Una espiritualidad centrada en el amor

Sor Florida, al dar comienzo a su noviciado bajo la guía de sor Verónica, poseía ya una no exigua experiencia interior de rasgos bien definidos. Verdadera discípula de la Santa, no anuló su personalidad humana ni espiritual ante la exuberancia mística de su maestra.

Los datos biográficos que conocemos permiten trazar, en parte, los rasgos del sujeto humano, sobre el cual obró la gracia. Como hemos visto, ya desde niña tendía a la obesidad. Las enfermedades que la aquejaron fueron doblegando progresivamente sus miembros, pero sin hacerle perder aquel su innato continente que infundía respeto. Estaba dotada de gran habilidad para las labores, escribía con soltura y buen ingenio sus cartas, con una bella caligrafía cuyos trazos revelan claridad de objetivos y firmeza de carácter. Se movía holgadamente en los varios asuntos, aun económicos, demostrando notable sentido práctico. No faltaban, con todo, las limitaciones, por ejemplo su inhabilidad para el canto, que constituía una semejanza más con santa Verónica, la cual dejó escrito: «No sé cantar». De sor Florida afirma una de las hermanas en el proceso: «No poseía buena voz para el canto, y ni siquiera oído». De sus cualidades literarias, especialmente poéticas, tenemos ejemplos en algunas composiciones hechas con ocasión de los solaces familiares de la comunidad.

Los testimonios la describen como muy afable y suave en el trato, más por virtud que por temperamento, ya que «era de natural enérgico y fuerte, y hasta difícil, por lo cual tenía que dominarse mucho, logrando, con la ayuda de Dios, domar su carácter».

Entre las virtudes evangélicas de sor Florida la que más ponderan quienes la conocieron es su humildad, que se manifestaba en cada palabra, en cada acción suya, no menos que en su afán de verse humillada. Pero era una humildad sin afectación. Enemiga de comportamientos convencionales, trataba de habituar a las religiosas a la sinceridad en el obrar y a la rectitud en el juzgar. Por causa de su debilidad de estómago, como hemos visto, no podía observar el ayuno de regla como las demás y debía tomar alimento fuera de hora. Pues bien, en vez de esconderse, para evitar de hacerlo en público, se dejaba ver delante de todas con trozos de pan o una fruta en la mano, comiendo con desenvoltura; y, cuando alguna de las antiguas le decía que hiciera por no dejarse ver de las jóvenes, que podrían desedificarse, respondía:

-- Lo sabe Dios, y me gusta que, si Él lo sabe, lo sepan también las criaturas, que yo no ayuno.

Lo mismo que en el caso de santa Verónica, también en el de nuestra Beata tuvieron una parte importante los confesores, con los cuales se conducía con fe y obediencia total. Pero no hay indicios de que ellos hayan ejercido un influjo determinante en su espiritualidad.

En sus cartas sor Florida usa un encabezamiento que resume la esencia de su espiritualidad: Iesus Amor Fiat Voluntas tua (Jesús, Amor, hágase tu voluntad). Son los dos polos en torno a los cuales se movía su vida toda: Jesús, el Esposo divino, blanco de su amor, y la voluntad de Dios, esa «maestra de toda virtud», como la denominaba santa Verónica.

Su contemplación habitual era de la Pasión de Cristo. Cada viernes era para ella el día de sensibles experiencias íntimas. Declara una de las hermanas: «La compasión de los dolores de la Pasión se manifestaba en suspiros del corazón y en lágrimas de los ojos, si bien por su natural no era fácil al llanto».

Otro centro de su piedad era la Eucaristía. Suspiraba por el momento de la comunión. Hubiera querido introducir en la comunidad la comunión diaria, pero no había llegado el tiempo de semejante frecuencia; a los dos días semanales ya existentes, logró añadir otros dos, y buscaba motivos litúrgicos para acrecentar la frecuencia.

Añadamos la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, heredada de santa Verónica; fue para ella una fecha de júbilo extático cuando la comunidad rezó por primera vez el Oficio de la fiesta del Sagrado Corazón, aprobado por Clemente XIII. Y, como no podía ser menos en una discípula de santa Verónica, sor Florida profesaba un amor tierno a la Virgen María; más que devoción, era una verdadera espiritualidad mariana.

El itinerario místico de sor Florida hubiera podido ser conocido, como el de su santa maestra, si poseyéramos sus relaciones autobiográficas. Hubo un confesor que la obligó a poner por escrito sus experiencias; pero, a la muerte de éste, Florida se hizo devolver todos sus apuntes y, sin más, los dio a las llamas. Le repugnaba ser tenida en esto, como en otros particulares, como una réplica de su maestra.

Hemos de contentarnos, pues, con los testimonios de las religiosas y de sus últimos confesores. Y éstas nos hablan del hábito permanente de la presencia de Dios que observaban en ella, de su continua absorción en Él, incluso durante sus ocupaciones exteriores. Todas las hermanas fueron testigo de sus ímpetus de amor, de los incendios en el corazón, de los arrobamientos y de la violencia que con frecuencia tenía que hacerse para no ceder a la absorción interior. Pero la manifestación más elocuente de su corazón enamorado era el modo como hablaba de su «amado Bien», sea en los capítulos de comunidad, sea en sus exhortaciones privadas a las hermanas.

Fue un 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, en el segundo año de su cargo de abadesa, cuando tuvo un cúmulo de gracias y de experiencias místicas, a las que siguieron otras en años posteriores, entre ellas el desposorio místico, la corona de espinas, la herida en el corazón. Cuando ésta se produjo, por el año 1747, lloró copiosamente, sea por la confusión de verse con aquella señal externa, sea porque miraba con horror todo cuanto pudiera asemejarla a santa Verónica. A las hermanas, que le preguntaban qué le sucedía, les dijo que la atormentaba un cáncer que se le había formado en el pecho; pero al confesor hubo de decirle la verdad, y le rogó que interpusiera su obediencia para verse libre de la herida externa; se ofrecía a Dios para verse llena de llagas de la cabeza a los pies antes que recibir tales favores divinos. Así lo hizo el confesor, y ella se vio libre de los efectos de la herida; y fue diciendo a las hermanas que el confesor la había curado milagrosamente del cáncer. Parece que la misma sustitución del favor místico por una llaga general en todo el cuerpo pidió al Señor cuando, en un éxtasis ante el crucifijo, Él le hizo comprender que quería comunicarle sus sagradas llagas.

Tal debió de ser el origen del herpes que la invadió totalmente y la tuvo en un estado digno de compasión en los dos últimos decenios de su vida.

Los testimonios hablan de numerosos hechos milagrosos operados por sor Florida como efecto de su fe sencilla en la providencia amorosa de Dios. Hablan también de sus sorprendentes previsiones y del don de penetrar el interior de las personas.