ser asumida. La dirección se podría confiar a padres de familia, maduros ya por la experiencia de la vida, a catequistas, por ejemplo, a los cuales se conferiría normalmente la ordenación diaconal. Muchos catequistas han prestado eminentes servicios con el desempeño fiel de una tarea eclesial sin haber recibido la ordenación correspondiente destinada al clero. Las circunstancias en que ellos trabajan son idénticas a las de la Iglesia primitiva, época en que los diáconos eran casados.

Podríamos discutir sin fin sobre los diferentes aspectos de este problema, sobre todo, si hacia el futuro, nos basamos en los cálculos de probabilidad: ¿Quién es capaz de proponer una solución sin que antes sea realizada por la experiencia? La respuesta sería además diferente según los tiempos y los lugares.

¿Se puede contar con un número suficiente de vocaciones específicas al diaconado? Tal opción ¿reducirá el número de candidatos al sacerdocio? ¿O lo hará subir gracias a una vida cristiana más intensa y más extendida? ¿Ofrecerán las órdenes despojadas de la obligación del celibato una salida a cierto número de candidatos que en la otra alternativa serían sacerdotes de segunda zona? ¿Es bueno permitir la accesión al diaconado a aquel que se cierra a una eventual vocación al sacerdocio sólo por la atracción del matrimonio? ¿ Se puede renunciar a la ligera al prestigio de que goza el clero católico a causa de su celibato? ¿No se ha de dar más importancia a la libertad espiritual, al desprendimiento y a la disponibilidad de los que se imponen la renuncia de un hogar propio justamente para servir mejor a toda la comunidad?

¿Se puede prever que los nuevos diáconos tendrán más estabilidad en el ejercicio de su misión espiritual por su estado de hombres casados? O ¿no estarán expuestos a más graves presiones en caso de persecución a causa de su familia, lo que podría exponer su fidelidad a una prueba más dura? ¿Se conseguirá ofrecer a estos diáconos la formación necesaria y darles el bagaje intelectual requerido, aun contando con que su sustento material y el de su hogar estén asegurados por una ocupación profesional o con tina designación remunerada de catequista garantizada?

Se puede alargar a voluntad esta lista de preguntas. Pero sólo la falta de espíritu de fe podría inspirarnos el rechazar la experiencia propuesta por el hecho de entrañar ciertos riesgos. Querer descartar todo riesgo equivale a renunciar a la vida. Esta verdad es valida no sólo para los individuos sino también para las comunidades.

No nos detengamos en más consideraciones. Algunos han manifestado alguna aprehensión con respecto al nuevo diaconado como susceptible de acaparar los mejores elementos de la Acción Católica. Pero ¿no se podría hacer la misma objeción contra las votaciones sacerdotales? Sin contar con que los diáconos permanentes podrían revelarse excelentes asistentes espirituales en medio de las agrupaciones apostólicas, aun cuando esta ayuda espiritual no fuese totalmente completa, dado que el diácono no ofrece el sacrificio de la misa ni administra los sacramentos. Pero podría justamente contribuir a la plena liberación de los sacerdotes para estas funciones. Algunos, finalmente, estiman que los diáconos casados estarán más incorporados en la sociedad que los célibes. En el nivel teológico y canónico forman parte del clero, pero en el plano psicológico y cultural pertenecen al pueblo ordinario. Nadie pondrá esto en duda, por más que la suposición de la que se parte no sea del todo exacta. En cualquier hipótesis un modo «de ser diferentes» del clero es de desear. Podemos preguntarnos si esta situación no engendra por fuerza una barrera o un vacío entre los sacerdotes y los fieles seglares. Si estos dos grupos están al mismo nivel bajo todos los aspectos, ninguna riqueza tendrían los sacerdotes que poder ofrecer a los seglares. Guardadas las debidas proporciones, esta consideración se aplica igualmente al diácono casado. A fuerza de subrayar con grandes trazos el calificativo de casado corremos el riesgo de tachar el sustantivo de diácono...

Quizá sea prudente no extendernos demasiado sobre el tema del «puente»: esto supondría que el clero está irrevocablemente ajeno al mundo en el plano sociológico. Por nuestra parte no podemos suscribir incondicionalmente esta aserción. La formación de los seminarios, basada en un riguroso alejamiento del siglo, no parece, sin duda, la más adecuada para preparar el futuro sacerdote a su contacto con el mundo. El celibato refuerza aún más esta reserva, sin la cual la fidelidad a la obligación aceptada se hallaría en peligro. Con todo, este doble inconveniente se podría remediar con otros medios fuera del diaconado casado, que no constituye para el sacerdote sino un «remedio» muy extrínseco, si es que se merece este nombre. La «soledad» del sacerdote, ya lo hemos hecho notar, puede encontrar su solución o su cura por un sentido más agudo de la presencia de Dios y por una efusión de amor comunitario más libremente dado y más auténtico.

La solución del concilio lleva finalmente a la institución de dos clases de diáconos según se consagren al cumplimiento de esta función de una manera temporal o definitiva; los diácónos pueden además ser casados o no. Algunos consagrarán además toda su actividad a esta función, otros dedicarán a su desempeño una parte solamente de su tiempo.

No vamos a volver aquí sobre la cuestión general del celibato del clero secular, que ha sido reservada al papa y no al concilio. No hay duda de que, para los sacerdotes, la consagración a Dios de toda su persona por medio de una existencia virginal, se recomienda casi espontáneamente. Los sacerdotes han optado de modo exclusivo por Dios y al mismo tiempo por el bien de los hombres. El mismo oriente cristiano es consciente de esta verdad: los obispos no pueden ser casados y el matrimonio está prohibido a los que han recibido el sacramento del orden. En la realidad concreta esto implica que los sacerdotes orientales que han quedado viudos no están autorizados a casarse de nuevo. El celibato garantiza a los sacerdotes la libertad necesaria para consagrarse íntegramente al servicio de la comunidad eclesial.

El clima en que hoy vivimos en numerosas regiones no es nada favorable a la práctica de la virginidad por el reino de Dios. La atracción de las soluciones fáciles no está hecha en modo alguno para aconsejar este modo de vida. Y a pesar de todo posee tal fuerza de atracción sobre los hombres y mujeres a quienes inspira un ideal religioso que se presentan por decenas y centenas de miles a la vida consagrada. La vida monacal ejerce una poderosa atracción entre los protestantes, incluso sobre los calvinistas, manifestándose de nuevo entre ellos bajo diversas formas. Por poco difundida que se halle todavía esta renovación, el camino recorrido en la dirección de la antigua institución raya con el milagro, sobre todo cuando pensamos en la vehemencia con que los reformadores se levantaron contra los conventos.

Fuera del catolicismo, la vida consagrada a Dios es conocida y honrada por la mayoría de las grandes religiones. No puede presentarse, pues, el celibato, como un fenómeno casi inhumano. Y si para los religiosos de ambos sexos no es inhumano, podemos aplicar al clero la misma verdad, a condición de tomar las medidas preventivas necesarias para vencer las dificultades inevitables.