El Cristo Reconciliador

Cardenal Alfonso López Trujillo

El concepto de reconciliación supone la ruptura, la discordia, la lejanía que, en nuestra visión de fe, implica la realidad del pecado.

El hombre, "caña pensante", viva interrogante, no ha dejado de formularse esta cuestión fundamental: ¿De dónde procede el misterio del mal? ¿Cuál es la causa profunda de los conflictos que separan a la humanidad y que constantemente desgarran el tejido de la convivencia y de la comunión entre los hombres?

Esto ha llevado naturalmente a profundizar en el pecado y en la naturaleza del hombre.

Una de las reflexiones más maduras, en un momento avanzado de la reflexión teológica, nos es presentada en el libro del Génesis. Creado amorosamente el hombre por Dios, éste pretende reemplazar su condición de criatura en una especie de suplantación de Dios. No reconoce su dependencia. No obedece. Es la seducción del "Seréis como dioses..." (Gen. 3,5) Mientras que en la relación de fidelidad a Dios se abre el camino de la vida, con su negación se abre el de la muerte, de la división.

El orgullo del hombre que quiere hacerse centro y medida de la creación conduce a la insensatez de empresas que se imagina puede llevar a cabo lejos de Dios. Es lo simbolizado en la Torre de Babel (templo-torre de varios pisos, llamados zigurats) con la división de lenguas, de tal forma que no podían entenderse (Gen. 11, 7). Es la ruptura de la comunión que sólo será restaurada en la unidad del Espíritu, en Pentecostés.

El pecado del hombre no lo lleva a una humillación sin salida. Ante su postración brilla en las tinieblas la promesa. El triunfo de los poderes del mal no es definitivo. La humanidad puede caminar hacia su salvación. Habrá hostilidad entre la serpiente y la mujer y entre sus descendencias (Gen. 3,15). El linaje de la serpiente será golpeado en la cabeza por el Mesías, según la lectura del texto como "protoevangelio", importante en la tradición católica. De ahí la traducción de la Vulgata, referida a la Madre del Mesías "Ipso conteret..."

Hay en todo esto un dato fundamental de la antropología cristiana. El hombre por el pecado ha recibido una profunda herida en su propio ser. la cual es raíz de las divisiones entre los hombres. Por el rechazo del don y de la amistad de Dios, el hombre se destruye a si mismo. Queda escindido en su interior. Surge entonces la ruptura con los demás y una desorientación que, de alguna manera, afecta al mismo cosmos.

La Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia sigue de cerca esta forma de reflexión de fe: pasa revista al drama de un mundo en pedazos, por las divisiones entre personas, grupos, colectividades. Indaga en la desigualdad creciente entre grupos, clases sociales y países y en los antagonismos ideológicos. Observa la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana, las presiones y asechanzas contra la libertad de individuos y colectividades, la violencia y el terrorismo, la tortura, el armamentismo la distribución inicua de las riquezas. Y busca la raíz de tanto mal en la herida del pecado en lo más íntimo del hombre (Cfr. R.P. No. 2). Observa: "El misterio del pecado se compone de esta doble herida, que el pecador abre en su propio costado y en relación con el prójimo " (R P No. 15).

Tiene conciencia la humanidad de que por sus solas fuerzas no puede superar tal situación. Por eso su mirada va en la dirección de la promesa, en una revelación progresiva, que se condensará en la esperanza del Salvador.

A la luz de esta antropología que Juan Pablo II asume en su Magisterio como fundamental se establece la relación entre pecado y perdón, entre esclavitud y liberación, lo cual se integra en el amplio concepto de Reconciliación. Hay en efecto, la más estrecha vinculación entre los conceptos de salvación, liberación, redención y reconciliación.

Anuncio del Reconciliador: esperanza de salvación
La vida de Israel es entendida dentro de la relación de fidelidad o no a la amistad con Dios en la Alianza.

El libro del Éxodo, epopeya de un pueblo en marcha, muestra la intervención salvífica de Dios y nutre la esperanza de una liberación más profunda y acabada que la que allí se nos describe. Por eso, se ha expresado con razón que el Éxodo no es un libro acabado. Los autores del N.T. miran la salvación en Jesucristo como la actualización y el perfeccionamiento del Éxodo, en la novedad pascual.

La manifestación del Dios Salvador se hace en la curiosa epifanía de la zarza que arde sin consumirse, que impresiona a Moisés mientras pastorea el rebaño de Jetró, su suegro. Es el Dios que se revela en la historia: "Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob" (Ex. 3, 4). Le anuncia la voluntad de liberar a su pueblo de la servidumbre porque ha llegado su clamor a sus oídos. Es Yahveh quien toma la iniciativa. Para cumplir su misión, Moisés indaga por el nombre de quien lo envía. El Señor le responde: "Yo soy el que soy me envía a vosotros" (Ex. 3, 14). No es el caso de concentrarnos en las diferentes interpretaciones y posibles traducciones de este texto. Suele traducirse también como "YO SOY EL QUE SERE", en el sentido de que será quien liberará a su pueblo. Palpita la promesa de la liberación de su esclavitud, por la acción de Dios. Un exégeta judío del medioevo interpretaba así el texto: "Yo estaré con ellos en esta desgracia y estaré con ellos cuando sean esclavizados por otros reinos" (Rashi). Martin Buber, en su libro Moisés, lo entiende como Aquel que será presente, de tal manera que el nombre asegura la presencia de protección del Señor. Y Noth indica que "ciertamente se trata de un ser operante, que aporece en el mundo de los hombres y en primera línea en la historia de Israel".

Dios es un Dios vivo que actúa al lado de su pueblo como el Salvador. Será plena realidad en Jesús, cuyo nombre significa "Yahveh salva", en la cercanía del Emmanuel, Dios-con nosotros, según el texto de Isaías (Is. 7, 14).

Estos textos están relacionados con la promesa mesiánica, relacionada con el nombre de Jesús, en la explicación de Mateo: "Él, en efecto salvará a su pueblo de los pecados" (Mt. 1, 21). Y Simeón, él profeta, en el canto vespertino de su vida, simbolizando toda la espera del A.T., bendecirá a Dios diciendo: "Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar irse en paz a tu siervo porque vieron mis ojos tu salvación..." (Lc. 2, 29-30).

Bien se sabe cómo la salvación, la liberación la redención son presentados con términos muy cercanos: "padah" es redimir a alguien. San Pablo empleará el término "Iytroo" (rescatar al alguien pagando precio), que es el utilizado en la traducción de los LXX. "Padah" es aplicado a la liberación de Egipto. Otro término es "GA'AL", referido a la acción de Dios con Israel, en el sentido de recuperar, volver a comprar algo. Y se da también a Yahveh el nombre de "GO'EL", en el sentido de que Yahveh se hace rescate de su pueblo. Yahveh es "GO'EL" de los pobres, de los huérfanos y de las viudas. Libera de la opresión (Cfr. Theolog. Dict. of the Old Testam. Vol. I l, pp. 352-353).

Buena porte de estos conceptos serán referidos a Jesús.

La reconciliación en el Mesías
Hay un momento solemne, relatado por San Lucas, en el cual se sintetiza la realidad de la liberación mesiánica y en el cual el mismo Cristo se aplica el texto de Isaías Cap. 61.

"El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, me envió a proclamar la libertad a los cautivos y la recuperación de la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos. A proclamar un año de gracia del Señor... Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura escuchado por vosotros" (Lc. 4, 18.19.21).

En relación con el texto que lee Jesús del profeta Isaías,

sólo se opera un cambio: En lugar de "para sanar a los que tienen

quebrantado el corazón" se lee "a poner en libertad a los oprimidos" (Is. 58, 6).

Es la solemne proclamación de su dignidad mesiánica: el Mesías el Cristo, es el ungido por excelencia, en quien reposa definitivamente el Espíritu, quien, según la observación de Jeremías, había estado pasando de profeta en profeta y había estado incluso ausente por largo tiempo. Sería esta la intención del evangelista (Lc. 3, 22) en el episodio del Bautismo de Jesús. La unción por el Espíritu, bajo ia forma de una paloma, sugiere como una nueva creación, que coincide con el inicio de la era mesiánica. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas en la mañana de la creación.

San Lucas indica la variedad de los signos de la presencia del Mesías. Son el triunfo del bien sobre el poder de las tinieblas, sobre las consecuencias del pecado. La misión del Mesías es liberadora de todo lo que oprime y esclaviza al hombre. Estos signos aporecerán en diferentes pasajes de la vida de Jesús: en El sale al paso del hombre en su miseria la misericordia de Dios. los ciegos, los sordos, los leprosos, incluso los muertos, recibirán ese torrente vivificador cuya fuente es Jesús. Son esos los signos que presentará el Señor ante los discípulos de Juan Bautista, prisionero, quienes interrogarán a Jesús sobre su identidad mesiánica.

Jesús también aquí se hace "GO'EL", no sólo al anunciar la libertad sino al darla en profundidad. Es el alegre anuncio del Evangelio a los pobres, en las variadas formas de pobreza humana, en las múltiples modalidades de impotencia. El hombre sabe que pretender salvarse a si mismo, con sus propias fuerzas, es imposible. Sería como pretender salir de la arena movediza jalándose a si mismo de los cabellos. En ese HOY mesiánico, el Señor salva al hombre de su pecado y de sus consecuencias. Es como un año de gracia, jubilar, en tiempo privilegiado de liberación y de reconciliación: "Santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis la libertad por toda la tierra para todos los habitantes de ella. Será para vosotros jubileo, y cada uno de vosotros recobrará su propiedad, que volverá a su familia" (Lev. 25, 10).

EL AÑO DE GRACIA del Señor tiene su cumplimiento. La salvación llega en la acción reconciliadora de Cristo. El Reino de Dios que en El irrumpe es Reino de perdón, de indulgencia. Las divisiones y rupturas del mundo son sanadas en una nueva unidad, cuyo centro es el mismo Cristo.

La presencia de Cristo instaura una nueva comunión entre los hombres. La reconciliación actúa en el doble sentido de la conversión: hacia Dios, en el regreso del pecador arrepentido a la casa del Padre, y en el ir auténticamente hacia nuestros hermanos. Por eso la Ley Nueva que Jesús proclama en lo alto de la montaña, como un nuevo Moisés (tema clave en la catequesis de Mateo), es llamada al reconocimiento total del señorío de Dios, a quien es preciso amar con todas las fuerzas de nuestro ser. Allí está la fuente de reencuentro con nuestros hermanos. El pecado es separación. La ley del amor es unificadora.

Cristo es viva convocación de unidad. Si por el pecado los hombres se separaron e Israel experimenta el dolor de la división en tribus dispersas, Jesús congrega a las ovejas dispersas y rehace la unidad, en el nuevo Israel que es la Iglesia. Los "DOCE", fórmula llena de rica simbolismo, son el "kahal", la "sinagoga", la convocación del Pueblo de Dios reunido en torno de Cristo. La Iglesia es comunidad de reconciliados. Ella misma reconciliada se vuelve, como sacramento de Cristo, comunidad reconciliadora, fermento firmísimo de unidad.

La acción mesiánica es de restauración universal. Las profundas heridas de la humanidad son restañadas. Cristo es respuesta definitiva del Padre a la esperanza que anida en el corazón de Israel a través de los tiempos y que anhela con gran fervor precisamente en los tiempos en que es mayor su postración, su dolor. Por contraste, en el tiempo de la humillación y del cautiverio, cuando sus valores son conculcados el pueblo es capaz de respirar con la conciencia de que no todo está perdido. Si Las fuerzas y los cálculos humanos han llegado a su Iímite la realización de la promesa es esperada como una revivificación. Por la promesa reina sobre la muerte la vida. Todo es fruto del perdón de Dios.

Uno de los signos mesiánicos es la evangelización de los pobres. Es señal de la misericordia salvífica de Dios.

El anuncio de la Buena Nueva a los pobres
Pobres son todos los oprimidos, los incapaces de defenderse, marginados, ignorantes, errantes, etc. En el contexto bíblico observa Marcello Bordoni, en su libro "Jesús de Nazaret" son los excluidos y repudiados, frente a los cuales Jesús asume una actitud escandalosa para el contexto de Israel. Objeto

de escándalo es el ofrecimiento, con amor de predilección, de la salvación a esos pobres, beneficiados por la llegada del Reino (ciegos, cojos, leprosos, sordos, mudos). Son llamados a tomar porte en la mesa del Rey (Lc. 14,21). Son los fatigados, afligidos, llenos de cargos (Mt. 11,28), los indigentes, los menesterosos. Precisamente a quienes la sociedad cataloga como despreciables, no dignos de ser tenidos en considoración, llega primero el anuncio de la salvación.

Precisamente en su estado de impotencia e indefensión aporece con más fuerza la misericordia de Dios. Con razón comenta Bordoni: "el fundamento de su privilegio no está en ellos mismos, sino en Dios, en la manifestación misericordiosa de su amor hacia los débiles y los desventurados".

El anuncio de Jesús de Nazaret está relacionado con el mensaje de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt. 5,3), no en una visión terrenal, sino en relación con el Reino, con la salvación mesiánica (Cfr. Is 61, 3). Las bienaventuranzas constituyen como la condición de los discípulos del Reino. Exige una especial disposición del ánimo, como Cristo "pobre y humilde de corazón" (Mt. 11, 29). La solo carencia de bienes, en la intención de Mateo, no constituye al pobre, a los "anawim" del Evangelio. Es la línea de los "anawim" del espíritu (Cfr. Is. 29, 19; Prov. 14,21). Tampoco es un llamado a una falsa espiritualización de la pobreza, cual cómodo disfraz del tener.

Se considora que el texto de Lucas es el original, por más breve y directo, en el anuncio de las bienaventuranzas. "Bienaventurados vosotros, pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos" (Lc. 6,20).

La referencia en Lucas es hecha a sus discípulos. No es una categoría en sentido sociológico, sino bíblico en relación con Isaías 61, y Lc. 4, 14; 7, 22, como destinatarios del año de gracia del Señor. En un ambiente caracterizado por las divisiones, viene la HORA de la reconciliación, el DIA de la gracia.

Comenta Bordoni: "Con su conducta, Jesús se contrapone al código de comportamiento de las clases dirigentes judaicas que practicaban una neta separación... pero sería una instrumentalización del texto evangélico ver en este comportamiento de Jesús un ejemplo de elección de clase... El verdadero significado del comportamiento preferencial de Jesús hacia los pobres de la sociedad de su tiempo puede ser sólo captado teniendo presente el mensaje central anunciado en el ministerio de Galilea: la venida escatológica del Reino de Dios a través del don de la reconciliación y del perdón" (O.C. pp. 218-219). Implica una invitación a, en vez de acaparar, comportir lo que se tiene; en vez del dominio, la solidaridad, y el servicio humilde y voluntario; en vez de la rivalidad, del odio y la violencia, el amor y la vida. Comentan J. Mateos y Alonso Schökel. "Este radicalismo de Jesús explica por qué en el Evangelio no resuena el grito por la injusticia, grito tan común a los profetas del Antiguo Testamento. Los profetas eran reformistas, sí y pedían justicia porque creían en la validez de las instituciones. Jesús no viene a pedir justicia sino a ofrecer la solución definitiva a la injusticia del mundo" (Nuevo Testamento, Madrid, 1975, 10).

El anuncio de la Buena Nueva a los pobres, en la realidad de la reconciliación, se opera por medio de Jesús pobre y humilde de corazón, con una pobreza de anonadamiento, de humildad de despojo. Comenta Bordoni: "en su pobreza se hace signo de reconciliación que testimonia la gracia del perdón de Dios y su paz mesiánica" (O.C. p. 222).

En tal sentido San Gregorio de Nisa decía: "En el hecho de que la naturaleza omnipotente estaba en grado de descender hasta la bajeza de la creatura, hay una demostración de su poder, mucho más evidente que la grandeza de sus milagros" (Or. Cat. 24. PG 45, 64).

La evangelización de los pobres pone también los principios para una reconciliación en la sociedad y para la opción por los pueblos como fue ratificada por la Conferencia de Puebla. Es una reconciliación que tiene que buscar la superación de tantas injusticias que mantienen abierta y en proceso de ampliarse, la brecha entre ricos y pobres. En América Latina cerca de cien millones se hallan en una situación de miseria no merecida. El Señor es "GO'EL" para los pobres e invita a una solidaridad que se concrete en las variadas modalidades del compartir fraterno.

El primer servicio a los pobres, lo ha recordado la Conferencia de Puebla, es precisamente evangelizarlos. Aquí aparece con toda claridad el sentido integral de una evangelización reconciliadora, que crea comunión entre los hermanos. Se lee en Puebla que el mejor servicio al hermano pobre "es la evangelización que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente" (1145).

Se incurriría en grave confusión si se pensara que la reconciliación reduce las responsabilidades sociales o que deja de lado las exigencias de la justicia. Quizás por una concepción de este estilo, cuando se elude a la necesidad de la reconciliación suele haber reacciones, como si debiéramos contentarnos con una reconciliación abstracta, intimista, que no tiene incidencia ni repercusión en el tejido social. No es ésta la mente de la Iglesia. La falta de preocupación por una real solidaridad sería síntoma de que la reconciliación no ha sido profunda.

Los pobres están, ellos mismos, llamados a la reconciliación. Puede haber una imagen algo romántica, poco objetiva, que concibe a los pobres como sujeto de todas las virtudes. Son numerosas y hermosas muchas virtudes del mundo de los pobres, cuando éste ha sido evangelizado. Pero cuando no lo ha sido, hay que ayudar a encauzar evangélicamente su vida en un proceso de verdadera conversión. Los pobres están en capacidad de evangelizar, una vez hayan sido a su turno evangelizados. Los pobres, como los pastores, son anunciadores de que ha nacido el Salvador y de que ellos son liberados de las opresiones.

¿De qué opresiones se trata? No hay que excluir ninguna forma de opresión. Opresión es lo que impide ser hijo de Dios. Opresivo es el odio. Opresiva es la violencia, el egoísmo. La liberación, por el camino de la reconciliación, hace brillar la luz en las mazmorras y es capaz de romper todas las cadenas. Se tiene la conciencia de que la fuente es la opresión del pecado.

Sería inconsecuente permitir que se evaporara el sentido religioso que en el texto sagrado tiene la expresión "pobres". Está desde luego relacionado con el "bienaventurados los pobres de espíritu (Mt. 5,3), y con un "macarismo" (MAKARIOS: beato), no en visión terrenal, sino en relación con el Reino y la salvación mesiánica (Cfr. Is. 61, 13). Las bienaventuranzas son como Carta de los Discípulos del Reino. Es disposición de ánimo, como la de Cristo, "pobre y humilde de corazón" (Mt. 11,29).

Liberación del pecado y reconciliación
La reconciliación que Cristo ofrece va a lo profundo de nuestra realidad de pecadores. Libera de lo que esclaviza más hondamente al hombre.

Hay en el diálogo de Jesús con los judíos, en la presentación de San Juan, una clara catequesis: "Si permanecéis en mi palabra, seréis mis discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn. 8, 22). ¿Cuál es esa verdad que libera? Es la misma realidad de Dios, en cuanto plenitud de la vida verdadera, Verdad comunicada a Jesús (Él es la Verdad). La libertad aquí es la capacidad de vivir en plenitud en la comunión con el Hijo. Es verdaderamente libre quien reproduce la imagen del Hijo, Imagen perfecta del Padre, es decir, el hombre que crece en su dignidad de imagen de Dios.

Los interlocutores de Jesús no descifran el significado de esta libertad y alegan que como descendientes que son de Abraham son libres y no esclavos (en realidad, tampoco gozaban de libertad política). Jesús les replica: "En verdad os digo que el que comete el pecado es esclavo del pecado" (Jn, 8, 34). Es una falsa cristología aquella que olvida o deja en lugar secundario esta liberación central. La cristología paulina muestra cómo desde la Cruz se realiza esta fundamental liberación. Para San Juan la Cruz es el centro y la fuente de esa reconciliación. La Cruz es supremo anonadamiento y el trono desde el cual Jesús reina, reconciliando, como un imán potente: "Cuando fuere exaltado desde la tierra, todo lo atraeré hacia m'". Orientar la vida hacia el misterio de la Cruz es transitar por el camino que lleva a la vida eterna. Por eso la humanidad está llamada a mirar hacia Aquel a quien traspasaron.

Es la RECONCILIACION DE CRISTO, ofrecida a todos, en la relación más personal, poderoso signo de su misericordia y del triunfo del bien sobre el mal.

Cristo privilegia el polo de lo personal
Es característico en la semblanza que nos dan los evangelistas. Cristo se dirige a la persona, a su conciencia en su peculiar realidad, en diálogo, el más directo y personal. Es reconciliación que se realiza al margen de otras variadas circunstancias o de los problemas estructurales. Sabe bien que en cualquier estructura es el corazón del hombre el que debe ser sanado.

Es el Pastor que va en busca de la oveja perdida movido por la misericordia. Incide en la conciencia de la Samaritana. Lleva la alegría de su encuentro con Zaqueo, el publicano. Perdona a la adúltera a punto de ser lapidada. Invita a no pecar más.

Sale al paso, sobre todo, de los más despreciados, de quienes son marginados por la sociedad. Va a lo hondo del corazón, pasando por alto la carga del ritualismo judío. No son las manchas exteriores, ni la preocupación por las abluciones lo que cuenta; es el mal que hay en el hombre, el mal que anida en su corazón lo que hemos de mirar: "Del corazón, en efecto, provienen intenciones males, asesinatos, adulterios... es eso lo que hace al hombre impuro; pero, comer sin lavarse las manos no hace al hombre impuro" (Mt. 15, 19).

Parte de una sólida responsabilidad del hombre. No es su preocupación, no obstante su corazón de patriota, luchar directamente contra la dominación romana. Lo que prevalece, como en la Carta de Pablo a Filemón, es el primado de la caridad.

Es la caridad que está en la base del perdón. Allí se inscribe la exigencia de la corrección fraterna (Cfr. Mt. 18, 25).

Sabe que somos ante Dios insolventes ante nuestras deudas, nuestras culpas. Por eso su perdón no conoce límites. En el lenguaje oriental, es menester perdonar "hasta siete veces siete". Es perdón sin barreras. En la lógica del Sermón de la Montaña la indulgencia ha de cubrir a los mismos enemigos. Hay que ofrecer la otra mejilla y dar el manto a quien pide túnica. Es el golpe certero del amor indulgente contra la tentación del odio y contra todas las formas de violencia.

Acude, lleno de bondad y comprensión, a sanar a los pecadores. Afronta el escándalo que produce comer con los pecadores públicos; así eran considerados los publicanos. Es ofrecimiento de amistad, en el tiempo de la gracia, orientada a todas las miserias humanas. La comunidad de mesa, recuerda Kasper, es signo de reconciliación.

Hay todo un contexto eucarístico en las catequesis de los evangelistas. Es la exigencia del perdón antes de presentar las ofrendas sobre el altar (Mt. 15, 25). La comunidad primitiva lee estas prescripciones en un sentido eucarístico. La Eucaristía será celebración pascual de los reconciliados y la unidad allí expresada nace del perdón, en el compartir un mismo Pan y un mismo Cáliz.

En todo aparece el Pastor que se compadece. Tentado en todo, menos en el pecado, según el Mensaje de la Carta a los Hebreos, conoce nuestra debilidad y nuestra indigencia.

Por eso Cristo no desahucia. Da espacio a la conversión y al arrepentimiento. Es paciente para abrir el corazón a la esperanza.

Reconciliación en la Cruz
En la Segunda Carta a los Corintios escribe S. Pablo: "Todo es de Dios, el cual nos ha reconciliado consigo mediante Cristo... Ha sido Dios, en efecto, quien reconcilió al mundo consigo en Cristo... A Aquel que no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros.." (Il Cor. 5, 18-19.21) Hay una clara alusión a la figura del Siervo de Yahveh, inocente, que muere por los pecados del pueblo para liberarlo (Cfr. Is. 53, 21). Cristo se hace pecado por nosotros al asumir el efecto del pecado, que es la muerte. Se opera la liberación en la justificación "para que pudiéramos ser justicia de Dios en El" (V. 2 1 ).

Cristo realiza la reconciliación en la Cruz cuando éramos sus enemigos: "... cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios en virtud de la muerte de su Hijo" (Rom. 5, 10).

La reconciliación como pacificación y superación de la enemistad es presentada también en la Carta a los Efesios: "Ahora en Cristo Jesús, vosotros, en un tiempo lejano os habéis tornado vecinos, gracias a la sangre de Cristo. El, en efecto, es nuestra paz, que ha hecho de los dos pueblos una solo unidad abatiendo el muro divisorio, anulando en su carne la enemistad" (Efe. 2, 13-14). Se elude a la imagen del muro divisorio que en el Templo de Herodes dividía físicamente el recinto de los paganos y de los judíos. Nace una nueva unidad espiritual en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Los dos grupos, antes separados, se convierten en miembros del Cuerpo del Crucificado. Por eso la unidad de la Iglesia toma vida en la confesión de fe del Cristo reconciliador en el misterio de la Cruz. Así como en la realidad de la Cruz tiene lugar nuestra liberación, no por mediaciones abstractas, así ha de ser real y concreta la unidad de la Iglesia, hecha también de Cruz, en la comunidad cristiana. La unidad de la Iglesia es signo de esta reconciliación. Comenta H. Urs van Balthasar: "Esta unidad es al mismo tiempo, en cuanto fundada como don y sacrificio de Cristo, indestructible, y, en cuanto formada por pecadores, extremamente precaria... La singularidad-irrepetibilidad de la unidad de Cristo se rompe si en su lugar penetran potencias unificantes de humana invención que quitan a la Iglesia o a sus partes la credibilidad" (TeoDrammatica, Vol. 3, pag. 394).

Cristo es centro de reconciliación universal. Si por el pecado ha habido la ruptura de la armonía y de la unidad del cosmos por la Cruz se reencuentra la pacificación universal: "Pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud, y reconciliar con El y para El todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz, lo que hay en el cielo, en la tierra y en los cielos" (Col. 1, 19, 20).

Hay una inmensa y notable diferencia entre esta realidad de la reconciliación y las que proponen habitualmente las ideologías. Estas arrancan de su peculiar visión antropológica. La fe cristiana nos muestra, con una concepción del hombre desde la revelación divina, cómo, creado por Dios, perdida su dignidad de hijo por el pecado, solamente Cristo puede restituirle tal dignidad, pacificándolo en su propio ser por el perdón de Dios y restableciendo la armonía truncada con sus hermanos y con la misma naturaleza. Por eso las palabras del Apóstol son eco vibrante de la llamada de Cristo: "Os suplicamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios" (Il Cor. 5, 20).