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Lo que Gibson buscaba con «La Pasión», lo ha conseguido: golpea

Messori ha sido uno de los pocos periodistas europeos en visionar la última producción cinematográfica de Mel Gibson. Relata en este artículo, en exclusiva para LA RAZÓN, el impacto que le produjo tras ver las dos horas y seis minutos del metraje de «La Pasión»

Por: Vittorio MESSORI

En la salita insonorizada, la luz se vuelve a encender después de dos horas y seis minutos. Somos apenas una docena, de muchos países, conscientes de nuestro privilegio: por invitación de Mel Gibson y del productor Steve Mc Eveety, somos los primeros en Europa en ver la cinta recién llegada de Los Ángeles. La misma que el próximo miércoles se estrenará en dos mil salas americanas, en quinientas inglesas, en otras tantas australianas, la misma que ha llevado al colapso a todos los sitios de internet y que en la primera semana recuperará los 30 millones de dólares de coste de la producción. Ni siquiera el Papa ha visto más que una versión provisional, a la que le faltaba, entre otras cosas, parte de la banda sonora. Pero sí, esta tarde somos los primeros (los españoles la verán el 2 de abril y los italianos tendrán que esperar hasta el día 7, Viernes de Dolores).

Llorando en silencio

Cuando terminan de pasar los títulos de crédito, donde los nombres americanos se alternan con los italianos, donde los agradecimientos al ayuntamiento de Matera se alienan junto al nombre de teólogos y especialistas en lenguas antiguas; cuando el técnico le da al interruptor que enciende las luces, la salita sigue en silencio. Dos mujeres lloran, silenciosamente; el monseñor en clergyman que tengo a mi lado está palidísimo, con los ojos cerrados; el joven secretario atormenta nervioso un rosario; un tímido, solitario comienzo de aplauso se apaga enseguida, avergonzado. Durante larguísimos minutos nadie se levanta, nadie se mueve, nadie habla. Así que lo que nos anunciaban era cierto: «The Passion of The Christ» nos ha golpeado; el efecto que Gibson pretendía se ha realizado en nosotros, primeros cobayas. Yo sigo desconcertado y mudo: durante años he pasado por la criba, una por una, las palabras del griego con las que los evangelistas narran aquellos hechos; ninguna minucia histórica de aquellas horas en Jerusalén me es desconocida, he estudiado un libro de cuatrocientas páginas que tampoco Gibson ha ignorado. Lo sé todo. O mejor, ahora descubro que creía que sabía: todo cambia si aquellas palabras se traducen en imágenes que logran transformarlas en carne y sangre, en arañazos de amor y de odio.

Mel lo ha dicho con orgullo y humildad a la vez, con un pragmatismo mezclado con misticismo que hace de él una mixtura singular: «Si esta obra falla, durante cincuenta años no habrá futuro para el cine religioso. En esta película hemos echado el resto: todo el dinero que hacía falta, prestigio, tiempo, rigor, el carisma de grandes actores, la ciencia de los eruditos, la inspiración de los místicos, experiencia, técnica de vanguardia y, sobre todo, nuestra certeza de que valía la pena, de que lo que ocurrió en aquellas horas incumbe a cada hombre. Con este Hebreo tendremos que vérnoslas todos después de la muerte. Si no lo logramos nosotros, ¿quién podrá hacerlo? Pero lo conseguiremos, estoy seguro: nuestro trabajo ha estado acompañado de demasiados signos que me lo confirman».

En efecto, en el set ha ocurrido más de lo que se sabe, y muchas cosas quedarán en el secreto de las conciencias: conversiones, liberaciones de las drogas, reconciliaciones entre enemigos, abandono de lazos adúlteros, apariciones de personajes misteriosos, explosiones de energía extraordinarias, extras que se arrodillaban al paso del extraordinario Caviezel-Jesús, hasta dos relámpagos, uno de los cuales alcanzó la cruz, y que no han herido a nadie. Y después, casualidades leídas como signos: la Virgen con el rostro de la actriz judía de nombre Morgenstern, que ¬se dieron cuenta después¬ es, en alemán, la «Estrella de la mañana» de la letanía del Rosario.

Comprender con el corazón

Gibson se ha acordado de la advertencia del Beato Angélico: «Para pintar a Cristo, hacer falta vivir con Cristo». El ambiente en la ciudad de Matera y en los estudios de Cinecittà parece haber sido aquel de las sagradas representaciones medievales, de las procesiones de flagelantes en peregrinación. Un carro de Tespis del siglo XIV, para el que, cada tarde, un sacerdote con sotana negra de larga fila de botones celebraba una misa en latín, según el ritual de San Pío V. Aquí está la razón verdadera de la decisión de hacer hablar a los judíos en su propia lengua popular, el arameo, y a los romanos en un latín vulgar, de militares, que nos hiere el oído a los viejos alumnos del Liceo, acostumbrados a los refinamientos ciceronianos.

Gibson, católico, amante de la tradición, es un acérrimo seguidor de la doctrina afirmada en el Concilio de Trento: la Misa es sobre todo sacrificio de Jesús, renovación incruenta de la Pasión. Esto es lo que importa, no el «comprender las palabras», como quieren los nuevos liturgos, de cuya superficialidad se lamenta Mel, porque le parece blasfema. El valor redentor de los actos y de los gestos que tienen su cumbre en el Calvario no necesita de expresiones que todo el mundo pueda comprender. Esta película, para su autor, es una Misa: hágase, por tanto, en una lengua oscura, como lo ha sido durante tantos siglos. Si la mente no comprende, mejor. Lo que importa es que el corazón entienda que todo lo que sucedió nos redime del pecado y nos abre las puertas de la salvación, como recuerda la profecía de Isaías que se presenta como prólogo a toda la película.

El prodigio, por tanto, me parece que se ha realizado: pasado un rato, se abandona la lectura de los subtítulos para entrar, sin distracciones, en las escenas -terribles y maravillosas- que se bastan a sí mismas.

En el plano técnico, el film es de una altísima calidad. Pasolini, Rossellini, el propio Zeffirelli, quedan reducidos a parientes pobres y arcaicos: en Gibson hay una luz sabia, una fotografía magistral, un vestuario extraordinario, escenografías desoladas y, cuando es necesario, suntuosas; un maquillaje de increíble eficacia, unos grandes profesionales, vigilados por un director que es también un ilustre colega. Y, sobre todo, unos efectos especiales tan apabullantes que, como nos decía Enzo Sisti, el productor ejecutivo, quedarán en secreto, confirmando el enigma de la obra, donde la técnica quiere estar al servicio de la fe. Una fe en su versión más católica ¬con el beneplácito del Papa y de tantos cardenales, incluido Ratzinger¬ de la que «La Pasión» es un manifiesto lleno de símbolos, que sólo un ojo competente es capaz de discernir del todo. Haría falta un libro (dos, de hecho, están en preparación) para ayudar al espectador a comprender.

En síntesis, la «catolicidad» radical de la película reside sobre todo en el rechazo de cualquier desmitificación, en tomar los Evangelios como crónicas precisas: las cosas, se nos dice, fueron así, como las Escrituras lo describen. El catolicismo está en el reconocimiento de la divinidad de Jesús que convive con su plena humanidad. Una divinidad que irrumpe en la sobrehumana capacidad de aquel cuerpo de sufrir una cantidad de dolor como nadie ha sufrido antes ni después, en expiación de todo el pecado del mundo.

Una «catolicidad» radical (que, preveo, pondrá en dificultades a algunas Iglesias protestantes, ya generosamente movilizadas para alentar la distribución) también en el aspecto «eucarístico», reafirmado en su materialidad: la sangre de la Pasión está siempre unida al vino de la Misa y la carne martirizada, al pan consagrado. Y está también en el tono fuertemente mariano: la Madre y el Diablo (que es mujer, o quizá andrógino) son omnipresentes, la una con su dolor silencioso; el otro ¬o la otra¬ con su complacencia maligna. De Anna Caterina Emmerich, la vidente estigmatizada, Gibson ha tomado intuiciones extraordinarias: Claudia Prócula, la mujer de Pilatos, que ofrece, llorando, a María los paños para recoger la sangre de su Hijo, está entre las escenas de mayor delicadeza del filme, que, más que violento, es brutal. Como brutal fue, recuerdo, la Pasión. Si al martirio se dedican dos horas, dos minutos bastan para recordar que no fue aquella la última palabra: del Viernes Santo, a la Resurrección, que Gibson ha resuelto acogiendo una lectura de las palabras de san Juan, que también yo propuse. Un «vaciamiento» del sudario, dejando un signo suficiente para «ver y creer» que el reo ha triunfado sobre la muerte.

¿Antisemitismo?

¿Antisemitismo o antijudaísmo? No bromeemos con palabras demasiado serias. Vista la película, creo que tienen razón los judíos americanos que amonestan a sus correligionarios a no condenar la película antes de verla. Queda clarísimo que lo que pesa sobre Cristo y lo reduce a aquel estado, no es la culpa de éste o de aquél, sino el pecado de todos los hombres, sin excluir a ninguno. A la obstinación de Caifás en pedir la crucifixión (aquel saduceo colaboracionista que no representaba al pueblo judío: el Talmud tiene para él y su suegro palabras terribles) hace abundante contrapeso el sadismo inaudito de los verdugos romanos; a las vilezas políticas de Pilatos, se opone el coraje del miembro del Sanedrín ¬episodio añadido por el director¬ que se enfrenta al Sumo Sacerdote gritándole que aquél proceso es ilegal. ¿Y no es acaso judío el Juan que sostiene a la Madre, no es judía la piadosa Verónica, no es judío el impetuoso Simón de Cirene, no son judías las mujeres de Jerusalén que gritan su desesperación, no es judío Pedro, que, perdonado, morirá por el Maestro? Al comienzo de la película, antes de que el drama se desencadene, la Magdalena pregunta, angustiada, a la Virgen: «¿Por qué esta noche es tan diferente a cualquier otra?». «Porque ¬responde María¬ todos los hombres son esclavos, y ahora ya no lo serán más». Todos, pero absolutamente todos. Sean «judíos o gentiles». Esta obra, dice Gibson, amargado por agresiones preventivas, quiere reproponer el mensaje de un Dios que es Amor. ¿Y qué Amor sería este si excluyese a alguien?


La Pasión de Mel Gibson: una obra de arte cristiano

Autor: Jesús Villagrasa, lc

El 25 de febrero de 2004, miércoles de ceniza, llega a la pantalla grande La Pasión de Cristo, una representación cinematográfica de las últimas doce horas de la vida de Jesucristo. El alma de esta película es Mel Gibson, su director y co-autor del guión; la ha financiado con 25 millones de dólares de su bolsillo y ha debido defenderla de varios intentos de boicot y de acusaciones injustas y desmesuradas.

La Pasión de Cristo es ya un hito en la historia del cine. La expectación –entusiasta o llena de animadversión– que la película ha suscitado antes del estreno, en parte provocada por las polémicas de que fue objeto, ha sido superior a la suscitada por cualquier otra película, a pesar de haber sido boicoteada por las grandes agencias de distribución de películas. Durante la filmación muchos dudaron que pudiera tener éxito y, sin embargo, ahí está... rompiendo esquemas y previsiones.

El fenómeno La Pasión de Cristo puede ser considerado –como en el presente artículo– a tres niveles: uno, superficial, se queda en la crónica cinematográfica; otro, puede detenerse en el análisis de los motivos de la polémica; y, finalmente, como explicación profunda del fenómeno, puede ahondarse en lo que, en mi opinión, constituye la razón de ser de la originalidad y belleza de esta película: se trata de una verdadera obra de arte; y más en particular, de una genuina obra de arte cristiano.


1. Crónica cinematográfica


Bajo la dirección de Mel Gibson, el trabajo de producción y rodaje de la película comenzó el 4 de noviembre del 2002 en Matera y Craco, al sur de Italia, para aprovechar la particular luminosidad de esas semanas de invierno. Las escenas de interiores fueron filmadas, posteriormente, en Roma, en los estudios de Cinecittà. La parte antigua de Matera, abandonada hace 50 años, mantiene la apariencia de una ciudad de hace 2000 años; su arquitectura y el paisaje de las áreas circundantes asemeja a las construcciones y parajes de la Jerusalén del tiempo de Jesús.

Rodada en dos lenguas muertas, latín y arameo, la película no iba a tener subtítulos. Durante meses, Mel Gibson quiso omitirlos con la intención de ofrecer una película lo más fiel posible a la historia real. De este modo, no doblada a ningún idioma, en cualquier rincón del mundo los espectadores asistirían a la pasión de Cristo representada por actores que se expresan –en opinión de Mel Gibson– en las lenguas habladas de la Palestina de los tiempos de Jesús.

Por sí solas, las imágenes deberían ser capaces de contar el drama. Una decisión de este tipo exigió a los actores dar lo mejor de sí mismos. Deberían ser capaces de expresar “todo” sin el auxilio de las palabras. El reparto es de primer nivel: Jim Caviezel (Jesús), Rosalinda Celentano (Satanás), Maia Morgenstern (María, la Madre de Jesús), Monica Bellucci (María Magdalena), Ivano Marescotti (Pilato), Claudia Gerini (mujer de Pilato), Luca Leonello (Judas). Alrededor de un millar de extras completan el elenco de esta producción: discípulos, soldados romanos y población palestina.

La intención de Gibson ha sido mostrar todo exactamente tal cual fue hace 2000 años. Algunos de sus colaboradores y muchos invitados a las proyecciones previas de una versión subtitulada, presentada en privado, dudaban de que, sin subtítulos, pudiera lograrse la admirable síntesis de historia y teología que se alcanza con ellos. Al final, Gibson ha cedido, en beneficio de la comprensión de la película. Una cosa parece cierta: los autores, bajo la dirección magistral de Gibson y quizás estimulados por el reto de deber expresarse sin el apoyo de lenguas inteligibles, han realizado una puesta en escena extraordinaria.

La historia se centra en las doce últimas horas de la vida de Jesucristo, desde la agonía en el Huerto de Getsemaní hasta la muerte en cruz, y está abierta a la resurrección. Se trata –dice el director– de la historia del más grande de los heroísmos, del amor más grande. La historia de un hombre extraordinario que da la vida por los demás; un hombre, Jesús, que los cristianos creemos que es verdadero hombre y verdadero Dios.

La historia de quien, consciente y voluntariamente, va a su pasión y muerte para salvar a los hombres de la muerte eterna. Un hombre muere a causa de nuestros pecados y para la redención de los pecados de todos. De todos los pecados.

Y en primer lugar, por los pecados de los protagonistas de la pasión: Judas lo traiciona, el Sanedrín lo acusa con mentira y lo condena injustamente, los discípulos lo dejan sólo, Pedro lo niega tres veces, Herodes se burla de él, Pilatos se lava las manos irresponsablemente, la muchedumbre manipulada pide a gritos su ejecución, los soldados romanos lo flagelan, humillan y crucifican sin piedad.

Y entre todos los personajes se mueve la presencia insidiosa de Satanás que desde el Huerto a la Cruz acecha los pasos de Cristo para ver si cede ante los tormentos, si renuncia a su misión. En la primera escena de la película Jesús libra el combate, la agonía, del Huerto, y Satanás es vencido: un enérgico pisotón de Jesús a la cabeza de una serpiente recuerda la promesa de Génesis 3, 15: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”

La interpretación de María, la madre de Jesús, es magnífica. Su presencia discreta, dulce y fuerte acompaña a Cristo durante toda la pasión. La madre, desde la fe y con el corazón, participa hondamente de la pasión, penetra progresivamente en el misterio, recoge la sangre preciosa derramada en la flagelación, besa las llagas del hijo.

El film intercala algunos “flashbacks” (saltos al pasado) que permiten penetrar en el alma de los personajes y en el sentido de las acciones. Uno de ellos compara la carrera de María para ayudar a Jesús caído bajo la pesada cruz, y un episodio de la infancia donde se ve a María corriendo con la misma premura para recoger a su pequeño hijo caído tras un tropiezo. En otros nos es descubierta la íntima conexión de la Ultima Cena-Eucaristía y el Sacrificio de la Cruz. En otros, la luminosa vida cotidiana de la Sagrada Familia en Nazaret contrasta con la sordidez de un juicio injusto y amañado, y con la villanía y crueldad de los azotes, insultos y burlas.

Algunas escenas no evangélicas, tomadas de algunos escritos de místicos de la pasión, parecen incluidas para interpretar y penetrar el misterio que se realiza. Así cuando Judas está para ahorcarse, después de haber traicionado a Jesús, unos niños que corren alrededor de él y lo incordian, representan simbólicamente los turbios pensamientos que lo están atormentando.

El título en inglés de esta producción de ICON Productions iba a ser The Passion, pero por motivos del registro de derechos hubo que cambiarlo a The Passion of Christ, pues ya existe otro proyecto de la distribuidora Miramax con ese nombre y, además, el director quiso evitar confusiones con otras películas. El film es distribuido en Estados Unidos por Newmarket Films, una pequeña compañía especializada en películas independientes de calidad. La empresa Aurum Producciones ha adquirido los derechos de distribución para España. Gibson se ha reservado los derechos de distribución en Australia y en Gran Bretaña.


2. Las polémicas previas al estreno

Durante el verano y otoño del año 2003, un borrador de la película fue presentado en Estados Unidos y en Italia a pequeños grupos de católicos y evangélicos, a personajes del mundo religioso y político y a responsables de medios de comunicación. Las presentaciones tenían por objetivo recoger impresiones de los cristianos, calibrar las reacciones y salir al paso de rumores o abiertas acusaciones que habían comenzado a circular. Los productores querían demostrar la falsedad de las acusaciones contra la película de antisemitismo y de falta de rigor histórico.

La cuestión del antisemitismo

Profundamente ofendido, Mel Gibson niega las acusaciones de difamación antisemita hechas a su persona y a la película. Sin haber visto la película, las organizaciones judías Liga Anti Difamación y el Centro Simon Weisenthal han hecho declaraciones de este tipo. Ambas organizaciones –apunta Gibson– tienen, lamentablemente, un largo historial de confrontación con la Iglesia Católica; ambas se han dedicado a difamar la memoria del Papa Pío XII y para ambas el Evangelio es, en sí mismo, antisemita. “El antisemitismo –precisa– no sólo es contrario a mis creencias personales sino que también es contrario al mensaje de mi película. No odio a la gente y, ciertamente, no odio a los judíos; tengo amigos y socios judíos.

La Pasión de Cristo es una película hecha para inspirar, no para ofender. Mi intención al llevarla a la pantalla es crear una obra de arte que quede y motive la reflexión en las audiencias de distintos credos o de ninguno, a los que la historia les es familiar». Mel Gibson y Jim Caviezel son católicos y el guión fue escrito por católicos, pero el reparto y el equipo de producción está integrado por cristianos de distintas denominaciones, judíos, musulmanes, budistas y hasta agnósticos.

Voces representativas cristianas y judías han salido en defensa de la película: la actriz rumana, Maia Morgenstern, judía e hija de un superviviente del Holocausto, que interpreta en la película a la Virgen María, afirma en declaraciones al The Jewish Journal que el filme no es antisemita. Dean Devlin, coproductor de Braveheart, después de ver la presentación previa dice: “No he encontrado en ella el menor antisemitismo, y yo soy judío”.

Keith Fournier, abogado constitucionalista que ha participado en importantes casos sobre la libertad religiosa ante la Corte Suprema de Estados Unidos, asistió a una proyección privada en Washington DC junto con otras personalidades políticas y sostiene que la acusación de antisemitismo no tiene sentido.

La defensa más vigorosa de la película procede de un rabino ortodoxo, Daniel Lapin, uno de los líderes judíos más respetados de Estados Unidos, fundador y director de la organización Toward Tradition dedicada a fortalecer las buenas relaciones entre judíos y cristianos.

En un artículo publicado en Jewsweek (3-X-03) salió al paso de la campaña que algunas organizaciones judías libraban contra la película y defiende que “estas protestas contra The Passion no sólo son moralmente indefendibles sino que resultan estúpidas”. Ante todo, “tienen muy pocas posibilidades de conseguir cambios en la película. Gibson es un artista y un católico de honda convicción de la que es expresión su película. Por ello, el motivo que le ha llevado a hacer la película no es comercial. Además, cualquiera que haya visto su Braveheart puede comprobar la profunda identificación de Mel Gibson con el héroe de esta cinta épica, que prefiere ser despedazado antes que traicionar sus principios. ¿Cree alguien probable que Gibson pacte con las organizaciones judías?”.

Lapin también considera errados los ataques contra Gibson porque “aunque puedan venir bien a las organizaciones judías que recaudan fondos con el espectro del antisemitismo, o a los periodistas judíos que en el New York Times o en otros medios quieren hacer carrera, desde luego no responden en absoluto a los intereses de la mayoría de los judíos norteamericanos que viven en confortable armonía con sus conciudadanos cristianos. Muchos cristianos ven todo esto no sólo como ataques a Mel Gibson o como meras críticas contra su película, sino, con alguna razón a mi juicio, como ataques contra todos los cristianos”.

Eugene Korn, director de asuntos interreligiosos de la Liga Antidifamación Judía, uno de los “estrategas” que diseñó la campaña para censurar la película con la acusación de antisemita, y tal vez su más escandaloso detractor, se vio obligado a presentar su renuncia a la Liga en medio de cuestionamientos por la agresiva reacción del grupo ante el film cristiano. También son contrarios a la campaña de la Liga el rabino Yechiel Eckstein, presidente y fundador de la International Fellowship of Christians and Jews y Michael Medved, un crítico de cine y ortodoxo judío.

El cardenal Darío Castrillón, prefecto de la Congregación para el Clero, uno de los invitados a las presentaciones previas de la película declara en una entrevista al diario La Stampa (18-IX-2003): “El antisemitismo, como toda forma de racismo, distorsiona la verdad a fin de denigrar a toda una raza de personas. La película no hace nada de esto. Basada en la objetividad histórica de los relatos evangelios hace surgir sentimientos de perdón, misericordia y reconciliación. Retrata los horrores del pecado, a la vez que el suave poder del amor y el perdón, sin hacer ni insinuar siquiera condenas en contra de un determinado grupo. Esta película comunica exactamente lo opuesto: que aprendiendo del ejemplo de Cristo, no debería existir más violencia contra otro ser humano”. Algunas personas no comparten la idea de que la película sea fiel a la historia y han constituido el segundo frente de la polémica.

La cuestión de la historicidad

Mel Gibson repite, convencido, que su película corresponde a la verdad de los hechos históricos, que “es conforme a lo que los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento nos cuentan sobre la pasión y muerte de Cristo” y que quien espere un relato fiel a la vida de Cristo no saldrá decepcionado. A la vez, y sin ningún reparo, admite que para algunos pasajes se ha inspirado en las visiones de algunos “místicos” de la pasión; principalmente en las de una religiosa alemana en proceso de beatificación, Anna Katharina Emmerick (1774-1824), que llevó consigo los estigmas de la Pasión del Señor y recibió carismas extraordinarios. Ella misma describió sus visiones en el libro “La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”. Gibson justifica su opción por la crucifixión de las manos y no de las muñecas, como parece más probable históricamente, diciendo que “la posibilidad de que Jesús haya sido crucificado en las muñecas tiene fundamento, pero la tradición ha representado a Jesús con heridas en las manos y, a lo largo de la historia, los santos que recibieron los estigmas del Señor, los presentaron también en las manos”.

Un grupo de expertos católicos y judíos americanos, al parecer con algún respaldo inicial en algún comité de la conferencia episcopal de los Estados Unidos, declaró que el guión de la película contenía “errores históricos” y que su visión de las figuras judías no era correcta. Sorprende, sin embargo, que un comité interreligioso de expertos se haya basado en una versión primitiva del guión (una versión “robada” y muy diferente de la actual, según la productora). Paula Fredriksen, profesora de Escritura en Boston University, autora de Jesus of Nazareth, King of the Jews, un estudio histórico de las últimas doce horas de la vida de Jesús, afirma que el guión los sobresaltó.

“Nosotros señalamos sus errores históricos y –como Gibson había proclamado su Catolicismo– sus desviaciones de los principios magisteriales de interpretación bíblica. Concluimos con algunas recomendaciones generales sobre algunos cambios en el guión” (The New Republic, 28-VII-2003). El 21 de julio de 2003 Mel Gibson tuvo un encuentro con Mons. William P. Fay, secretario general de la conferencia episcopal de Estados Unidos, para aclarar términos y manifestar sus buenas disposiciones (Inside the Vatican, 16-VIII-03).

Algún defensor de las licencias históricas de Mel Gibson usa un argumento bastante débil que suena así: “Desde Jesucristo Superstar a La última tentación de Cristo estamos acostumbrados a que un cineasta entre a saco en los Evangelios para recrear su particular visión de la vida de Cristo. Si alguien se escandaliza y reclama fidelidad al texto evangélico, se le etiqueta de conservador y se le recuerda que la creatividad del artista no está atada por la letra del texto. Si alguien se siente ofendido por la ‘recreación’, se le responde que, por supuesto, no hay ningún ánimo de ofender, pero que la libertad de expresión no admite censuras ni cortapisas de sensibilidades heridas. Pero llega The Passion, recreación de las últimas horas de Jesucristo antes de morir en la cruz, y ese tradicional cliché ya no vale”. El argumento es débil porque no afronta el problema de la historicidad. Ciertamente, en la creación de su obra un artista es libre para hacer muchas opciones artísticas. Cabe, sin embargo, preguntarse por qué motivo Mel Gibson introduce elementos ajenos al Evangelio o a serios estudios históricos sobre el tiempo de Jesús, si su intención era presentar la pasión “como fue”.

Esta pretensión de completa historicidad, declarada repetidamente por Gibson, puede justificar algunas intervenciones críticas de estudiosos de la Sagrada Escritura y de la cultura e historia del tiempo de Jesús. De otro modo, no se entiende este “celo”, esta preocupación e intervención de los estudiosos que se ponen a juzgar la “ortodoxia histórica” de una película.

No le han faltado al director, también en esta polémica, defensores de renombre. Ted Haggard, presidente de la Asociación Nacional Evangélica, cuyos teólogos valoran mucho la cita exacta de la Biblia, declaró que la película es “la representación más auténtica que jamás he visto”. El arzobispo de Denver, Mons. Charles Chaput, considera que la película es una obra de arte y extraordinariamente fiel al Evangelio, y que para Mel Gibson, hacer la película ha sido un acto de fe y algo enormemente significativo (National Catholic Register, 14-X-2003). Augustine Di Noia, subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, después de ver la película dijo que “sin ser un trabajo documental, sino de imaginación artística, la película de Gibson es absolutamente fiel al Nuevo Testamento: incorpora elementos de la Pasión de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, manteniéndose fiel a la estructura fundamental común a los cuatro relatos” (Zenit, 10-XII-2003).

En cada una de estas valoraciones hay elementos de notable interés para hacer un juicio ponderado de la película: en ella se integran la fidelidad a los hechos, la libertad artística y la penetración creyente en el misterio. La película cuenta la historia evangélica de una manera dramáticamente hermosa. Los hechos narrados en los evangelios corresponden a acontecimientos reales. Los cuatro evangelistas son conscientes de contar hechos históricos, pero más todavía acontecimientos salvíficos. Los evangelios son la narración de una historia, penetrada por la fe, expresada por la fe, aceptada y vivida en la fe.

Mel Gibson es un artista y un cristiano; no es un evangelista –en primer lugar porque no está divinamente inspirado– pero comparte con ellos su esfuerzo por comunicar unos hechos que la fe descubre, reconoce y confiesa como salvíficos. Gibson se siente con el derecho de contar las cosas como sucedieron, porque se trata de un mensaje que interesa a todos los hombres; y cada uno de ellos tiene, también, el derecho a escuchar la verdad. Como artista, Gibson se siente con la libertad de crear una obra de arte que logre comunicar su “inspiración artística”.

La inspiración no es ajena a la vida del artista. Gibson ha confesado que desde que tenía 35 años la Pasión de Cristo lo persigue. A esa edad tuvo la gracia de penetrar en el misterio de amor divino revelado en la pasión. Ese misterio puede iluminar la vida de los hombres, sobre todo las dimensiones más oscuras y misteriosas como son su dolor y la derrota del pecado. El dolor y las heridas de Cristo en su pasión, las llagas en su rostro y en su cuerpo, tan duras a la vista, se revelen extraordinariamente hermosas cuando se descubren sufridas y soportadas voluntariamente por amor.

Muy relacionada con la polémica sobre la fidelidad histórica se halla la cuestión de la violencia de las escenas. Jim Caviezel, el actor que representa a Jesús, en una entrevista para el diario Globe and Mail asegura que lo sufrido realmente por Jesucristo fue mucho más duro de lo que han mostrado en la película. Hay mucha sangre. No se puede mentir. Sin embargo, la fidelidad a lo ocurrido no puede alejar al espectador del mensaje. “No vamos a llegar a un punto en el que la gente se sienta tan afectada por lo que ve en la pantalla que no saque nada del relato. No queremos –concluye Caviezel– eso”. La violencia revela a la vez la maldad del pecado y la grandeza del amor de Dios.

Las escenas violentas no provocarán odio y rencor entre los espectadores porque “uno de los grandes logros de esta película –dice el cardenal Castrillón– es mostrar con precisión tanto el horror del pecado y del egoísmo como el poder redentor del amor. Al ver la película se suscitan en el espectador sentimientos de compasión y amor. Hace que el espectador desee amar más, perdonar, ser bondadoso y fuerte, no obstante los obstáculos, como Cristo lo fue incluso ante un sufrimiento tan terrible” (La Stampa, 18-IX-2003). Quizás éste sea uno de los mayores logros de la película: que, en el horror de la pasión, el amor brille con más fuerza que la sangre misma, y que aquel ante el cual uno ocultaría el rostro pueda ser contemplado con gratitud y amor.

El rabino Lapin cita unas declaraciones del cardenal Castrillón para responder a quienes acusan a Gibson de incurrir en errores sobre los verdaderos responsables de la muerte de Jesús: “Gibson ha tenido que tomar muchas opciones artísticas para conformar su retrato de los personajes y los acontecimientos que se dan cita en la Pasión, y ha completado la narración del Evangelio con las percepciones y reflexiones hechas por santos y místicos a lo largo de los siglos.

Mel Gibson no sólo sigue rigurosamente el relato evangélico, dando al espectador una nueva apreciación de esos pasajes bíblicos, sino que, gracias a sus opciones estéticas, ha hecho una película fiel al sentido de los Evangelios, tal y como los interpreta la Iglesia” (Jewsweek, 3 octubre 2003). La libertad de un artista creyente, que quiere ser fiel al evangelio, dan como fruto una obra que todos pueden apreciar. Pero quien de un modo particular la apreciará será el espectador que sintoniza con la fe que ha inspirado esta obra de arte.

Mientras veía la versión aún inconclusa de la película el cardenal Castrillón dice haber experimentado “momentos de profunda intimidad espiritual con Jesucristo. Es una película que lleva al espectador a la oración y reflexión, a una contemplación que conmueve el corazón. De hecho – y se lo dije al señor Gibson después de la proyección – yo con gusto cambiaría algunas de las homilías que he dado acerca de la pasión de Cristo por alguna de las escenas de esta película” (La Stampa, 18-IX-2003).

Unas palabras de un espectador de excepción han sido ocasión para una larga polémica en los medios de comunicación: si Juan Pablo II pronunció o no la frase “es como fue” después de ver la película. El Director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls, para aclarar el asunto publicó el jueves 22 de enero de 2004 una nota oficial: “Tras haber consultado con su secretario personal, el Arzobispo Stanislaw Dziwisz, confirmo que el Santo Padre ha tenido la oportunidad de ver la película The Passion of the Christ”.

La nota además describe positivamente la película como “una adaptación cinematográfica del hecho histórico de la Pasión de Jesucristo según el relato evangélico”. Esta descripción es relevante, considerando que una de las controversias en torno a la película había sido la de su fidelidad a los hechos históricos y al relato evangélico. Sin embargo, el comunicado anota que si el Pontífice hubiese dicho la frase “es como fue”, ésta no debería ser tomada como un respaldo oficial: “Es costumbre del Santo Padre no expresar juicios públicos sobre obras artísticas, juicios que están siempre abiertos a diversas valoraciones de carácter estético”.

El comunicado de Navarro Valls “tiene un doble propósito: parece responder a la evidente presión para distanciar al Papa de cualquier conexión directa con la película, al mismo tiempo que se le presta un limitado apoyo” (Inside the Vatican, 22-I-2004). El comunicado deja muy claro en su parte principal que el Papa no hace juicios públicos sobre “obras artísticas”, porque al ser de naturaleza estética, y no doctrinal o moral, el juicio de obras de arte como las películas, está fuera de la competencia papal.

Historia, fe y arte, en esta película, parecen inseparables. El especialista en Sagrada Escritura, en cultura oriental, en teología espiritual o en arte cinematográfica podrá hacer un análisis minucioso de la obra y, quizás sobre todo en la fidelidad histórica, encontrar deficiencias o hacer reparos. Un análisis de este tipo no es difícil. Lo meritorio es la síntesis artística, la obra creativa de artista. La Pasión de Cristo es una obra extraordinariamente bella, si por belleza entendemos la “manifestación sensible de la idea” (Hegel). Un reparo parece, sin embargo, inevitable. ¿Hacía falta recurrir a las visiones de una mística, que no necesariamente relatan verdades históricas, para comunicar la experiencia de fe? Hubiera preferido que Mel Gibson no recurriese a ellas. Pero, por otra parte, ¿es tan grave haberlo hecho? De hecho, no desdibuja los méritos artísticos de la obra, y no impedirá, posiblemente, el fruto de una obra que su director, productores y varios de los artistas han pretendido. Quizás sean esas las libertades que los artistas se pueden permitir.


3. Una obra de arte cristiano

La calidad artística de Mel Gibson es indiscutible, como lo es, también, su adhesión creyente a la fe cristiana y su deseo de ser fiel a la historia evangélica. El resultado de estos ingredientes es una obra de arte cristiano. “Esta película –dice el cardenal Castrillón– es un triunfo del arte y de la fe. Será una herramienta para explicar la persona y el mensaje de Cristo. Estoy seguro de que ayudará a todos los que la vean –tanto cristianos como no cristianos– a ser mejores. Acercará a las personas a Dios y entre sí”.

A la luz de esta obra y de este artista, parecen hacerse concretas y plásticas algunas ideas expresadas por Juan Pablo II en La carta de a los artistas del 4 de abril de 1999. La carta está dirigida “a los que con apasionada entrega buscan nuevas «epifanías » de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística”, a los “geniales constructores de belleza”. El artista imita de un modo propio al Creador. Sólo Dios es “creador” en sentido estricto, pues sólo él da el ser mismo y “saca” algo de la nada. El artífice, por el contrario, se sirve de algo ya existente para darle forma y significado (cf. n. 1). El artista no puede prescindir de su propia experiencia, pues al modelar una obra “el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es” (n. 2).

La belleza que el artista expresa no es ajena al bien. “La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza” (n. 3). La Pasión de Cristo de Gibson no cae en el esteticismo. Su belleza es la manifestación sensible del bien más grande, que es el amor hasta el extremo de dar la vida.

Puede comprenderse que La Pasión de Cristo no sea sólo fruto de la fe de Gibson sino también un reclamo interior del artista que sólo a través de la representación de este misterio llega a su plenitud vocacional. “El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del «talento artístico»”. Se trata de un talento que el artista –poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.– sabe que no puede malgastar y que ha de “desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad” (n. 3). La sociedad, tiene necesidad de artistas. Ellos prestan “un servicio social cualificado en beneficio del bien común” (n. 4)

Estas verdades valen para todo artista, pero de un modo particular para el artista cristiano que expresa en su obra el misterio de Cristo, Verbo encarnado. La ley del Antiguo Testamento prohíbe representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una “imagen esculpida o de metal fundido” (Dt 27, 25), porque Dios transciende toda representación material. Sin embargo, en el misterio de la Encarnación, el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible. Dios se hizo hombre en Jesucristo.

“Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio» aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto.

La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos” (n. 5). El Antiguo y el Nuevo Testamento han inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. “Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne»” (n. 5).

La representación artística de la palabra bíblica “constituye un vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética. Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo” (n. 5). San Gregorio Magno en una carta del año 599 al Obispo de Marsella, Sereno, decía que “la pintura se usa en las iglesias para que los analfabetos, al menos mirando a las paredes, puedan leer lo que no son capaces de descifrar en los códices”. Quizás el séptimo arte pueda descubrir a los “analfabetos religiosos” de nuestro tiempo a ese Cristo que no han conocido en los evangelios.

Lo que Juan Pablo II dice de toda intuición artística adquiere nuevas e insospechadas dimensiones cuando el arte representa los misterios de la vida de Cristo: “La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas”.

“Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre «más allá» de las capacidades de penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su insondable misterio! El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística” (n. 6). El arte es una vía privilegiada de expresión y comunicación de los misterios más ricos y profundos. “Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad” (n. 6).

Aunque el misterio de Dios sea insondable y la limitación de los medios artísticos muy grande, los misterios de la fe pueden representarse. En la “lucha iconoclasta” del siglo VIII, las imágenes sagradas, “muy difundidas en la devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una violenta contestación. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado” (n. 7).

Durante la Edad Media y el Renacimiento, fe, cultura y arte estuvieron estrechamente unidos y florecieron juntos. En la edad moderna, junto al humanismo cristiano que ha seguido produciendo significativas obras de cultura y arte “se ha ido también afirmando progresivamente una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos” (n. 10). Quizás a ese menor interés de los productores corresponda la sed de los consumidores y el extraordinario éxito que han tenido obras como la de Gibson o la serie de películas religiosas producidas por la televisión italiana.

La Iglesia, por su parte, sigue alimentando un gran aprecio por el arte como tal, pues “es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención” (n. 10). Cuánto más si el objeto representado es la redención misma. Este arte cristiano, tanto en sus formas literarias como plásticas, no son meras ilustraciones estéticas, sino que a su modo son verdaderos “lugares” teológicos (cf. Marie Dominique Chenu, La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9)

La Iglesia tiene necesidad del arte para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado. “En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio. La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo, sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus connotaciones simbólicas” (n. 12). Ante esta “eficacia” comunicativa del arte, no resulta exagerada la expresión del cardenal Castrillón: “con gusto cambiaría algunas de las homilías que he dado acerca de la pasión de Cristo por alguna de las escenas de esta película”.

La Pasión de Mel Gibson parece una respuesta a la “llamada especial” que en su carta Juan Pablo II hizo a los artistas cristianos: “Quiero recordar a cada uno de vosotros que la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre. Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». (Gaudium et spes, 23)

En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansiosa «la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es vuestra misión.

En contacto con las obras de arte, la humanidad de todos los tiempos –también la de hoy– espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino” (n. 14). Esta ha sido la intuición artística y la intención del director y de los productores de La Pasión de Cristo. Los espectadores dirán si lo han logrado. Quienes la vieron antes del estreno aseguran que se trata de una auténtica obra de arte y que les suscitó una profunda experiencia de fe. La obra está servida. La experiencia estética y espiritual dependerá también de la sensibilidad artística y religiosa de cada uno.