VI. Implicaciones cósmicas de la maternidad espiritual: María, Madre del Mundo

Hemos visto anteriormente la maternidad corporal de la Madre-Tierra respecto de la humanidad, integrada en la maternidad espiritual de la Iglesia gracias a la economía sacramental. Ahora vamos a considerar el rol de María y de su maternidad de gracia respecto de la materia, del mundo, del universo angélico, material y humano en su condición renovada por la cruz de Cristo, después su existencia misma.

La consideración del primero de estos dos temas comienza de manera clara, al parecer, con San Anselmo; es esencialmente la obra de la teología medieval: Bernardino de Siena y Antonino de Florencia. Citemos ampliamente a Anselmo de Cantorbery:

La naturaleza entera es la creación de Dios y Dios es de María. Dios ha creado todo, se hizo a sí mismo de María y es así que rehizo todo lo que había hecho. Quien pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacerlas, después que fueron degradadas, sin María. Dios es, por tanto, el Padre de las cosas creadas y María la madre de las cosas recreadas... La Madre que restableció a todas las criaturas es María... María engendró a Aquel por quien todo fue salvado, sin el que nada está en orden.

El discípulo de Anselmo, Eadmer -teólogo de la Inmaculada Concepción - orquestó el tema del Maestro: “la bienaventurada María, participando por sus méritos en la reparación de todos los seres, es la Madre y la Señora de todas las cosas”.

Se ve: es bella y buena una maternidad no corporal, sino espiritual de María respecto de todo el universo de la que es reparadora y la restauradora reintegrándolo al servicio de Dios, como enseña Anselmo de Cantorbery seguido por su escuela. María es la madre, no corporal, sino espiritual, del mundo material: Mater mundi.

Tres siglos más tarde, San Antonio de Florencia (1389-1459) retoma y completa los principios de Anselmo y de Eadmer: pero los sitúa en el contexto del misterio de la predestinación de la Virgen:

María fue predestinado antes de los siglos para ser el principio de la recreación de todo lo creado; es así lo que es dicho de ella: “Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas” (Prov8, 22 ss), es decir al comienzo de todas sus obras, para que sea la primera de todas las criaturas que son puras criaturas... María es también madre por la dignidad, porque ella es la primera nacida antes de toda criatura; en efecto, ella es más noble y más perfecta, en gracia y en gloria, que toda (otra) pura criatura. Porque quien es primero en un género es casi causa de todos los otros (seres en el mismo género): quod autem est primum in unoquoque genere est causa aliorum.

Este bellísimo texto plantea un principio fecundo cuyas consecuencias insinúa sin desarrollarlas. La primacía de María, querida por Dios, después de Cristo pero con Él y antes de toda otra pura criatura, entraña su causalidad universal, no física y eficiente, ciertamente, sino -aunque el autor no lo precise- moral y meritoria. Antonino transpone en Mariología el argumento platónico de los grados utilizado por Santo Tomás de Aquino en la demostración de la existencia de Dios; es la célebre cuarta vía: el grado supremo es causa de todos los grados inferiores.

Transposición interesante, más aún cuando nos muestra la posibilidad de una maternidad espiritual de María respecto del universo corporal y material, no puramente y simplemente o solamente en estilo scotista, a partir de la primacía intencional de María en el plan divino, sino también, en estilo tomista, a partir del misterio de su predestinación unido a la consideración de los grados del ser y del actuar. Antonino de Florencia plantea los principios que deberían conducir a todas las escuelas católicas de teología a un consensus en cuanto a la causalidad moral y meritoria de la Virgen, en dependencia de Cristo crucificado, respecto de la existencia y de la consumación del universo físico y de cada naturaleza humana. Primera de los predestinados, después de Cristo, María no causa solamente, en dependencia de Él, la gracia y la gloria en todos los elegidos, sino además, por su intercesión, la naturaleza misma.

Prolongando a San Anselmo, Antonino lo sobrepasa netamente, y reúne las opiniones de su contemporáneo san Bernardino de Siena sobre María causa final del universo del que es la consumación. El conjunto de esta opiniones y principios (María causa ejemplar y final del universo, primera nacida en el pensamiento divino, cuya primacía entraña una causalidad universal comprendida sobre el plan de la causalidad moral eficiente) es más o menos común a todas las mariologías de la baja Edad Media y de los siglos posteriores que deberían, en el futuro, reunir unánimemente a los teólogos católicos en la afirmación de una cierta, misteriosa e inmaterial causalidad de la Virgen respecto de la existencia misma de la materia.

Semejante afirmación se encuentra además fortificada en el contexto de la común visión medieval, a la vez filosófica y teológica, de la causalidad meritoria del justo en la obtención de los bienes temporales. Para santo Tomás de Aquino, “si se considera los bienes temporales en tanto que favorecen el cumplimiento de las obras de virtud que nos conducen a la vida eterna, se vuelven directamente y absolutamente objeto de mérito, como el crecimiento de la gracia y de todos los otros auxilios que nos permiten alcanzar la beatitud, una vez recibida la primera gracia... Vistos desde esta perspectiva, estos bienes temporales son absolutamente bienes.”

Estos principios luminosos se aplican, primeramente, al bien temporal que es la existencia, la posición  en el ser de una naturaleza destinada a la gracia y a la gloria, de una naturaleza que, por lo demás permanece y alcanza inclusive su perfección cuando es transfigurada y divinizada por la gracia y la gloria.

Así como el mérito sobrenatural de los bienes temporales presupone, como lo señalaba anteriormente el Doctor Angélico, “la primera gracia recibida”, igualmente la persona humana no sabría ser la causa moral y meritoria de su propia creación por Dios, sino solamente de la de los otros. Si puedo merecer para los otros, con un mérito de conveniencia, la gracia y la gloria, ¿por qué no podría merecer el don gratuito y primero de la creación y de la naturaleza? Si no importa que cualquier justo (inclusive no cristiano) pueda obtener por su intercesión este don de la naturaleza y de la existencia para los otros espíritus creados, con mayor razón la Virgen Madre de Dios la obtuvo participando en el sacrificio de su Hijo sobre la cruz. Al merecer nuestra divinización, mereció lo que menor y que la condiciona: nuestra creación a partir de la nada.

Esta causalidad moral y meritoria se nos manifiesta, incluida en el consentimiento creado a la voluntad creadora de Dios, tan magníficamente presentado por Aimé Forest. Citémosle con cierta amplitud: “Según el idealismo, el pensamiento no podría dar una significación última a las realidades que afirma. ¿Pero por qué no podríamos entrar profundamente en el absoluto de la afirmación siguiendo nuestra afirmación misma de criaturas? Si no tenemos que dominar al ser de manera que nos coloquemos respecto de él en una relación de prioridad ideal, nos queda corresponder a este absoluto mediante el consentimiento que le demos. La afirmación objetiva es ya liberación de la limitación propia al ser creado, agrega a nuestra naturaleza la verdad de lo que el espíritu posee; ella se termina cuando el acto que pone las cosas en el en si toma el valor de un consentimiento, es decir de una respuesta al acto por el cual Dios los crea”.

Es especialmente en esta dirección de un consentimiento a la creación que orienta el texto bíblico citado por Antonino -siguiendo una larga tradición, bien fundada, aplicándolo a la Virgen María-: Prov 8, 22 cuya continuación conduce naturalmente y lógicamente a la afirmación de una causalidad moral de María en la creación del mundo: “Cuando fundó los cielos, allí estaba yo; cuando puso una bóveda sobre la faz del abismo. Cuando daba consistencia al cielo en lo alto, cuando daba fuerza a las fuentes del abismo. Cuando fijo sus términos al mar para que las aguas no traspasasen sus linderos. Cuando echó los cimientos de la tierra. Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome ante Él en todo tiempo: Recreándome en el orbe de la tierra, siendo mis delicias los hijos de los hombres.” (Prov, 8, 27-31).

Son los mismos principios que guiarán, dos siglos después, al célebre cardenal de Lugo S.J., en su contemplación de las relaciones entre la Virgen y el universo:

Al igual que Dios, creando todo en su complacencia para su Cristo, hizo de Él el fin de las criaturas, así, guardando las proporciones, se puede decir que sacó de la nada el resto del mundo por amor a la Virgen-Madre, haciendo que ella sea justamente llamada, también, fin de todas las cosas...Se puede decir con la misma proporción que Dios creó el mundo para los elegidos y que de esta manera los elegidos son de alguna manera el fin por el cual el resto de las criaturas fue hecho.

En suma, si el universo fue creado para María, a su imagen, fue creada también a causa de ella: tanto como decir -con un teólogo moderno- que María “se vuelve secundariamente y en dependencia de su Hijo, la causa meritoria de todos los bienes,” no solamente de la gracia y de la gloria, sino también del ser y de la naturaleza.

Tal es la verdad que se esconde también en las especulaciones gnósticas y heterodoxas sobre la Magna Mater, como en los sacrificios erróneamente ofrecidos a la Virgen por las mujeres colyridianas, de los que nos habla san Epifanio. María no es la creadora del universo merecedora de un sacrificio, sino moralmente la procreadora, por su intercesión meritoria, de la creación del universo entero, físicamente independiente de ella. El universo pende en su existencia misma de las lágrimas de María al pie de la cruz, delante de su Hijo; ella es la Cordera inmolada con el Cordero desde el origen y la fundación del mundo. Esplendor de la oración inmaculada y procreadora de María y de los Ángeles, creados por causa de ella antes del hombre, pero con ella, por su oración, moralmenre procreadores del universo físico. ¿Si los hombres pueden ser, y son físicamente procreadores, por qué María, los Ángeles, los Santos, en pocas palabras, la Iglesia no lo serían moralmente?

De esta manera, surge una protología mariana que viene a completar a una escatología mariana: la intercesión procreadora es también la intercesión consumadora, la Orante obtiene con la Parusía de su Hijo resucitado la resurrección, por él, de todos sus elegidos, en la gloria. María no resucita a los hombres de manera física y directa, inmediata, sino mediatamente, moralmente, por sus súplicas, como anteriormente había cooperado moralmente a la resurrección de su Hijo y a la suya propia.

Incluso diríamos: Cristo, al resucitar a su Madre, la asoció activamente a esta manifestación suprema de su omnipotencia de Resucitado. El Hijo único y bien amado de Dios y de María, el que es la resurrección y la vida, confirió al alma beatificada de su Madre, el poder de obtener de Él la resurrección de los cuerpos mortales. Si otros santos pudieron (como los mismos Apóstoles: Tim 10, 8) la orden y la misión de resucitar a los muertos, no se ve porqué, de una manera general, todos los santos no estarían, en sus almas inmortales y libres, asociados activamente, por Cristo, al misterio de sus resurrecciones corporales en el fin de los tiempos, ni, a fortiori, por qué la Virgen no habría sido ella la primera asociada en su libertad creada y más sublimemente rescatada, al misterio de la resurrección privilegiada y anticipada de su cuerpo mortal, generador de la Vida eterna. Podemos decir, entonces, sobre el modo de la Asunción, que ella consistió en una libre, poderosa y gloriosa oración con miras a la reanimación de su cadáver incorruptible, bajo el actuar supremo del Espíritu vivificante. En este misterio, María no se nos muestra solamente pasiva, sino además, por el don de su Hijo y del Espíritu, activa, supremamente activa.

¿Por otro lado, no mereció, de alguna manera, por su muerte de puro amor, su propia resurrección como había, anteriormente, cooperado con la Encarnación del Verbo?, así como en Nazaret, y luego al pie de la cruz, a la regeneración espiritual de todos los hijos de Adán? La madre muriente y muerta de un Dios mortal y muriente mereció volverse la madre viviente y vivificante de todos los vivientes; la nueva Eva, no solamente durante su vida, sino también en el instante en que, llegado al límite de la caridad, su actuar se hizo supremamente meritorio, no solamente para ella, sino además para los otros: es especialmente en el momento de su propia muerte de amor que María “se convirtió para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre”. San Juan Damasceno no insinúa que la muerte de María nos confiere la inmortalidad cuando le dice: “Tu cuerpo desapareció en la muerte, sin embargo haces brotar para nosotros las fuentes inagotables de la vida inmortal”.

Al merecer resucitar, bajo la acción del Espíritu, a imagen de su Hijo, (cf Jn10, 18: tengo el poder de retomar la vida), María mereció, al mismo tiempo, el poder de rogar muy eficazmente por la resurrección de todos sus hijos al fin de los tiempos; Cristo no le negará, sin duda alguna, lo que concedió, en los tiempos de la Iglesia, a los apóstoles: es a través de la libertad creada y glorificada de su Madre que el Hijo de Dios resucitará, a pedido suyo, a todos los muertos; ¿no es esto lo que el Damasceno había intuido cuando escribía, pensando primero -pero tal vez no únicamente, en la eficacia última del consentimiento a la maternidad divina: “María es la fuente de toda resurrección”?

Se podría presentar, todavía, otra razón: la Asunción corporal y espiritual de María, al manifestar la aceptación divina del sacrific