Veinticinco años a la guía de la comunidad

El 9 de julio de 1727 la muerte ponía fin a la peregrinación de amor y de dolor de Verónica Giuliani. El 21 del mismo mes se celebró capítulo, en el cual fue elegida abadesa sor Florida. Ninguna como ella, pensaron las religiosas, estaba en grado de dar continuidad al magisterio y a las directivas de la santa maestra. Con sus 42 años de edad, poseía cuanto se podía desear de madurez humana, de talla espiritual y de dotes morales para ser guía y modelo de la numerosa comunidad.

Ella, en cambio, no se sentía a la altura de semejante responsabilidad. Orando ante una imagen de la Virgen que tenía en su celda, le pareció entender que la misma Virgen le aseguraba que no sería elegida mientras tuviera consigo la imagen. Al exponer esta esperanza suya al confesor, éste le dio orden de llevar al coro aquella imagen; así es cómo María mantuvo su palabra y ella se vio elegida. Y sería reelegida por tres trienios consecutivos (1730, 1733 y 1736); después de un trienio de reposo, fue nuevamente elegida en 1742 y luego reelegida otras dos veces. Y todavía en 1761, con 76 años de edad, cuando pensaba en ir preparándose «para morir como capuchina», según escribía a la abadesa del convento de Siena, hubo de plegarse una vez más a la voluntad de las hermanas. Apoyada en un bastoncito, logró seguir la observancia y atender a las exigencias del cargo. Complexivamente ejerció el oficio de abadesa por 25 años y el de vicaria por otros 20. No asumió la responsabilidad inmediata de la formación de las novicias, pero ejerció este oficio en forma indirecta, ya que las actas capitulares añaden al nombre de la designada como maestra: «Con la ayuda de la abadesa».

Cada nueva elección era para ella motivo de confusión y de sufrimiento, pensando en la gran responsabilidad que pesaba sobre ella; por otra parte, la conciencia de tener que ser modelo de sus hermanas era un nuevo estímulo para su entrega a Dios y para su fidelidad a los compromisos de la vida religiosa. En sus cartas a las capuchinas de Siena se expresaba en estos términos: «No tengo de religiosa otra cosa que el hábito... Por caridad, ayudadme con la oración para que Jesús me conceda comenzar de una vez a ser lo que debo, y que no siga sirviendo de obstáculo a esta santa comunidad, sólo por mí profanada... Esta pobre comunidad, ¡oh, cómo pierde con mi mal gobierno!»

Hermana entre las hermanas, tomaba parte como cualquier otra en las faenas conventuales, aun las más humildes. No permitía actitudes obsequiosas con su persona. Repetía: «Jesús me guarde de la tentación de dejarme servir». Obediencia pronta y alegre sí, pero nunca manifestaciones serviles. Una hermana, viéndola moverse con dificultad, se ofreció a barrerle la celda, pero no se lo permitió en manera alguna.

Hubiera querido estar a los pies de todas. No perdía oportunidad de satisfacer este deseo mediante actos de humillación pública, entonces en uso en las comunidades claustrales. Lejos de usar modos autoritarios, cuando debía dar una orden o una corrección lo hacía con gran caridad y humildad.

No obstante dejó en el monasterio el recuerdo de un rigorismo inflexible en el modo de guiar la comunidad, atenta a la pura observancia de la Regla y de las Constituciones, especialmente por lo que hace a la pobreza. No se contentó con mantener el nivel alcanzado bajo el gobierno de santa Verónica, quiso ir más adelante, contando con el fervor de las hermanas y con la confianza que éstas depositaban en ella al reelegirla. Con los años, como sucede de ordinario, fue suavizando aquel rigor y se mostró más comprensiva y condescendiente, convencida tal vez de que la tensión permanente en pretender lo perfecto puede degenerar en un formalismo sin vigor evangélico.

Las hermanas que testificaron en orden al proceso de beatificación recuerdan con admiración la eficacia de su ejemplo personal, sus exhortaciones llenas de sabiduría superior y de celo por el bien de todas. Solía repetir: «Jesús quiere ser servido por nosotras y por todos a modo suyo, no a modo nuestro». Y también: «Por nuestro buen Dios todo es poco, lo que se hace y lo que se padece».

Insistía sobre la caridad fraterna, que se debía manifestar en la solicitud de las unas por las otras, en la colaboración y hasta en las maneras delicadas y corteses del trato. Todo en un clima de alegre sencillez franciscana y de igualdad, sin diferencia entre hermanas de coro y conversas o «de obediencia», sin títulos ni tratamientos rebuscados. Ella se hacía llamar sencillamente «sor Florida». Y quería le fuera dado el tratamiento italiano del voi, común entre iguales, y no el de lei (usted), que era la fórmula de respeto, uso al que les costaba habituarse a las jóvenes recién llegadas. No contenta con la igualdad interna, sin discriminación alguna, hubiera querido volver también a la Regla de santa Clara en lo tocante a las hermanas externas, que no profesaban clausura. Por propia cuenta pidió y obtuvo de Roma hacerlas vivir con las demás dentro del convento, a fin de que pudieran compartir la vida comunitaria con las demás. Pero halló fuerte oposición entre las claustrales y, probablemente, también entre las interesadas; y tuvo que renunciar a su intento.

Desde novicia sor Florida se distinguió por una extrema pobreza personal. En la renovación de la comunidad, llevada a cabo por santa Verónica durante su gobierno, la pobreza ocupaba el centro del programa, y se pensaba que no se podía ir más lejos en la «expropiación» de las hermanas. Pero sor Florida desplegó un celo todavía más avanzado, imponiendo un desprendimiento radical y una línea de austeridad y de sencillez así personal como comunitaria. No toleró ninguna curiosidad en las celdas. En 1732 el capítulo de la comunidad tomó la decisión de quitar de los ornamentos sagrados toda ornamentación en oro. Otro paso audaz dio en 1737, asimismo por decisión capitular, y fue la sustitución de los cuadros al óleo, que había en el coro, con sencillas estampas de papel de las estaciones del Vía Crucis. Todo ello con el consiguiente consentimiento del obispo.

Austera consigo misma, y amante de la sencillez y de la austeridad en las cosas externas, era en cambio generosa en proveer a las hermanas de todo lo necesario, sobre todo cuando se trataba de mirar por la salud y por la higiene personal.

En todos esos años sor Florida se sintió obligada con una doble deuda para con santa Verónica. Ante todo, se ocupó de impulsar la prosecución del Proceso de canonización de la que todos designaban con el título de Venerable; había sido iniciado ya el mismo año de su muerte, 1727, a nivel diocesano; durante el proceso apostólico, con una larga declaración muy detallada. La comunidad halló modo de afrontar los gastos gracias a la ayuda de válidos bienhechores, entre los que figuraban los hermanos de la abadesa. Ella seguía de cerca todos los pasos de la Causa; hacía imprimir y difundir estampas de la Venerable. Pero los procedimientos eran lentos y los gastos se multiplicaban. Sor Florida murió sin ver logrado su anhelo: la beatificación de Verónica no llegaría hasta el año 1804 y su canonización en 1839.

La otra deuda con su venerada maestra era la fundación de un monasterio de capuchinas en Mercatello, en la antigua casa de los Giuliani. No le fue fácil lograr que el proyecto fuera aceptado por el obispo de Urbania y por el clero de Mercatello, población pequeña de montaña, donde ya existía el monasterio de Santa Clara. Pero logró conseguir buenos colaboradores y bienhechores. En 1753 fue colocada la primera piedra. Sor Florida estaba al tanto de cada particular; se conservan medio centenar de cartas suyas a los delegados del obispo para la construcción del edificio. Antes de morir, en 1767, pudo tener el consuelo de saber que la obra estaba terminada y que sólo se esperaba la aprobación pontificia para realizar la fundación. El monasterio sería inaugurado seis años después, en 1773.

«No se enciende una lámpara 

para tenerla oculta bajo el celemín» (Mt 5,15)

La paradoja de la vida contemplativa, que se repite dondequiera que haya un corazón abierto enteramente a la acción de Dios, es patente en la vida de Florida Cevoli: una espléndida irradiación benéfica sobre cuantos buscan su intercesión, su consejo o sencillamente su don de consolar y de dar ánimos, tantísimos que experimentan el atractivo de su experiencia de lo divino.

Por mucho que la hija de los condes de Cevoli tratara de olvidar y hacer olvidar su rango social, era aquella una realidad que no era posible anular. Sus hermanos y sus hermanas se sentían muy unidos a ella y se convirtieron en bienhechores habituales del monasterio. Familiares y parientes eran conscientes de tener una santa en la capuchina de Città di Castello. Esta fama de santidad tuvo amplia difusión desde que sor Florida fue elegida abadesa. Según algunos testimonios, el radio de expansión de la fama de la Cevoli fue más vasto de lo que había sido el de santa Verónica, teniendo en cuenta que ésta vivió totalmente incomunicada con el exterior, mientras que la Cevoli recibía visitas de toda clase de personas y mantenía una constante correspondencia. Casi todas las cartas recibidas por ella tenían como fin pedirle oraciones y consejo en situaciones delicadas.

Sería largo enumerar las personalidades de quienes se tiene noticia que mantuvieron comunicación con ella. De la familia Médici de Florencia, además de la ya mencionada princesa Violante, la visitó en 1728 la princesa Eleonora y el marqués Lucas de Médici, que le consultó sobre su elección de estado. Mención especial merece la amistad espiritual con María Clementina Sowieski, princesa polaca, esposa de Jacobo III Stuardo, pretendiente al trono de Inglaterra, residente en Roma.

Città di Castello es deudora a sor Florida por su mediación de paz en una coyuntura grave de su historia. A la muerte del papa Benedicto XIV, en 1758, estalló en la ciudad un motín popular contra la autoridad local; durante un mes los amotinados fueron dueños de la población, hasta que llegó la noticia de la elección del nuevo papa Clemente XIII, y las tropas lograron poner orden. Fueron procesados los numerosos responsables de la sublevación. El obispo, monseñor Lattanzi, apoyado por el clero secular y regular, asumió el difícil cometido de lograr la amnistía; para ello se sirvió de un expediente que consideró eficaz: invitó al comisario pontificio a hacer una visita al monasterio de las capuchinas; en un momento, como estaba planeado, sor Florida, que era vicaria, se arrodilló a los pies del comisario y, con gran vehemencia, pidió misericordia para los imputados y compasión para sus familias. El comisario prometió referir al papa la petición de la religiosa. Siguieron días de incertidumbre. Sor Florida escribió personalmente al secretario de Estado, cardenal Torregiani, que la veneraba desde que fue gobernador de Città di Castello. Por fin llegó el decreto de amnistía total, que fue recibido con general algazara por toda la ciudadanía.