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Ejercicio de perfección y virtudes Cristianas
P. Alonso Rodríguez S.I.

Tratado Cuarto
D
e la virtud de la castidad

Capítulo 1

De la excelencia de la virtud de la castidad, y de los grados por donde habemos de subir a la perfección de ella.

Esta es la voluntad de Dios, dice el Apóstol San Pablo (1 Tes 4, 3 y 7), vuestra santificación, vuestra pureza y limpieza: porque no nos ha llamado Dios para que nos demos a deleites de carne, sino para que le sirvamos con pureza y entereza de cuerpo y alma. A la castidad llama aquí el Apóstol santidad: por nombre de santidad o santificación entiende la castidad, como nota San Bernardo. Cristo nuestro Redentor en el sagrado Evangelio la llama virtud celestial y angélica; porque nos hace semejantes a los ángeles (Mt., 22, 30): Después de la resurrección, en aquella vida dichosa y bienaventurada, no habrá casamientos ni bodas, sino todos serán como ángeles de Dios. Y así dice San Cipriano, hablando con unas vírgenes: Lo que después habéis de tener en la gloria, eso comenzáis a gozar en esta vida; porque mientras perseveráis en castidad y limpieza, sois iguales a los ángeles. Casiano, confirmando esto mismo, dice que con ninguna otra virtud, así se hacen los hombres semejantes a los ángeles, como con la castidad; porque con ella viven en carne, como si no la tuviesen, y fuesen espíritus purísimos, conforme a aquello de San Pablo (Rom., 8, 9): [ Vosotros no vivís en carne, sino en espíritu]. Y aun en cierta manera nos aventajamos en esto a los ángeles; porque ellos, como no tienen cuerpo, no es mucho que tengan esa puridad; pero que el hombre que vive en esta carne mortal, que tanta guerra y contradicción hace al espíritu, viva como si no la tuviese y fuese puro espíritu, eso es mucho más.

Es tanto lo que agrada a Dios esta virtud, que haciéndose el Hijo de Dios hombre, y habiendo de nacer de mujer, quiso nacer de madre virgen y consagrada con voto de castidad, como notan los Santos. San Juan, en el Apocalipsis (14, 1), dice que vio en el monte de Sión, que es en el Cielo, a los que guardaron virginidad, en compañía del Cordero, que es Cristo; y que le seguían dondequiera que iba, y le cantaban un cantar nuevo, el cual nadie podía cantar sino los vírgenes. Nota aquí San Gregorio, que dice que los vírgenes están con Cristo en el monte; porque por el merecimiento grande de la castidad están muy levantados en la gloria.

San Jerónimo y San Agustín, tratando de aquella prerrogativa de San Juan Evangelista de ser más especialmente amado de Cristo que los demás discípulos (porque de esa manera le nombra el sagrado Evangelio, el discípulo que amaba Jesús (Jn., 21, 7), dice que la razón de ese amor especial era por ser virgen. Y así lo canta la Iglesia en el oficio de su festividad: [La causa de amarle Jesús era que por su especial prerrogativa de la castidad se había hecho digno de señalado amor, pues como hubiese sido elegido siendo virgen, virgen permaneció perpetuamente]. Y así declaran algunos de él aquello de los Proverbios (22, 11): [El que ama la limpieza de corazón, tendrá por amigo al rey]. Por eso le quería y regalaba tanto el Señor; por eso le recostaba en su pecho; y lo que San Pedro, que era casado, no se atrevió a preguntar a Cristo en la Cena, ruega a San Juan que se lo pregunte. Y el día de la Resurrección, diciéndoles María Magdalena que había resucitado Cristo, él y San Pedro corrieron al momento, pero él llegó primero. Y otra vez, estando en su nave pescando en el mar de Tiberíades, apareciéndoles el Señor en la ribera, no le conocieron los demás, sólo el que era virgen, dice San Jerónimo, con aquellos ojos de águila, conoció al virgen y al Hijo de la Virgen; y dijo a San Pedro: El Señor es. Y, finalmente, estando Cristo en la cruz, en aquel su último testamento, ¿a quién encomendó su Madre Virgen, sino al discípulo virgen?

Pero dejando aparte los loores y excelencias de la castidad, y otras muchas cosas que de ella pudiéramos decir, porque pretendo ser muy breve en este tratado, imitando a nuestro Padre San Ignacio, Casiano pone siete grados de castidad, por los cuales, como por escalones, habemos de procurar subir hasta llegar a la perfección y puridad de esta virtud celestial y angélica. El primero es que estando el hombre velando, no se deje vencer ni llevar de ningún pensamiento o movimiento feo y sensual. El segundo, que no se detenga en semejantes pensamientos, sino que en viniendo, luego los sacuda de sí. El tercero, que no se mueva ni altere poco ni mucho con la vista de ninguna mujer. Este grado es de grande perfección y no tan común como los primeros, por la grande flaqueza y corrupción de nuestra carne, que en semejantes ocasiones luego se alborota. El cuarto es que no consienta en ninguna manera que el demonio se le suba a las barbas estando despierto; y que velando no permita en sí ni un simple movimiento de carne.

El quinto, que cuando fuere menester tratar de cosas de esta materia, o estudiarlas, o leerlas, pase por ellas con un ánimo sosegado y puro, y no tenga más movimiento con la memoria de estas cosas, que si tratase de ladrillos, de sembrar o edificar, u otra cosa semejante. Este grado tuvo muestro Padre San Ignacio perfectísimo desde el principio de su conversión, como leernos en su Vida. El sexto grado es que ni aun durmiendo tenga ilusiones, ni representaciones, ni fantasmas de cosa deshonesta. Esto arguye gran puridad, porque es señal que ni aun especie de ello hay en la memoria; y lo contrario, aunque no sea pecado por estar durmiendo, pero es señal que el apetito sensual no está del todo vencido y sujeto, ni borrada la memoria de semejantes cosas. El séptimo y último grado, dice Casiano, que es de pocos, como de un abad Sereno y otros semejantes, a quien el Señor quiere hacer esa merced; y es, cuando uno ha llegado a tanta pureza, que ya ni velando ni durmiendo siente en sí ni aun los movimientos que con causas naturales suelen acontecer; de manera que con la fuerza de la gracia está quieto, pacíficamente sujeto el apetito; gozando ahora la naturaleza flaca y enferma parte de aquella felicidad y privilegios, que tuvo en el primer estado de la inocencia; conforme a aquello del Apóstol San Pablo (Rom., 6, 6): [Para que sea destruido el cuerpo del pecado]. Quítasele al pecado en éstos, con la gracia del Señor, la fuerza y señorío que suele tener, ya que no sienten movimiento ninguno desordenado, ni cosa que huela a eso, sino viven en carne, como si no la tuviesen.

Pero no queremos con esto decir que sea contra la perfección de la castidad sentir algunos movimientos de éstos, velando y durmiendo, porque eso es cosa natural, y en varones perfectos confiesa allí Casiano que los puede haber; aunque a algunos siervos suyos hace el Señor merced de darles aquel perfectísimo don de castidad; otros, con la gracia del Señor apenas sienten cosa alguna de éstas; otros, en ofreciéndose algo, se sosiegan y quietan luego tan fácilmente, corno si no hubiese habido nada. Y todo esto es «imitar la puridad angélica», que es lo que nuestro Padre en las Constituciones nos pone por blanco, a donde habemos de asestar y poner los ojos. Y nótese aquella palabra enitendo, porque eniti no sólo quiere decir procurar y trabajar, sino trabajar forcejeando, haciéndose violencia, como se hace en cosas dificultosas para vencerlas. Quiérenos enseñar y avisar en esto, que para llegar a esta pureza de los ángeles, es menester trabajar con todas nuestras fuerzas, y que tomemos este negocio muy de atrás, ejercitándonos en el ejercicio de todas las virtudes, y particularmente en la mortificación; porque aunque esto ha de ser don de Dios, y ningunas diligencias humanas basten para ello, pero quiere el Señor que nosotros hagamos lo que es de nuestra parte, y de esa manera nos quiere Él dar este don.

Capítulo 2

Que para conservar la castidad es necesaria la mortificación y guarda de los sentidos, y especialmente de los ojos

Casiano dice1 que era resolución de aquellos Padres antiguos, probada con muchas experiencias, que no podría uno refrenar ni vencer este vicio ni apetito de la carne si no es acostumbrándose a mortificar y quebrantar su propia voluntad en todas las cosas. Y San Basilio y otros Santos van probando muy a la larga, que para alcanzar y conservar la puridad y perfección de la castidad es menester el ejercicio de todas las virtudes, porque todas ellas sirven y ayudan y hacen la guardia a esta virtud. Pero de esto habemos ido tratando por todo el discurso de esta obra, especialmente en la segunda parte; y así ahora solamente diremos algunas cosas particulares, que nos ayudarán mucho para esto. Y sea la primera, que si queremos alcanzar la perfección y pureza de la castidad y conservarnos en ella, es menester que tengamos mucha cuenta con guardar las puertas de nuestros sentidos, y particularmente los ojos, porque por ahí entra el mal en el corazón. San Gregorio2, sobre aquello de Isaías (60, 8): ¿Quién son éstos que vuelan como nubes, y como palomas se recogen a sus ventanas?, dice que los justos se dicen volar como nubes, porque se levantan de las cosas de la tierra; y dícense recogerse como palomas a sus ventanas o agujeros, porque, guardándose de no salir fuera a mirar por estas ventanas de los sentidos las cosas exteriores que pasan allá fuera, están guardados de codiciarlas. Empero los que livianamente salen a mirar por esas ventanas de los sentidos las cosas del mundo, muchas veces son llevados de los deseos de ellas. El Profeta David, aunque santo y acostumbrado a volar como nube a la consideración de los misterios altos y divinos, porque no tuvo recato en el mirar, llevole tras sí lo que miró (Jerem., 9, 61): Entró la muerte del pecado por aquellas ventanas de sus ojos, y robó y despojó su alma (Thren., 3, 51) y la mató. Dice San Gregorio: No conviene mirar lo que no es lícito desear; porque os llevarán las cosas tras sí, si las miráis, arrebatarán y robarán vuestro corazón; y cuando menos pensáredes, os hallaréis preso y cautivo.

Por eso el santo Job (31, 1) se previno muy bien en esto: Hice concierto con mis ojos de no pensar en mujer. Dice San Gregorio: ¿Qué manera de concierto es éste, hacer concierto con los ojos de no pensar? Con el entendimiento y con la imaginación parece que había de hacer ese concierto de no pensar; con los ojos, de no mirar. No, dice, sino con mis ojos hice concierto de no pensar en mujer; porque sabía muy bien el santo Job que por ahí entran los malos pensamientos al corazón; y que teniendo él guardados los ojos y las puertas de sus sentidos, tendría guardado el corazón y el entendimiento. Por eso dice que hizo concierto con sus ojos de no pensar en mujer. Y así si vos queréis no tener pensamientos deshonestos, es menester que tengáis ojos castos y honestos, y que hagáis concierto con vuestros ojos de no mirar lo que no es lícito desear. Pondera San Crisóstomo3 sobre estas palabras: ¿Quién no se maravillará, viendo a este gran varón que hizo rostro al demonio, y peleó cara a cara con él, y venció todas sus máquinas y asechanzas, y no se atreve a carear con una doncella? Para que entendamos, dice, cuán necesario nos es el recato en estas cosas, por más religiosos que seamos.

El santo abad Efrén dice4 que tres cosas ayudan mucho a la virtud, y especialmente para la pureza de la castidad: la templanza, el silencio y la guarda de los ojos. Y aunque guardéis las dos primeras, si no guardáis los ojos, no será firme vuestra castidad. Porque así como cuando se quiebran los arcaduces, se derrama y pierde por allí el agua, así también, cuando los ojos se derraman y distraen, se pierde la castidad. Otro Santo dice5 que la vista de la mujer es una saeta tocada con hierba venenosa, que, luego hiere el corazón; y que así como una centella, que cae en unas pajas, si se detiene y no se sacude luego, levanta grande llama, así es el pensamiento malo causado de esa vista.

De San Hugón, obispo de Grenoble, refiere Surio que fue tan extremado su recato en esto de mirar mujeres, que con haber sido obispo más de cincuenta años, y confesar muchas mujeres, y tratar muchos negocios con muchas señoras principales, que no sólo de su obispado, sino de otras muchas partes acudían a él por la fama de su santidad y por razón de su oficio, nunca había mirado mujer alguna al rostro de manera que la pudiese conocer de vista, y así no conocía de rostro a ninguna mujer, sino a una vieja fea que servía en su casa. Y decía él que era menester andar con este cuidado, porque no se puede guardar el corazón de pensamientos malos, si no se guardan los ojos. Y de San Bernardo se lee que una vez se descuidó un poco en mirar una mujer, sin advertir lo que hacía; y cuando cayó en la cuenta, quedó tan corrido y avergonzado de sí mismo, que siendo invierno se arrojó en un estanque de agua helada, que estaba cerca, hasta la garganta, y estuvo en él hasta que le sacaron medio muerto.

Capítulo 3

Que en esta virtud de la castidad especialmente es necesario hacer mucho caso de cosas pequeñas

Cuanto esta virtud de la castidad es más alta y preciosa, tanto es menester mayor cuidado y diligencia para conservarla. En todas las cosas importa mucho hacer caso de cosas pequeñas y menudas, porque, como dice el Sabio (Eccli., 19, 1): El que menosprecia las cosas pequeñas, poco a poco vendrá a caer en las grandes; pero especialmente en esta virtud es esto más necesario, porque cualquier cosa, por pequeña que sea, desdora mucho la castidad. Vemos acá comúnmente en las cosas preciosas y hermosas que cualquier falta las afea, y tanto más cuanto más excelentes y hermosas son. Pues así es en la altísima y hermosísima virtud de la castidad; y aun podemos decir que no hay virtud ninguna más tierna ni más delicada en esto.

Compara un Santo, Fray Gil, la castidad a un espejo muy resplandeciente, que con un liviano soplo o anhelito se cubre de paño y pierde su lustre y resplandor; así la castidad, por cosas muy pequeñas, pierde su resplandor y hermosura. Por lo cual es menester que andemos con mucho recato, mortificando los sentidos, y cortando y atajando luego el mal pensamiento, y huyendo de la ocasión. Porque así corno la llama deja rastro de sí dondequiera que toca, más o menos, según se detiene, y sino quemó, a lo menos tiznó así estas cosas, si no llegan a quemar, bastan para tiznar, porque despiertan en el alma imaginaciones y pensamientos contrarios a la castidad, y en el cuerpo movimientos feos y desordenados.

Con mucha razón dijo nuestro Padre1 que lo que toca a la castidad no quiere interpretación. No se puede uno fiar: Hasta aquí no me quemaré, y si tantico voy adelante, sí; hasta aquí es lícito, y si paso un poco más adelante, será ilícito. Ni se puede decir en materia de castidad: Hasta aquí llegaré y no pasaré adelante; porque cuando menos os catéis, pasaréis adonde nunca pensasteis. Quien se echa por un resbaladero, piensa llegar solamente al puesto, y el peso del cuerpo y ser la piedra tan deleznable, le hace ir adelante, aunque no tuvo tal intención al principio. Así es acá; es este gran resbaladero, y el peso e inclinación de nuestra carne a eso muy grande. No permite la delicadeza de esta virtud que nos acerquemos tanto al daño, y nos pongamos en esos peligros. Es éste un tesoro preciosísimo y tenémosle depositado en vaso terrizo (6 Cor., 4, 7), que a un tris no tenemos nada. Y así es menester andar con mucha solicitud y diligencia, atajando por todas las vías los pasos a todo movimiento desordenado, por donde esta pasión pueda venir a enseñorearse de nuestro corazón.

De uno de aquellos Padres antiguos se lee2 que tenía gran don de castidad, y andaba con todo eso con mucho cuidado y recato, aun en las ocasiones pequeñas, en desechar el pensamiento malo luego al principio, en el mirar, en el conversar y tratar. Decíanle sus compañeros: Padre, ¿por qué temes tanto, pues te ha fortalecido el Señor con el don de la castidad? Respondía el Santo: Mirad, si yo hago lo que debo y lo que es de mi parte en estas cosas pequeñas y menudas, el Señor me ayudará para que nunca venga a caer en cosas mayores; pero si yo soy negligente y me comienzo a descuidar en estas cosas, no sé si me ayudará a lo menos mereceré que me deje el Señor de su mano, y así venga a caer. Y por eso, dice, no me querría descuidar en nada, sino hacer siempre lo que es de mi parte en todas las cosas, aunque parezcan pequeñas y menudas.

Y de Santo Tomás de Aquino cuenta Surio que con haber recibido de Dios sobrenaturalmente el don de la castidad, y no sentir ya tentaciones contra ella, y haberle dicho los ángeles que no perdería la castidad recibida, con todo eso ponía sumo cuidado en guardar los ojos de la vista de mujeres, y en cualquiera otra cosa que le pudiese dañar. Pues así lo habemos de hacer nosotros, si queremos conservarnos en la puridad y perfección de esta virtud; y si no, podemos temer con mucha razón la caída. Y eso es lo que dijo el santo Job, cuando diciendo (31, 1-6): Hice concierto con mis ojos, púseles ley que no mirasen mujer, por excusar el mal pensamiento que de ello me podía venir; añadió: Porque si así no lo hiciera, ¿qué parte tuviera Dios en mi? Como si dijera: Si este cuidado no tuviera de recatarme, y huir las ocasiones, y desechar el mal pensamiento, y hacer caso de cosas pequeñas, viniera a caer en algún mal deseo, con lo cual perdiera a Dios.

Hase el demonio en esto como un ladrón principal, cuando quiere robar una casa cerrada, que si ve algún agujero o ventanilla por donde él no puede entrar, echa un muchacho ladroncillo, para que entre y abra la puerta para hacer su hecho. Y así el demonio echa los malos pensamientos, y la vista liviana, y otras cosillas semejantes, como ladroncillos que le abran la puerta para entrar. Y así importa grandemente andar con mucho recato, huyendo y previniendo muy de lejos las ocasiones; y cualquier cuidado que en esto se ponga será muy bien empleado.

Casiano trae a este propósito aquello del Apóstol San Pablo (1 Cor., 9, 25): [Todo luchador se abstiene de todo lo que es impedimento para la lucha]. Dice Casiano3: Si aquellos atletas que jugaban y corrían en aquellos juegos olímpicos, por no debilitar ni disminuir las fuerzas que eran menester para ellos, se abstenían de comida que les pudiese dañar, y se guardaban de la ociosidad, y se daban a ejercicios con que pudiesen acrecentar las fuerzas; y no sólo eso, sino que para estar más ligeros y fuertes, se ponían en los riñones planchas de plomo, para que ni entre sueños tuviesen movimiento ni ilusión, ni les acaeciese cosa por la cual se les perdiesen o disminuyesen las fuerzas y vigor; y todo esto hacían para alcanzar un premio y una corona corruptible y perecedera; ¿qué será razón que hagamos nosotros para alcanzar esta virtud angélica y celestial, y una corona eterna que ha de durar para siempre jamás?

Capítulo 4

Que especialmente en la confesión habernos de hacer caso de cualquiera cosa que sea contra la castidad

San Buenaventura, tratando de la confesión, da una doctrina general y muy importante para todos: dice1 que se guarden todos mucho y no dejen de confesar algunas cosillas vergonzosas que suelen acontecer, con decir: esto no es pecado, o, a lo menos, no será mortal, y los pecados veniales no estamos obligados a confesarlos; porque han entrado por aquí grandes males, y a muchos les ha sido esto principio de perdición. Dios os libre de dar esta entrada al demonio, y abrirle este portillo, que no ha menester él más para hacer su hecho. Presto, juntándose la vergüenza con la vileza de la cosa, os hará creer que no fue pecado lo que lo era, o a lo menos había duda si lo era, y que lo dejéis de confesar. Y en gente que ha sido buena y que no suele tener pecados mortales, suele reinar más esta vergüenza cuando les acontece algo; porque como la soberbia y apetito de estimación nos es tan con natural y está tan arraigada en las entrañas, revive entonces y siente uno mucho caer de su reputación y perder la buena opinión que tenía de él su confesor; y eso le hace andar buscando razones para persuadirse que aquella bajeza, de la que tan afrentado se halla ahora en decirla, no llegaría a pecado mortal, y que así no estará obligado a confesarla.

Otras veces, ya que del todo no la calle, es causa que la diga tan diminutamente y por tales términos y rodeos, que casi no se entienda, o, a lo menos, no parezca tan grave; que es como si no la dijese. Porque lo que se confiesa hase de confesar claramente, de manera que el confesor entienda la gravedad del pecado. Y si uno confiesa alguna cosa de manera que no parezca pecado, o de manera que no se entienda la gravedad y circunstancia necesaria, es como si del todo la dejase de confesar. Ciégales y engáñales la vergüenza, o, por mejor decir, la soberbia, para que no se declaren del todo. Poco dolor tiene de sus culpas, o ninguno, el que aun para decirlas y declararlas a su confesor no tiene virtud. Esa vergüenza y afrenta ha uno de ofrecer en recompensa y satisfacción de la culpa que ha cometido, para aplacar con eso a Dios nuestro Señor; y sólo el sentir repugnancia y dificultad en decir la culpa, había de bastar para tenerse uno por sospechoso, y entender que conviene decirla, aunque no hubiese más en ello de vencer esa repugnancia y mortificarse, y que no salgan la carne ni el demonio con la suya.

Especialmente que hay muchas cosas en esta materia de castidad que los que no saben piensan que no son pecados mortales, y realmente lo son. Y otras hay que no es fácil determinar si llegan a eso o no, porque son muy dudosas2. Muchas veces el mismo confesor, por docto que sea, no se sabe determinar si llegó a mortal o no, ¿cómo se ha de atrever el penitente, en su propia causa, a atropellarlo, y determinarse que no llegaría a tanto, y dejarlo de confesar? En grande peligro se pone este tal, particularmente cuando parece que tiene inclinación a dejarlo, y querría, si pudiese deshacerlo, y que no pareciese tanto, por la vergüenza que tiene en decirlo. No me atrevería yo a asegurarlo. Y no es menester otro testigo mejor que la conciencia propia de cada uno; porque el que se acusa en la confesión de otras cosas menores, no puede dejar de quedar con remordimiento, viendo que deja de decir aquello que sabe que es más que todo esotro. Y a la hora de la muerte no os atreveríades vos a dejar de declarar esto; pues no os atreváis tampoco ahora; porque de esa manera nos habemos de confesar y hacer siempre todas nuestras obras, como si luego nos hubiésemos de morir. San Gregorio dice3 que es señal de buenas almas temer culpa, aun donde no la hay. Así también es señal de no buenas almas el no temer culpa donde hay que temerla.

Algunos dicen: Déjolo por no hacerme escrupuloso. Ese es otro engaño que suele poner el demonio. Esto no es hacerse uno escrupuloso; porque menores cosas que ésas confiesan y han de confesar los que tratan de virtud, no por necesidad ni por escrúpulo, sino por devoción y reverencia al Santísimo Sacramento.

Es tanta la puridad con que habemos de andar en esto, que aun de lo que no es culpa, es consejo de varones espirituales que se acuse uno en esta materia: Acúsome, Padre, que he tenido tentaciones deshonestas. Y si os parece que tuvisteis negligencia en resistirlas, habéislo de decir: Paréceme que tuve alguna negligencia en admitirlas o en desecharlas; aunque no sea sino muy ligera y muy venial; y es muy ordinario haber alguna culpa y negligencia en ellas, por ser muy pegajosas. Pero aunque os parezca que no habéis tenido culpa, podéis decir: Acúsome que he tenido muchos pensamientos y tentaciones deshonestas; añadiendo: Paréceme, por la misericordia del Señor, que hice lo que era de mi parte, y que no tuve culpa en ello. Corno también aconsejan que se confiese uno de esa manera de los malos pensamientos que le vienen contra Dios y sus Santos y contra la fe.

Y aun de menos que eso dicen que se ha uno de acusar en esta materia; como de lo que acontece durmiendo, donde no hay culpa ninguna, porque sin libertad no la puede haber; con todo eso, es buen consejo que se acuse y se humille de esa ilusión, aunque no es de necesidad, no habiendo dado causa ni teniendo culpa ninguna en ello; y así, los temerosos de Dios usan el reconciliarse de eso antes de comulgar, por reverencia de tan alto Sacramento. Aún allá tratan los teólogos si se dejará por eso la Comunión, y dicen que será más reverencia dejarla para otro día, si no hay alguna causa particular, como la hay en un religioso, cuando comulga toda la comunidad, y sería nota si él no comulgase; pero ya que se le da licencia para comulgar, es bueno guardar el consejo dicho.

Capítulo 5

Cuan vehemente y peligrosa es la pasión del amor, y cuanto la debemos temer

Una de las cosas que hay más que temer es la pasión del amor, porque como es la más principal y más vehemente de las pasiones, es más dificultosa de regir; y así es mayor el peligro que corremos de ser llevados y despeñados de ella.

El bienaventurado San Agustín1 declara bien la fuerza y vehemencia de esta pasión, y cuánta razón hay de temerla, con dos ejemplos graves de la sagrada Escritura. El primero es de nuestro padre Adán. Pregunta el Santo: ¿Qué es la causa que Adán obedeció a la voz de su mujer y quebrantó el mandamiento de Dios, comiendo del árbol vedado? ¿Por ventura fue engañado Adán, creyendo que si comía de aquella fruta sería como Dios, como había dicho la serpiente a Eva? No es de creer, dice, que siendo Adán dotado de tan alta sabiduría, pudiese ser engañado de manera que creyese tal cosa. Y así dice el Apóstol San Pablo (1 Timot., 2, 14): No fue engañado Adán como Eva de manera que creyese esto. Y así nota San Agustín que cuando preguntó Dios a Eva: [¿Por qué hiciste esto?] respondió ella: La serpiente me engañó, y así, comí. Pero cuando preguntó a Adán, no respondió él: La mujer que me diste me engañó, y así, comí; sino responde (Gen., 3, 12-13): Señor, la mujer que me disteis por compañera me dio esa fruta, y la comí. Cobró tanto amor y tanta afición a su mujer, que por no contristarla, hizo lo que le pidió. De esta manera fue el engaño de Adán, el amor le engañó. Y eso no porque fuese vencido de la sensualidad y concupiscencia de la carne, dice San Agustín, porque entonces no había esa rebelión en ella; sino llevado de un amor y benevolencia amigable, por la cual algunas veces, por contentar al amigo, descontentamos a Dios. De manera que por aquí entró el pecado en el mundo y con él la muerte y todos los males y trabajos.

El segundo ejemplo es de Salomón. ¿Quién, dice San Agustín, hizo caer a Salomón en tan gran desatino, que viniese a ser idólatra? No es de creer que un hombre a quien Dios había dado tanta sabiduría creyese que había alguna divinidad en los ídolos ni provecho alguno en honrarlos. ¿Pues quién le hizo que viniese a hacer un disparate tan grande como adorarlos y ofrecerles incienso? ¿Sabéis quién? El amor. Y esto dícenoslo claramente la misma Escritura divina (1 Reg., 11, 1): Amó con ardentísimo amor mujeres idólatras, con las cuales había Díos mandado a los hijos de Israel que no se mezclasen, porque sin duda los pervertirían y harían que viniesen a adorar sus dioses. No obedeció Salomón a este mandamiento de Dios, y así le sucedió lo que Dios había dicho; porque en tomando una mujer de aquéllas, edificaba un templo al ídolo que ella adoraba; y tomando otra, edificaba otro a su ídolo, y así todas las demás. Ellas adoraban allí a sus ídolos, y el rey Salomón, con toda su gravedad y sabiduría, los adoraba también, juntamente con ellas y les ofrecía incienso, no porque entendiese que había allí que reverenciar, dice San Agustín2, sino vencido y ciego del amor, por no contristar a sus amores, por darles gusto y contento a las que tanto amaba: el amor pervirtió su corazón.

Por esto los Santos y maestros de la vida espiritual nos avisan que nos guardemos mucho de esa pasión y de todas las ocasiones que nos pueden llevar a eso. Y aunque el amor parezca bueno, y sea con personas de mucha virtud y santidad, y aunque el trato y conversación sea de cosas buenas y espirituales, y les parezca a los que así tratan que se aprovechan y ayudan mucho en su espíritu con la tal conversación; con todo eso, anden con mucho cuidado y recato, porque doctrina es común de los Santos y la trae San Buenaventura3, que el amor espiritual suele fácilmente degenerar y adulterarse, y de espiritual convertirse en carnal y sensual; y aunque al principio sea vino, se mezcla después con agua; y lo que era bálsamo, se falsifica con mezcla de otros licores bajos y viles, conforme a aquello de Isaías (1, 22): [Tu vino, mezclado está con agua]. Antes, ése es el medio y el cebo que el demonio suele tomar para engañar a uno, y llevarle poco a poco a donde él quiere.

Dice muy bien San Buenaventura4 que hace el demonio en esto lo que dijo el otro arquitriclino, que al principio pone el buen vino, y después lo peor. Al principio háceles creer que todo es devoción y espíritu, y que se aprovecharán de aquella conversación y familiaridad; y cuando los tiene ya enternecidos y rendidos, y parece que hay prendas, entonces descubre su ponzoña: fue el cebo aquello primero para cogerlos en el garlito. Y no se cansa el demonio, dice San Buenaventura, de entretener mucho tiempo a uno en aquel cebo, que parece bueno; todo lo da por bien empleado a trueque de alcanzar después lo que desea, que es que el amor espiritual venga a parar en carnal y sensual. ¡Oh cuántos, dice el Santo, han trabado conversación y amistad con algunas personas, so color de espíritu, pareciéndoles que todo aquel trato era de Dios y espiritual, y que aprovechaban sus almas con aquello, y por ventura al principio era así, y poco a poco fue desdiciendo y degenerando aquel amor, y comenzaron a tratar pláticas impertinentes de cosas livianas y ridículas. Comenzaron en espíritu y acabaron en carne (Galat., 3, 3).

Cuenta Gerson5 de un siervo de Dios de grandes prendas, así en letras como en virtud, que trataba con una religiosa, sierva de Dios, santamente y de cosas provechosas a su alma; pero poco a poco con la conversación y el trato creció el amor, pero no en el Señor, sino de tal manera, que no se podía contener de irla a visitar muchas veces y estar con ella muchos ratos; y cuando no estaba con ella, apenas podía dejar de estar pensando en ella; y con todo eso, estaba tan ciego el buen hombre, que le parecía que no había allí ningún mal ni engaño alguno del demonio, porque decía que no le pasaba por pensamiento cosa ninguna mala; que es una excusa con que muchos se suelen cegar y andar engañados; y así lo andaba éste, hasta que le fue forzado, por cierta ocasión que se ofreció, hacer un camino largo. Entonces al apartarse sintió el siervo de Dios que aquel amor no era puro ni casto, y que si Dios no le quitara la ocasión con aquella ausencia, estaba muy cerca de caer en grande mal. Y así, dice allí Gerson, tratando del peligro y engaño grande que hay, en el amor, que no es oro todo lo que reluce, ni todo caridad lo que lo parece. Y refiere de una persona de mucha santidad, que decía que no había cosa de que tuviese más temor y más sospecha que del amor, aunque sea con personas de mucha virtud y santidad, y trae aquello del Sabio (Prov., 16, 25): Hay algunos caminos que le parecen al hombre derechos, y no son sino muy torcidos, y que van a parar en mal. Así, dice, suele ser este camino.

Capítulo 6

De algunos remedios contra las tentaciones deshonestas

En la seguida parte, en el tratado cuarto, de las tentaciones, dijimos de algunos remedios para estas tentaciones, y otros remitimos a este lugar, de que trataremos ahora.

Cuanto a lo primero, el medio de la oración es de los más principales que la divina Escritura y los Santos nos dan para todas las tentaciones, y el mismo Cristo nos lo enseña en el Evangelio (Mt., 26, 41): Velad y orad porque no entréis en la tentación. Dice San Beda que así como el ladrón en oyendo voces huye y todos se levantan y vienen a socorrer, así el clamor de la oración hace huir al demonio, y despierta a los ángeles y a los Santos bienaventurados para que vengan en nuestro socorro y ayuda. De San Bernardo leemos que viniéndole a robar la castidad, dio voces: ¡Ladrones, ladrones!, y con eso huyó el ladrón. Pues si al clamor y apellido de los hombres huye el ladrón, ¿cuánto más aquel tan antiguo como astuto ladrón, que procura robar las riquezas espirituales de nuestra alma, huirá a los clamores y apellidos que levantamos a Dios y a sus Santos?

Especialmente es singularísimo remedio para esto el acogernos a pensar en la Pasión de Cristo y escondernos en sus llagas. San Agustín dice1: No hay medicina ni remedio más poderoso y eficaz contra las tentaciones deshonestas, como pensar en la Pasión y muerte de Cristo nuestro Redentor. En ninguna cosa, dice, hallé tan eficaz remedio como en acogerme a las llagas de Cristo; allí duermo seguro y allí torno a revivir. Nota y pondera muy bien un doctor grave que por eso no dijo el Evangelista (Jn., 19, 34) que fue herido el costado de Cristo, sino que fue abierto, para que entendamos que está abierto el camino para entrar en el corazón de Cristo, y que allí ha de ser nuestro refugio y guarida (Cant., 2, 14), en aquellos agujeros de aquella piedra que es Cristo.

San Bernardo2 pone también este remedio, y dice: Cuando sintiéredes esta tentación, acogeos luego a pensar en la Pasión de Cristo, y decid: Mi Dios y mi Señor está clavado en una cruz, ¿y tengo yo de darme a deleites y pasatiempos? Como dijo aquel criado fiel, que diciéndole el rey que fuese a descansar y holgar a su casa, respondió (2 Sam., 11, 11): El arca de Dios y mi señor y capitán Joab están en el campo, y debajo de tiendas, ¿y téngome yo de ir a comer y holgar a mi casa? Nunca Dios tal quiera. Así habemos de decir nosotros: Vos, Señor, estáis en esa cruz y pagáis ahí los deleites que los hombres toman pecando: no quiero yo tomar placer tan a costa vuestra.

Otros se ayudan en estas tentaciones de la memoria y consideración de los novísimos, conforme a aquello del Sabio (Eccli., 7, 40): En todas tus obras, acuérdate de tus postrimerías y no pecarás. Unos se aprovechan de la consideración del infierno, ponderando aquello que dice San Gregorio: Un momento dura lo que deleita, y eternamente lo que atormenta. Ahondar en aquella eternidad, en aquel «para siempre jamás, mientras Dios fuere Dios», es medio muy eficaz para no pecar, conforme a aquello del Profeta (Sal., 54, 16): [Desciendan vivos al infierno]. Bajar ahora vivos al infierno con la consideración, ayuda para no bajar allá después de muertos. Otros se ayudan de la consideración de la gloria, pareciéndoles desatino, como lo es, por un breve deleite trocar a Dios y perderla gloria para siempre. Y ¿qué mayor locura puede ser que dejar de hacer lo que nos manda Dios, convidándonos con la gloria por ello, por hacer lo que el demonio quiere, convidándonos con el infierno por ello? Otros sienten mucho provecho acordándose de la muerte y del juicio final. Todas son muy buenas consideraciones: cada uno ha de acudir a aquello en que sintiere más provecho: y unas veces lo sentirá en uno, otras en otro: y así nos habemos de ayudar de todo.

También ayuda mucho en estas tentaciones hacer la señal de la cruz en la frente y en el corazón, y llamar con devoción el santo nombre de Jesús; y se han visto efectos admirables con esto, y milagros muchos, que tenemos en las historias.

La devoción de nuestra Señora para todo ayuda, y así no ha de haber nadie que no la tenga y acuda luego a esta soberana Virgen con mucha confianza, porque no puede dejar de ser misericordiosa la que tuvo por espacio de nueve meses encerrada en sus entrañas la misma misericordia. Al fin es Madre de misericordia y abogada de pecadores, a los cuales ama, porque ve cuánto su Hijo los amó, y por cuán caro precio los compró; y sobre todo esto ve que los pecadores fueron ocasión de que el Verbo Eterno tomase carne en sus entrañas y ella fuese Madre de Dios, y por esto los mira con ojos más piadosos, e intercede por ellos a su Hijo, y alcanza de Él todo lo que quiere. Porque ¿qué podrá negar el hijo a su madre, y tal Hijo a tal Madre? De donde vino a decir San Bernardo3 aquella sentencia tan célebre: Calle tus alabanzas Virgen gloriosa, el que te hubiere invocado en sus trabajos y necesidades, y se acordare no le haber acudido.

Pero aunque para todas las tentaciones y ocasiones es este remedio muy eficaz, eslo muy particularmente para ésta de que vamos tratando, por agradarle tanto a la purísima Virgen la pureza y castidad. Algunos doctores dicen que la pureza virginal tan subida que tuvo San Juan Bautista, que dicen que ni aun pecado venial tuvo contra ella, le vino de la visita de esta Señora que estuvo tres meses con Santa Isabel. Aquélla fue visita corporal y espiritual, dice San Ambrosio4: [Que no fue la amistad ni el parentesco la causa única por que la Virgen quedó tanto tiempo en casa de su prima, sino también el provecho de tan gran Profeta]. Y si de la primera visita se siguió tan grande bien, que el niño se regocijó en el vientre de su madre y quedó santificado, y Santa Isabel fue llena del Espíritu Santo, en oyendo la salutación de la Virgen, ¿cuál pensáis, dice, que sería el fruto y provecho de la presencia y conversación de tanto tiempo?

El B. Padre Maestro Ávila dice5 haber visto muchos efectos y provechos notables en personas molestadas de esta tentación, por medio de la Virgen nuestra Señora, por rezarle alguna cosa cada día en memoria de la limpieza virginal con que concibió y parió al Hijo de Dios: son muy a propósito para esto aquellos versos que le canta la Iglesia:

[Virgen, que después del parlo permaneciste inviolada.
Virgen, que eres de Dios Madre, sé con Dios nuestra Abogada.
Virgen benigna entre todas, singular como ninguna, haznos benignos y castos y libres de toda culpa].

Donde, poniéndole delante su inmaculada y perpetua virginidad, le pedimos nos alcance esta virtud, para que así agrademos a Ella y a su preciosísimo Hijo.

También es muy buen remedio la devoción con los Santos y con sus reliquias. Cuenta Cesáreo6 una cosa que dice se la contó el mismo a quien le pasó, que fue un religioso de su Orden cisterciense, llamado Bernardo. Este, antes de entrar en la Religión, yendo cierto camino, dice que llevaba consigo colgada al cuello una cajita de reliquias de los santos mártires San Juan y San Pablo. Yendo su camino, vínole una tentación deshonesta; él entonces no miraba tanto en eso, y descuidábase de resistir a la tentación y de sacudir de sí aquellos malos pensamientos que le venían. Y comenzaron las santas reliquias, con su cajita, a darle golpes en los pechos; y con todo eso no caía en la cuenta ni echaba de ver en ello; y como cesase la tentación, cesaron también los golpes. De allí a otro poco tornó la tentación, y tornaron luego los golpes de las santas reliquias, como si le dijeran que advirtiese y desechase de sí aquellos malos pensamientos. Entonces cayó en el aviso y recuerdo que le daban, y procuró con diligencia resistir a la tentación.

También es muy buena devoción, y ayuda mucho para esto, visitar muchas veces al Santísimo Sacramento del altar, y pedir allí al Señor ayuda y favor para salir con victoria; y, sobre todo, el recibir a menudo este divino Sacramento es singularísimo remedio conforme a aquellas palabras del Profeta (Sal. 22, 5): Preparasteis, Señor, y pusísteisme delante una mesa, la cual me da virtud y fortaleza contra todos los que me persiguen. Para todas las tentaciones, dicen los Santos, que éste es gran remedio; pero particularmente para vencer las tentaciones de la carne y conservar la castidad; porque este divino Sacramento mitiga el fomes peccati, cebo e incentivo del pecado, disminuye y apaga los movimientos de la carne, y los ardores de la concupiscencia, como el agua al fuego, dice San Cirilo. Y traen para esto aquello del Profeta Zacarías (9, 17): [Porque ¿qué es lo bueno de Dios y qué es lo hermoso del Señor, sino el pan de los escogidos, y el vino que engendra vírgenes?], de lo cual dijimos en su lugar7.

Capítulo 7

Que la penitencia y mortificación de la carne es muy propio y principal remedio contra la tentación.

El bienaventurado San Jerónimo, dice1: Los ardientes y encendidos deseos y movimientos de la carne, con vigilias y ayunos, con penitencias y asperezas, se han de refrenar y apagar; y así lo hacía él. Y de San Hilarión, cuenta el mismo San Jerónimo que, siendo fatigado de tentaciones de carne y de pensamientos torpes, se airaba con su cuerpo y decíale: Yo te haré, asnillo, que no tires coces, porque te quitaré la cebada y te daré solamente paja; matarte he de hambre y de sed; pondréte cargas pesadas, fatigarte he con calores y hielos, para que así pienses antes en la comida que en la lascivia. Remedio es éste muy encomendado de los Santos, y muy usado de los siervos de Dios aun sin sentir esta guerra.

En las Crónicas de la Orden del bienaventurado San Francisco2 se cuenta que preguntó uno a un santo varón por qué San Juan Bautista, siendo Santo desde el vientre de su madre, se fue al desierto e hizo allí tan estrecha penitencia como dice el sagrado Evangelio. Respondió el Santo: Dime tú: ¿por qué a la carne, estando fresca y buena, le echan sal? Respondió el otro: Porque mejor se conserve y no se corrompa. Pues así, dice, el glorioso Bautista se saló con la penitencia, porque su santidad se conservase mejor sin alguna corrupción de pecado, como la Iglesia lo canta. Pues si aun antes de sentir estas tentaciones, en tiempo de paz, conviene usar este ejercicio de penitencias y mortificaciones, ¿cuánto más convendrá en tiempo de guerra? Santo Tomás dice3, y lo trae de Aristóteles, que del castigo se dijo castidad, porque con el castigo del cuerpo se ha de refrenar el vicio contrario; y dice que los vicios deshonestos son como los muchachos, que han menester azote, porque les falta razón.

Y si de este mal tratamiento del cuerpo se sigue flaqueza o daño a la salud corporal, responde el mismo San Jerónimo en otra parte: Mas vale que duela el estómago que el alma; y mejor es que tiemblen los pies de flaqueza que no que vacile la castidad; aunque siempre es menester discreción. Y así, se han de medir estas cosas conforme a las fuerzas y a la tentación y peligro de cada uno; porque una cosa es ser la guerra tan grande, que pone al hombre a riesgo de perder la castidad, y entonces a cualquier riesgo conviene poner el cuerpo, por quedar con la vida del alma. Dicen allá los médicos: Cuando la enfermedad es mortal, y se ve que ya va acabando a uno, hácense remedios exquisitos y extraordinarios. Así ha de ser también en las tentaciones y enfermedades espirituales, cuando son vehementes. Otra cosa es pelear con una mediana tentación, de la cual no se teme tanto peligro, ni es menester tanto trabajo para vencerla.

Pero advierten aquí los maestros de la vida espiritual que estas tentaciones de la carne unas veces nacen de la misma carne, y del cuerpo redundan en el alma, como suele acaecer a los mozos y a los que tienen buena salud y regalan su carne; y entonces aprovecha mucho poner el remedio en ella, como habemos dicho, pues está en ella la raíz de la enfermedad.

Otras veces nace esta tentación del alma por sugestión del demonio, y del alma redunda en el cuerpo; y la señal de esto es cuando combate más con pensamientos y feas imaginaciones, que con feos sentimientos o movimientos del cuerpo; o si hay éstos, no es porque la tentación comience en ellos, sino comenzando por pensamientos resultan aquellos sentimientos y movimientos en la carne, la cual algunas veces, estando flaquísima y como muerta, están los malos pensamientos vivísimos, como le acaecía a San Jerónimo, según él lo cuenta; que estando el cuerpo flaco, consumido y casi muerto por las grandes penitencias y asperezas que hacía, con todo eso le parecía algunas veces que se hallaba en medio de las danzas y saraos de las doncellas de Roma. Y tienen también otra señal, que es venir importunamente y cuando el hombre menos querría, y menos ocasión hay para ello; y ni catan reverencia a tiempos de oración, ni de Misa, ni lugares sagrados, en los cuales un hombre, por malo que sea, suele tener acatamiento y abstenerse de pensar estas cosas. Y algunas veces son tantos y tales los pensamientos, que el hombre nunca oyó, ni supo, ni imaginó tales cosas, como se le ofrecen; y en la fuerza con que vienen, y cosas que oye interiormente siente el hombre que no nacen de él, sino que otro las dice, y las hace. Todas éstas son señales manifiestas que aquélla es persecución del demonio, y que no nace de la carne, aunque se padece en ella; y así entonces es menester poner otros remedios. Y todos dicen que es muy bueno para esto procurar alguna buena ocupación que ponga al hombre en cuidado y trabajo, con el cual pueda olvidar aquellas feas imaginaciones. Y a este intento procuró San Jerónimo, según él mismo cuenta, estudiar la lengua hebrea con mucho trabajo, aunque no sin fruto.

Y el mismo San Jerónimo cuenta4 de un monje mancebo, de nación griego, que estaba en un monasterio de Egipto, que era muy fatigado de esta tentación de carne, y ayunaba mucho, y hacía grandes penitencias y no cesaba la tentación. El superior tomó este medio para sanarle: mandó a un monje de los más antiguos, grave y áspero, que se hiciese muchas veces encontradizo con aquel mancebo, y le reprendiese con palabras ásperas e injuriosas; y después que le hubiese tratado mal de palabra, se viniese él a quejar, como si hubiera sido ofendido del otro monje. El anciano súpolo hacer muy bien, y a cada paso, de cualquier cosa tomaba ocasión para darle muy buenas reprensiones, y sobre eso llevábale luego a juicio delante del superior, y tenía ya prevenidos testigos que decían que el otro monje había sido descomedido con el anciano. El superior reprendía al monje y dábale muy buenas penitencias como a culpado. Y esto pasaba cada día; y viéndose el pobre tan mal tratado y con tantos falsos testimonios, estaba muy afligido y tristísimo en su celda, y derramaba muchas lágrimas, pidiendo a nuestro Señor que volviese por él, porque se veía desamparado de todo favor humano: todos eran contra él, y no se hacía en casa falta alguna o desorden, el cual no se le achacase, luego salían dos o tres, que testificaban contra él, y llovían sobre su cabeza penitencias y reprensiones. Y duró esto por todo un año. Al cabo del año preguntóle otro monje cómo le iba de la tentación de la carne. Respondió él: Aun vivir no me dejan ¿y queréis que me acuerde de eso? Ya no hay memoria de esa tentación. De esta manera le curó su padre espiritual; con el dolor y trabajo mayor se le quitó el menor. Y añade allí San Jerónimo en loa de la Religión: Si éste estuviera solo, ¿quién le ayudara a vencer la tentación? Y en la regla de los monjes, una de las razones que da el Santo para mostrar cuánto nos conviene la Religión y el vivir debajo de obediencia, es éstas5: para que no hagáis lo que queréis, comáis lo que os dieren, vistáis lo que os cupiere, trabajéis lo que os mandaren, y vayáis a la noche cansado a la cama, y aun no hayáis cumplido con el sueño, y os hagan levantar; y así sucediendo unas cosas a otras, andéis tan ocupado en la obediencia, que no tengan lugar de entrar las tentaciones, ni tengáis tiempo para pensar en otra cosa, sino en lo que habéis de hacer.

El bienaventurado San Francisco decía6 que había sabido por experiencia que los demonios se espantaban y huían de la aspereza y del rigor y penitencia, y que se allegaban y tentaban fuertemente a los que se trataban regalada y delicadamente. Y San Atanasio refiere de San Antonio abad que enseñaba esto mismo a sus discípulos: [Creedme, hermanos, decía, teme mucho el demonio las vigilas de los buenos, sus oraciones y ayunos y su pobreza voluntaria].

San Ambrosio trae a este propósito aquello del Profeta (Sal. 63, 11-12): Vestíame yo de cilicio, y cubría y guardaba mi ánima con el ayuno. Esa, dice7, es buena defensa y buen arnés contra este enemigo, y tenemos también para esto la doctrina de Cristo, que nos dio cuando echó aquel espíritu inmundo, que los discípulos no habían podido echar (Mc., 9, 28): Este género de demonios no puede salir sino con oración y ayuno. A la oración añade la penitencia y ayuno, como medio propio para ahuyentar este género de demonios. Y así, cuando hay estas tentaciones, no nos habemos de contentar con acudir a la oración, ni con hacer actos y propósitos contrarios a la tentación, sino habemos también de ejercitarnos más particularmente en obras corporales de penitencia y mortificación, siempre con consejo del confesor o superior para que en todo vayamos más acertados.

Preguntó un religioso, que era combatido de esta tentación, al santo fray Gil, qué remedios tendría para ella. Díjole el Santo: ¿Qué harías tú, hermano mío, a un perro que te viniese a morder? Respondió el religioso: Tomaría una piedra o palo, y heriríale hasta hacerle huir de mí. Dice el Santo: Pues hazlo así con tu carne, que te quiere morder, y huirá de ti esa tentación8. Es tan bueno este remedio, que algunas veces cualquier trabajo y dolor, aunque sea pequeño, suele divertir y quitar esta tentación: como extender los brazos en cruz, hincar las rodillas, herir los pechos, tomar una disciplina, darse algunos pellizcos o repelones, estarse en un pie un rato, u otra cosa semejante.

En la vida del Apóstol San Andrés se cuenta que un viejo llamado Nicolás, estando San Andrés en Corinto, vino a él, y le dijo que setenta y cuatro años había vivido en deshonestidades, dando rienda a sus apetitos desordenados, y entregándose a todo género de torpezas, y que entrando poco antes en la casa pública para ofender a Dios, llevando consigo el Evangelio, una mala mujer de aquella casa, con quien quería pecar, le apartó con grande espanto, y, le rogó que no la tocase, ni se llegase al lugar donde ella estaba, porque veía en él cosas maravillosas y misteriosas. Después de esto rogó Nicolás a San Andrés que le diese remedio para aquella su grande flaqueza y costumbre envejecida en el pecar. El Santo se puso en oración, y ayunó cinco días, suplicando a nuestro Señor que perdonase a aquel miserable viejo, y le otorgase el don de la castidad. Al cabo de los cinco días, perseverando el santo Apóstol en su oración, oyó una voz del Cielo que le decía: Yo te concedo lo que me pides por el viejo; pero es mi voluntad que como tú has ayunado por él, así él ayune y se aflija por sí, si quiere ser salvo. Mandó el santo Apóstol a Nicolás que ayunase, y a todos los cristianos que hiciesen oración por él y pidiesen al Señor misericordia. Oyólos Dios de tal manera, que Nicolás volvió a su casa, y dio todo lo que tenía a los pobres, y maceró su carne con grande aspereza, y por espacio de seis meses no comió sino pan seco, y bebió un poco de agua. Y cumplida esta penitencia, pasó de esta vida, y Dios reveló a San Andrés, que a la sazón estaba ausente, que se había salvado.

En el Prado Espiritual se cuenta que un monje fue a un Padre de los ancianos y díjole: ¿Qué haré que no puedo sufrir los pensamientos que me combaten? Dijo el viejo: Yo nunca he sido combatido con semejantes pensamientos. El monje se escandalizó con esta respuesta, y se fue a otro Padre anciano, y le dijo: Hágote saber que tal Padre me ha dicho que no ha sido ni es combatido de pensamientos; yo me he escandalizado, porque me parece que ha dicho cosa que excede a la naturaleza humana. Dijo el Padre: No sin causa te dijo aquel varón de Dios tales palabras; vuelve a él y pídele perdón, y te dirá la causa por qué te dijo aquello. El monje volvió a él y díjole: Perdóname, Padre, porque sin despedirme de ti me fui el otro día tan neciamente; mas ruégote me declares cómo no eres combatido. Respondió el viejo: Porque después que soy monje, nunca me harto de pan, ni de agua, ni de dormir, y esta abstinencia no me ha permitido que tenga la batalla de pensamientos que tú me dijiste.

Capítulo 8

De otros remedios contra las tentaciones

El bienaventurado San Gregorio dice1 que algunas veces las tentaciones deshonestas y ser molestado uno de pensamientos y movimientos malos suelen ser rastros y reliquias de la mala vida pasada, y pena y castigo de la libertad y mala costumbre antigua, y que entonces con lágrimas se ha de apagar este fuego, llorando muy bien lo pasado.

San Buenaventura dice2 que es muy buen remedio en las tentaciones juzgarse uno por digno de aquella aflicción y trabajo, y reconocer que tiene muy bien merecido aquel castigo por sus culpas y libertad pasada, y sufrirlo con humildad y paciencia, diciendo con los hermanos de José (Genes., 42, 21): Con razón padecemos estas cosas, porque pecamos contra nuestro hermano. De esa manera, dice San Buenaventura, aplacará uno más presto a Dios y se le convertirá en bien y provecho la tentación. Provoca mucho a misericordia aquellas entrañas piadosísimas de Dios el reconocerse uno por digno de castigo; y así leemos en la sagrada Escritura (Dan., 3, 37; 9, 5) que usaba mucho de este medio el pueblo de Israel para alcanzar perdón de Dios.

Otro medio, y muy eficaz, para alcanzar el favor y ayuda del Señor y salir con victoria y triunfo de nuestros enemigos en todas las tentaciones y particularmente en ésta, es desconfiar de nosotros y poner toda nuestra confianza en Dios, de lo cual tratamos largamente en otra parte3; y después, tratando del temor de Dios, diremos algo. Bastará ahora decir que generalmente la humildad es gran remedio contra las tentaciones. Bien sabido es aquello que le fue revelado al bienaventurado San Antonio. Viendo en espíritu todo el mundo lleno de lazos, dio voces diciendo con lágrimas: ¿Quién escapará, Señor, de tantos lazos? Y oyó una voz que le dijo: El humilde. Pues sed vos humilde y libraráos Dios de esos lazos y tentaciones (Sal. 114, 6): [El Señor guarda a los pequeñuelos, y yo me humillé y salvóme]. Los montes altos son combatidos de rayos y tempestades; los árboles grandes son los que arrancan los vientos; pero las cañas, mimbres y plantas humildes, que se abaten y encorvan y doblan a una parte y a otra, quédanse en pie después de las tempestades.

Conforme a esto, será también muy bueno y muy provechoso sacar humildad y propio conocimiento de estas tentaciones deshonestas, viendo que tales cosas pasan por nosotros, como diciendo: Veis aquí, Señor, quién soy yo; ¿qué se esperaba de este muladar, sino semejantes olores? ¿Qué se podía esperar de la tierra que Vos maldijisteis, sino zarzas y espinas? Este es el fruto que esta nuestra tierra puede dar, si Vos, Señor, no la limpiáis. Buena ocasión nos dan estas tentaciones y malas inclinaciones que tenemos para humillarnos. Si los vestidos viles y despreciados ayudan a uno a humillarse, como dicen los Santos, ¿cuánto más nos ayudarán a humillar tan viles y sucios pensamientos como pasan por nosotros? Decía el santo fray Gil4 que nuestra carne era como el animal inmundo, que con gran deseo corre al lodo y en él se deleita; o como el escarabajo, que su vida es revolverse en el estiércol. Mucho nos ayudará esta consideración para no dejarnos llevar de estos pensamientos.

Y generalmente, en cualquier tentación es muy bueno no hacer uno caso de aquello a que le lleva la tentación, sino volver luego sobre sí, humillándose y diciendo: ¿Que sea yo tan malo, que me vengan y pasen por pensamiento tales cosas? Porque con esto harta el cuerpo a la tentación y queda burlado el demonio.

Ayuda también mucho el confundirse uno de la tentación, y de los malos pensamientos y movimientos que le vienen, como si fuera culpa suya, aunque está muy lejos de consentir en ellos. Rabia el demonio y cúbrese de pena, viendo tanta humildad, y como es tan soberbio, no lo puede sufrir. No le podéis dar mayor bofetada ni tomar medio con que él más presto os deje de tentar, como ver que sacáis ganancia de donde él procuraba vuestra pérdida. Fuera de que con esto muestra uno cuán lejos está su voluntad de ofender a Dios, que es cosa que da mucha satisfacción y seguridad.

También ayudará algunas veces baldonar y afrentar al demonio, como diciendo: Vete de aquí, espíritu sucio; ten vergüenza, desventurado; muy sucio eres tú, que tales cosas me traes a la memoria. Porque como él es tan soberbio, cuando le menosprecian y afrentan y le tratan como quien él es, no lo puede sufrir y huye.

Cuenta San Gregorio5 de Dacio, obispo de Milán, que yendo a la ciudad de Constantinopla, llegando a la ciudad de Corinto, y no habiendo dónde se aposentar sino una casa que estaba desamparada, porque había muchos años que andaban en ella los demonios, dijo el Santo: Vamos allá. Fueron, y cerca de la medianoche, estando reposando el Santo, comenzaron los demonios a hacer mucho ruido en forma de diversas bestias, balando como ovejas, bramando como leones, gruñendo como puercos, silbando como serpientes. Despertó el Santo al ruido, y enojándose con los demonios, dijo: ¡Oh, qué bien os vino y cuán bien os salió la levada! Quisisteis ser como Dios, y quedasteis hechos bestias, dragones y serpientes; muy bien remedáis lo que sois. Quedaron con esto tan afrentados los demonios, que dice San Gregorio que luego desaparecieron y nunca jamás volvieron a aquella casa, sino que se pudo habitar de ahí adelante de todos.

San Atanasio cuenta del bienaventurado San Antonio que era muy molestado de tentaciones deshonestas; y un día echósele a sus pies un muchacho negro, sucio y asqueroso, lamentándose que había vencido a muchos y que de él sólo había sido escarnecido. Preguntóle San Antonio: ¿Quién eres? Soy, dice, el espíritu de fornicación. De aquí adelante replicó el Santo, haré poco caso de ti, pues eres cosa, tan vil y desechada; y desapareció luego aquella visión. Y Cristo nuestro Redentor, en el sagrado Evangelio (Lc., 11, 24), llama sucio al espíritu de fornicación. De esta manera podemos nosotros afrentar y baldonar al demonio, tratándole como quien es y haciendo burla de él. Y algunas veces se puede hacer esto, dándole una higa, sin decir otra cosa, ni ponerse a razonar con él; con lo cual, sin decir nada, se dice mucho.

Capítulo 9

Del temor de Dios

Obrad las cosas de nuestra salvación, dice el Apóstol San Pablo (Filip., 2, 12), con temor y temblor. Una de las cosas que nos ayudarán mucho para la castidad, y generalmente para conservarnos en gracia de Dios, será andar siempre con un santo temor y recato, desconfiando de nosotros mismos, y acudiendo a Dios, y poniendo en Él toda nuestra confianza. Así lo dice San Bernardo1: Por experiencia he hallado que no hay medio tan eficaz para alcanzar la gracia divina y conservarla, y para recobrarla si se pierde, como andar siempre con temor delante de Dios, y no presumir de sí, según aquello del Sabio (Prov., 28, 14): Bienaventurado el hombre que anda siempre con este santo temor, por el contrario, una de las cosas que ha hecho aun a grandes Santos dar miserables caídas, ha sido fiarse de sí y andar con poco temor y recato. (Prov., 14, 16): El necio es atrevido y confiado y por eso cae; pero el sabio anda con temor, y así se libra del mal. El que lleva un licor muy precioso en un vaso de vidrio muy delicado, y pasa con él por lugares peligrosos, donde unos se encuentran con otros, y corren recios vientos y tempestades, si no conoce y teme la fragilidad del vidrio, no lo llevará con mucho recato, y así fácilmente se le quebrará, y derramará el licor que lleva; mas el que conoce cuán delicado es, y teme no se le quiebre, guárdalo muy bien, y va con mucho tiento y cuídalo muy bien, y así camina más seguro. De esta manera nos acontece a nosotros; tenemos el licor y tesoro preciosísimo de la gracia y dones de Dios en vasos de barro, como dice el Apóstol San Pablo (2 Cor., 4, 7), los cuales se pueden quebrar fácilmente, y derramar y perderse todo, y andamos en medio de muchos vientos y tempestades y donde hay muchos encuentros y peligros. Los que no se conocen bien, ni temen esta fragilidad y flaqueza, viven con una falsa seguridad, y así fácilmente vienen a caer y perderse; mas los que se conocen y temen, andan con grande cuidado y aviso para conservarse, y así viven más seguros; y si alguna seguridad hay en esta vida, éstos la tienen.

¿De dónde pensáis, dice San Bernardo2, que ha venido a haber sido algunas personas castas en el tiempo de su mocedad, aunque fueron combatidas, con grandes tentaciones, y, venidas a la vejez, haber miserablemente caído en vilezas tan feas, que ellos mismos se espantaban de sí? La causa fue que en la mocedad vivían con santo temor y humildad, y viéndose tan al canto de caer, acudían a Dios y eran defendidos por Él; mas después que con la larga posesión de la castidad comenzaron a engreírse y a confiar de si mismos y asegurarse, luego en aquel punto fueron desamparados de la mano de Dios, e hicieron lo que era suyo propio, que es caer.

El bienaventurado San Ambrosio3 dice que ésta es la causa por que muchos que sirven a Dios, y de noche y de día meditan en su ley, y crucifican su carne, y tienen refrenadas las concupiscencias e incentivos de la sensualidad, y han sido muy pacientes en daños grandes que han recibido, y muy constantes en persecuciones que han tenido, al cabo han perdido toda esa confianza y alteza de vida, y han venido a caer en grandes miserias; porque comenzaron a confiar en su virtud y santidad y en las buenas obras que hacían, presumiendo y confiando desordenadamente en ellas; y a los que el demonio no pudo persuadir amor de vicios manifiestos, ni los pudo derribar con ímpetu de injurias y persecuciones, los hizo caer blandamente, levantándolos con presunción de sí mismos.

Llena tenemos la Sagrada Escritura y los Santos de estos ejemplos y llóralo muy bien el glorioso Agustino: muchos habernos visto, y de otros oído decir a nuestros mayores, que habían subido hasta el Cielo, y puesto su nido allá entre las estrellas. ¡Ay!, dice4, que no me puedo acordar de ello sin gran temor; ¡cuántas de estas estrellas han caído del Cielo! ¡Cuántos que estaban sentados a la mesa de Dios y comían Pan de ángeles, han venido a desear henchir sus vientres de manjares de puercos! ¡Cuántas castidades, más finas y más hermosas que el marfil antiguo, han sido tiznadas y convertidas en carbones de fuego!

¿A quién no espantará aquel ejemplo que cuenta Lipomano5, de Jacobo, ermitaño, que después de haber servido al Señor más de cuarenta años con grandísimo rigor y penitencia, siendo ya de edad de sesenta años e ilustre en milagros y en echar demonios, le llevaron una doncella para que le sacase un demonio, y después de echado, no osaron los que la trajeron llevarla consigo, porque el demonio no se le atreviese, y él permitió que se quedase con él. Y porque se fió presumió de sí, permitió Dios que cayese; y porque un pecado llama a otro, hecho el mal recaudo, con miedo de ser descubierto, la mató y echó en un río; y por remate de todo, desesperado de la misericordia de Dios, se determinó de volver al siglo a entregarse del todo a los vicios y pecados que tan tarde había comenzado. Aunque después no le faltó la misericordia de Dios, que le volvió a sí; y hecha rigurosísima penitencia de diez años, volvió a cobrar la santidad primera, y fue santo canonizado.

¿A quién no espantará el otro monje, de quien dijo el bienaventurado San Antonio: Hoy ha caído una gran columna? ¿Quién no temblará con esto? ¿Quién se fiará de su santidad? ¿Quién de religioso soy? mirad que han caído otros mejores que vos, y que tenían más virtud y más dones de Dios que vos. Dice el glorioso San Jerónimo6: ¿Por ventura sois vos más santo que David y más sabio que Salomón, y más fuerte que Sansón? Pues todos ésos cayeron; y uno de los doce Apóstoles de Cristo cayó, aprendiendo en tal escuela, y conversando con tal Maestro y con tales condiscípulos, oyendo tales pláticas y sermones, viendo tantas virtudes y milagros; y uno de los siete diáconos, Nicolao, elegido por los Apóstoles, y que había descendido el Espíritu Santo sobre él como sobre ellos, fue después, no sólo hereje, sino heresiarca y padre de herejes. ¿Quién no temerá aquella serpiente antigua? Acordaos, dice San Jerónimo, que nuestros primeros padres cayeron y fueron echados del Paraíso, donde estaban enriquecidos con dones de Dios y con la justicia original, y todo fue por soberbia. Dice San Agustín7 que en ninguna manera fuera engañado el primer hombre si primero allá en su corazón no se hubiera apartado de Dios por soberbia; porque verdadera es aquella sentencia del Sabio, pues es del Espíritu Santo (Prov., 16, 18): Antes de la ruina y perdición precede la elación del corazón.

Y si no os bastan ejemplos de hombres, pasad y subid más arriba, y allá en el Cielo hallaréis ejemplos de ángeles que por soberbia y presunción cayeron de la alteza y dignidad tan grande en que Dios los había criado. [Mirad que aun sus ministros fueron inconstantes, y en sus mismos ángeles halló maldad (Job., 4, 18-19): ¡Cuánto más serán consumidos como de polilla los que moran en casas de barro, y cuyo cimiento es el polvo! De la mañana a la tarde serán deshechos]. San Gregorio va ponderando muy bien a nuestro propósito estas palabras de Job: Si en aquel oro purísimo se halló tanta escoria; si en aquella nobilísima naturaleza de los ángeles no hubo seguridad ni estabilidad, ¿qué será de los que moramos en casas de barro? Porque el barro fácilmente se quiebra y se desmorona deshace. ¿Cómo no temerá, o cómo podrá presumir de sí un alma que está en un cuerpo tal como éste, que él mismo cría polilla, y en nosotros tenemos la raíz de nuestra perdición? Consumiránse como de polilla. Compáralo muy bien a la polilla, dice San Gregorio8, porque así como la polilla nace de la vestidura, y corrompe y destruye esa misma vestidura, así en nosotros nuestra carne es como una vestidura del ánima, que cría también su polilla, porque de ella nace la tentación carnal que nos va haciendo la guerra, y así se viene el hombre a consumir como de polilla, cuando de la tentación, que nace de la misma carne, se viene a corromper y a perder.

Y más: dijo muy bien «como de polilla», porque así como la polilla hace el daño en la vestidura y no hace ruido9, así también la polilla de esta mala y perversa inclinación de nuestra carne, de este fomes peccati, cebo e incentivo del pecado que tenemos con nosotros hace el daño sin ruido y casi sin sentir, que muchas veces no lo echamos de ver, ni caemos en la cuenta hasta que ya está hecho. Pues si aquellos espíritus angélicos y celestiales, que no tienen cuerpo que les críe esta polilla, ni que les haga guerra y contradicción y les vaya consumiendo, no duraron ni perseveraron en el bien, ¿qué hombre habrá tan atrevido que confíe de sí, teniendo dentro la causa de su tentación y perdición?

Pues aprendamos de aquí a andar siempre con este temor y recato; y ¡ay de aquel que no anduviere siempre con él! Bien le podéis llorar, porque presto caerá. No lo digo yo; el Espíritu Santo lo dice (Eccli., 27, 4): Si no anduviéredes siempre con temor y recato, huyendo del peligro, y guardándoos de la ocasión, y desechando luego el mal pensamiento, y previniéndoos para la tentación, presto caeréis.

Y no se engañe nadie con decir: ¡Oh, que no siento yo esas tentaciones ni esos movimientos y peligros de tratar ni de mirar, ni hacen en mí impresión esas cosas! No os fiéis de eso, que os quiere asegurar el demonio de esa manera, para después, al cabo de algún tiempo, cuando vos más descuidado estéis, armaros una zancadilla y dar con vos en el suelo, o, por mejor decir, en el infierno. Antes advierten aquí los Santos que mientras más mercedes hace el Señor a uno, y más dones le hubiere comunicado, ha de andar con mayor temor, porque tanto más solícitos y cuidadosos andan los demonios para hacerle caer. Su manjar es escogido, dijo el Profeta Habacuc (1, 16); tras eso andan ellos; y más estima el demonio el nacer caer a un siervo de Dios y a un religioso que trata de perfección, que a muchos millares de otros hombres del mundo, como se verá por los ejemplos que traeremos luego.

Y así, San Jerónimo, en la epístola a Eustoquio (cap. 11), exhortándola a que mire por sí y que no se descuide con el alto estado de la virginidad, le dice: Por estar en más alto estado y por tener más dones de Dios, no por eso os habéis de ensoberbecer, ni presumir de vos; antes por eso habéis de andar con mayor temor. Vais cargada de oro, y así habéis de temer más los ladrones, y guardaros de los pasos malos y peligrosos. No penséis que ha de haber paz en tierra llena de abrojos y espinas. No hay seguridad en esta vida, sino pelea; siempre habéis de andar en centinela. Navegamos en un mar muy tempestuoso, y en una navecilla muy flaca de esta carne, cercados de muchos enemigos que andan bebiendo los vientos y levantando cuantas tempestades pueden para anegarnos, sin jamás descansar ni dormir, esperando cualquiera ocasión para entrarnos por allí. Y así nos da voces el glorioso Apóstol San Pablo (1 Cor., 10, 12): El que piensa que está en pie, mire no caiga; andad siempre en vela, la barba sobre el hombro [y guardaos no pequéis] (1 Cor., 15, 34); y si alguna cosa nos ha de tener en pie y asegurar, es andar siempre con este santo temor y recelo.

Una cosa oí contar de nuestra Compañía, que viene muy a propósito de lo que vamos diciendo: diréla de la manera que la oí. A los principios de la Compañía, cuando el Padre Pedro Fabro y el Padre Antonio de Araoz, vinieron del reino de Portugal a Castilla, enviados del rey de Portugal, don Juan el tercero, con la princesa doña María, su hija, que venía a casarse con el rey don Felipe segundo, que entonces era príncipe, tenían los nuestros grande entrada en palacio, y confesaban casi todas las damas y señores de la corte, y no había tantos viejos como ahora; todos eran mozos. Y espantábase el mundo, y con razón, de aquello que se pone por cosa maravillosa en la Vida de nuestro santo Padre Ignacio10, tanta juventud con tanta castidad. Veíanles por una parte en medio de tantas ocasiones y peligros; y por otra con tanto olor de castidad; daba esto que decir en la corte.

Dicen que el rey, hablando un día con el Padre Araoz, le dijo: Hanme dicho que los de la Compañía traen consigo una hierba que tiene virtud para conservar la castidad. Respondió el Padre Araoz (que era muy cortesano): -Verdad han dicho a vuestra majestad. -¿Qué hierba es, por vida vuestra? -Señor, la hierba que los de la Compañía traen consigo para conservar la castidad es el temor de Dios. Esa es la que hace este milagro; porque tiene esa virtud que hace huir los demonios, como el pez de Tobías (6, 8) echado sobre las brasas.

En confirmación de esto hace aquello del Sabio (Eccli., 33, 1): Al que teme a Dios, no le vendrá mal ninguno, porque Dios le conservará y librará de todo mal. Y en otra parte dice (Eccli., 1, 27; Prov., 15, 27): El temor de Dios echa fuera el pecado, [y por su medio se apartan los hombres del mal]. Pues traigamos siempre esta hierba con nosotros, andemos siempre con este temor, y entendamos que no hay castidad ni santidad segura sino en el temor santo de Dios. Y así la sagrada Escritura dice que envejezcamos en él (Eccli., 2, 6): [Guardad el temor de Dios, y envejeceos en él]; para darnos a entender que no sólo conviene esto a los principios, sino al fin; no sólo los que comienzan, sino también los criados viejos en la casa del Señor han de vivir con este temor; y no solamente los culpables que tienen por qué temer, sino también los justos, que no han hecho tanto por qué. Los unos teman porque cayeron, y los otros porque no caigan: a los unos los males pasados, y a los otros los peligros venideros deben poner temor. (Prov., 28, 14): Bienaventurado el hombre que anda siempre con este santo temor.

Capítulo 10

De los bienes grandes que hay en este temor de Dios

Para que estimemos y apreciemos más este santo temor, y le procuremos siempre conservar en nosotros, diremos aquí algunos de los muchos y grandes bienes que hay en él. Cuanto a lo primero, este temor de Dios no sólo no causa desconfianza ni desmayo, ni hace a los hombres cobardes ni pusilánimes, antes los hace más fuertes y más confiados y animosos, como dicen los Santos de la humildad1: porque hace desconfiar de sí y poner toda la confianza en Dios. San Gregorio2 dice esto muy bien sobre aquello de Job (4, 6): [¿Dónde está tu temor, dónde tu fortaleza?] Con mucha razón, dice, junta el temor con la fortaleza, porque en el camino de Dios es al revés de lo del mundo, donde la osadía causa fortaleza, y el temor flaqueza y cobardía; pero acá es al contrario, la osadía causa flaqueza, y el temor, gran fortaleza, conforme a aquello del Sabio (Prov., 14, 26): [En el temor de Dios está la confianza de nuestra fortaleza]. Y la razón es, porque cuando uno teme mucho a Dios no halla qué temer en ninguna cosa del mundo; todas las cosas temporales desprecia y las tiene en poco (Eccli., 34, 16): [De nada temblará ni tendrá miedo quien teme al Señor, pues Él es su confianza]. El temor es un género de sujeción a aquello que tememos, como a cosa que nos puede dañar en algo; y el que teme mucho a Dios y pone en Él toda su confianza no tiene que temer ni al mundo, ni al tirano, ni a la muerte, ni al demonio, ni al infierno; porque no le puede dañar nada de eso ni aun tocar a un pelo de la ropa sin licencia de Dios; y ésta es una fortaleza tan grande que no la hay tal en todos los fuertes del mundo, porque es entonces Dios su fortaleza (Sal. 24, 14).

Más: este santo temor de Dios no causa congoja, ni amargura de corazón, ni da pena ni fatiga alguna, antes es muy dulce y alegre. El temor mundano de perder la honra o la hacienda, y el temor servil del infierno y de la muerte causa tristeza y melancolía; pero el temor santo y filial, que tienen los buenos hijos de enojar y ofender a su muy querido Padre, regala el alma, enternece el corazón, derrite las entrañas, porque hace andar continuamente en actos de amor de Dios, pidiéndole: No permitáis, Señor, que me aparte jamás de Vos; antes muera yo que os ofenda. (Eccli., 1, 11-13): [El temor de Dios es gloria y justo motivo de gloriarse, y es alegría y corona de triunfo. El temor del Señor recreará el corazón, y dará contento y gozo y larga vida. Al que teme al Señor le irá felizmente en los últimos días de la vida, y el día de su muerte será bendito]. ¡Con qué abundancia de palabras y con cuanta diversidad de afectos declara el Sabio el gozo y alegría que trae consigo el temor de Dios! No es temor éste que hace temblar como a esclavos por miedo de los tormentos, sino es un temor que nace de amor de Dios; y así, cuanto uno más le ama, tanto más teme de ofenderle y enojarle; como vemos que lo hacen el buen hijo con su padre, y la mujer honrada con su marido, que cuanto más le quiere, tanto más trabaja porque no haya en casa cosa que le pueda dar pena.

Y para que lo digamos en una palabra: todos los loores, favores, prerrogativas y preeminencias que la sagrada Escritura pone de los humildes, todo lo hallamos dicho de los que temen a Dios, y casi con las mismas palabras. Así como dice la Escritura que Dios mira y pone sus ojos sobre los humildes y pobrecitos, así lo dice de los que temen a Dios (Eccli., 34, 19): [Los ojos del Señor están puestos sobre los que le temen].

Y así como dice que Dios ensalza a los humildes y los llena de bienes, lo mismo dice de los que le temen: [Su misericordia corre de generación en generación eternalmente sobre aquellos que le temen], dice la sacratísima Reina de los Ángeles en su Cántico (Lc., 1, 50). Y la Santa Judith (16, 19): Señor, los que os temen, serán grandes delante de Vos en todo. Y así como los Santos3 dicen que la humildad es guarda de todas las virtudes, y que sin ella no habrá virtud, así lo dicen también del temor de Dios; por lo cual el Profeta Isaías (33, 6) llama a este santo temor tesoro del Señor, porque en él están muy bien guardadas y atesoradas las virtudes. Y, por el contrario, dicen que así como el navío que va sin lastre y sin peso, no va seguro, porque cualquier viento recio basta para trastornarle, así tampoco va segura el alma, que camina sin el peso del temor, que es el peso de nuestra ánima, y quita la liviandad del corazón, y la tiene firme y constante, para que el viento de los favores humanos y divinos no la levanten y trastornen; y por muy rica que vaya, si carece de este peso, va en peligro.

San Jerónimo4 llama al temor «áncora de nuestro corazón». San Jerónimo dice5: El temor es guarda de las virtudes, y la seguridad hace fácil la caída. Tertuliano6: El temor es fundamento de nuestra salud, porque teniendo, nos guardamos, y guardándonos nos salvaremos: el que anda con recato y solicitud, ése podrá estar seguro.

Finalmente, el Sabio, en muchos capítulos de los Sapienciales, va diciendo grandes excelencias y maravillas de la sabiduría, y por remate de todo viene a concluir que el temor de Dios es la sabiduría. Y lo mismo dice el santo Job (28, 28): [Mirad que el temor de Dios es la sabiduría, y apartarse del pecado es la verdadera inteligencia]. Y así, todo lo que se dice de la sabiduría podemos decir también del temor de Dios.

Y aún añade el Sabio (Eccli., 1, 20) que el temor de Dios es la plenitud y consumación de la sabiduría, y sus frutos son muy copiosos y abundantes; y viene a concluir con estas palabras (Eccli., 25, 13-15): Grande es, por cierto, el que ha hallado la sabiduría; pero no es sobre el que teme a Dios. El temor de Dios se ha encimado y encumbrado sobre todas las cosas. Bienaventurado aquel a quien le ha sido dado este don de temor. Quien tiene este don tan grande, ¿a quién le compararemos?

Capítulo 11

En que se confirma lo dicho con algunos ejemplos

En el Prado Espiritual se dice: Contonos uno de aquellos Padres de Tebas, que era hijo de un sacerdote de los ídolos, que siendo muy muchacho se solía estar con su padre en el templo, y veía muchas veces cómo su padre ofrecía sacrificios a su ídolo. Y una vez entró escondidamente detrás de él, y vio a Satanás que estaba sentado en un alto tribunal, y alrededor de él su infernal canalla, y uno de los principales se llegó a él, y le adoró. Satanás le dijo: ¿De dónde vienes tú? He estado, dice, en tal provincia, y levanté y causé muchas guerras y disensiones, y mucho derramamiento de sangre, y he venido a contártelo. Preguntóle Satanás: ¿Y cuánto tiempo gastaste en hacer eso? Respondió: Treinta días. Satanás entonces le mandó azotar, diciendo que había gastado mucho, y hecho poco. Después se llegó otro, y adoró al infernal capitán, el cual le preguntó: Y tú, ¿de dónde vienes? Respondió: He estado en el mar, y he levantado muchas tempestades, y hundido muchas naves, y ahogado muchos hombres, y he venido a darte cuenta de ello. Preguntóle: ¿En cuánto tiempo has hecho esto? Respondió: En veinte días. Mandole azotar porque había hecho poco en tantos días. Llegó el tercero, adorole, y dijo Satanás: Y tú, ¿dónde has estado? He estado en tal ciudad, donde se hacían unas bodas, y los revolví, y murieron muchos, entre ellos el mismo desposado. Dijo Satanás: ¿Y cuánto tardaste? Sólo diez días. Y sin embargo, de tanto mal como había hecho, le mandó azotar, diciendo: En diez días muchas más cosas habías de haber hecho. Estando en esto, llegó otro, y adoró a su mal príncipe, él le preguntó: ¿De dónde vienes? Vengo del Yermo, donde he estado cuarenta años tentando y combatiendo a un monje, y al cabo de ellos, esta noche pasada le vencí, y le he hecho pecar en el pecado de la fornicación. Y como esto oyó Satanás, se levantó y le besó, y quitándose la corona que tenía puesta, se la puso en la cabeza, y le hizo sentar en una silla junto a sí, diciendo: Una gran hazaña has hecho. Yo, como esto oí, dije: Verdaderamente grande y excelente es la Religión y orden de los monjes. Y así me salí de casa de mis padres, y me hice monje. Nótese aquí de camino, que de donde otros sacan desestima de los religiosos, por haber caído alguno en alguna flaqueza, sacó éste, y con mucha razón, estimar más la Religión y abrazarla. Otro ejemplo semejante a éste cuenta San Gregorio en los Diálogos1.

En las Vidas de los Padres se lee que un santo ermitaño fue llevado por un ángel a un lugar adonde había un monasterio de religiosos, y vio allí una multitud de demonios, que andaban volando como moscas por todas las oficinas y lugares del monasterio. Y yendo a la plaza de la ciudad, vio que en toda la ciudad no había sino un solo demonio, y ése se estaba ocioso, sentado sobre la puerta de la ciudad. Y preguntando él qué era la causa de aquello, respondióle el ángel que le guiaba que en la ciudad todos hacían lo que el demonio quería, y así un demonio bastaba para todos; pero en el monasterio todos procuraban resistir al demonio, y por eso andaban tantos demonios sobre ellos para tentarlos y hacerlos caer.

Paladio cuenta2 aquel memorable ejemplo, que se refiere también en las Vidas de los Padres, de un monje que por muchos años se había ejercitado en buenas obras y santos ejercicios de religioso, y aprovechado mucho. Al cabo de los cuales tuvo contento vano de sí y jactancia; por lo cual permitió Dios que miserablemente cayese en un pecado deshonesto con el demonio, que se le apareció en forma de mujer muy hermosa, que andaba perdida por el desierto, a la cual él acogió fácilmente, hablando largo con ella y riendo y tocándole las manos; y finalmente estaba ya rendido para pecar con ella, y queriendo ponerlo por obra, se le desapareció de entre los brazos, dando una gran voz, tras la cual fueron oídas grandes risadas de muchos demonios que andaban por el aire, y le decían: ¡Oh monje, monje, que te levantabas y ensalzabas hasta los Cielos!, ¿cómo te has hundido hasta lo profundo? Aprende, pues, de hoy más que el que se levanta será humillado. Con las cuales palabras parece que los demonios le daban la vaya y burlaban de él. Y no paró en esto el miserable, porque después de haber gastado aquella noche y otro día en grandes llantos y confusión, vino a desesperar, volviéndose al mundo y soltando la rienda a los vicios.

Juan Clímaco3 refiere aquel ejemplo que tocamos arriba, de un mancebo de quien se lee en las Vidas de los Padres que llegó a tal alto grado de virtud, que mandaba a las bestias fieras y las hacía servir en el monasterio a los monjes: al cual comparó San Antonio a un navío cargado de ricas mercaderías y puesto en medio del mar, cuyo fin no se sabía. Pues este mozo tan fervoroso y tan santo vino después a caer miserablemente. Y estando él llorando su pecado, dijo a unos monjes que por allí pasaron: Decid al viejo, esto es, a San Antonio, que ruegue a Dios me quiera conceder diez días de penitencia. Oído esto, lloró el santo varón amargamente, y con gran dolor de su corazón dijo: Una gran columna de la Iglesia ha caído hoy. Y pasados cinco días murió el sobredicho monje. De manera, que el que primero, dice San Juan Clímaco, mandaba a las bestias salvajes, fue al cabo por cruelísimos salvajes derribado y burlado; y el que poco antes se mantenía con Pan del Cielo, vino después a mantenerse del lodo y del cieno. Y cuál haya sido su caída, no lo quiso declarar el prudentísimo Padre Antonio, porque sabía él que era fornicación.

El B. Padre Maestro Ávila trae un ejemplo4 de un santo ermitaño que le dio Dios a conocer el gran peligro en que estaba puesto en esta vida; y como lo considerase, puso sobre su cabeza un capirote de luto, y cubrió su cara de manera que no podía ver sino solamente la tierra que iba a pisar, y nunca alzó los ojos de la tierra, llorando de verse en tan gran peligro, como vive el hombre. Y como le venían a ver muchos a la celda, viendo la gran mudanza que había hecho, le preguntaban la causa de aquella novedad y de haber pasado de repente a tan extraordinario extremo. Él nunca les respondía otra cosa, sino: ¡Ay de mí, que aún puedo ofender a Dios mortalmente!

RODRÍGUEZ, A

lonso.

Ejercicio de Perfección y virtudes cristianas. Madrid; ed. Testimonio 1985, 1era edición. Parte tercera, tratado cuarto ("De la virtud de la castidad", pp. 1408-1452).