Terciaria Franciscana

Hacía ya unos seis años que Ángela y su hermana vivían en casa de su tío, cuando esta hermana tan querida fue arrebatada de su cariño por una muerte repentina, sin que el sacerdote tuviese tiempo de administrarle los últimos sacramentos. Ángela quedó muy apenada por esta nueva desgracia.

Una angustia dolorosa la apesadumbraba; temblaba por la suerte de esta alma, llamada de improviso al tribunal de Dios. Algún tiempo después, cuando llevaba la comida a los segadores, vio sobre su cabeza, en una revuelta del camino, una nube luminosa, y en ella a la Santísima Virgen, que le presentaba a su hermana llena de gloria y rodeada de un cortejo de ángeles. «¡Oh Ángela! -dijo la feliz predestinada-, persevera como has empezado, y gozarás conmigo de la misma alegría y felicidad».

Este acontecimiento tuvo grandísima influencia sobre nuestra Santa, y fue causa de que cada día se desprendiese más de las cosas de la tierra.

Por esta época determinó entrar en la Orden Tercera de San Francisco, cuyo espíritu y Regla abrazó en toda su plenitud y eficacia. Desde aquel momento se llamó «Hermana Ángela». Revestida del hábito franciscano, que llevó hasta la muerte y con el cual quiso ser enterrada, nuestra Santa pudo, aun permaneciendo en el mundo, vivir como perfecta religiosa.

También por este tiempo, en 1495 o 1496, la muerte le arrebató a su tío Bartolomé; Ángela volvió a habitar la casa paterna en Desenzano, en donde permaneció veinte años más.

Al principio de su regreso a Desenzano, Ángela administró el patrimonio que había heredado; pero, por amor a la pobreza, poco a poco fue despojándose del mismo y acabó por vivir de limosna. Sus penitencias fueron cada día más rigurosas: una tabla o una estera sobre el suelo formaban su cama, y unos sarmientos o una piedra le servían de almohada. Salía de casa raras veces; el cilicio, las flagelaciones y los ayunos continuos, mortificaban sin compasión su cuerpo. La Sagrada Eucaristía, que recibía todos los días con el asentimiento de su director, la alimentaba y sostenía milagrosamente.

Entre las almas que en esta época trabaron amistad con nuestra Santa, se contaba una joven cuyo nombre no nos es conocido, y que durante largo tiempo fue su compañera. Juntas rezaban, trabajaban y visitaban a los pobres. Este cariño entre ambas amigas, fue también roto por la muerte hacia el año 1506.

Un mes, poco más o menos, después de este acontecimiento, Ángela va al campo en compañía de algunas amigas. Mientras éstas meriendan, ella se retira para orar a la sombra de un emparrado, en un lugar llamado Brudazzo. De pronto, las nubes se separan, rodéala una luz resplandeciente y surge una escala semejante a la de Jacob, que llega hasta el cielo. Muchedumbre innumerable de vírgenes suben y bajan por ella, vestidas con túnicas resplandecientes y llevan diadema real. Van de dos en dos dándose la mano, y un cortejo celestial de ángeles músicos las acompañan con arrobadoras melodías. Separándose del grupo, una de las vírgenes -en la que Ángela reconoce a la amiga que acaba de perder- se acerca a nuestra Santa y le dice: «Ángela, has de saber que Dios te ha enviado esta visión para indicarte que, antes de morir, fundarás en Brescia una Sociedad de vírgenes muy semejantes a éstas».

Ángela comunicó a sus compañeras lo que acababa de suceder, y ellas se pusieron bajo su dirección para consagrarse a obras de celo, educar a los parvulitos, reunirlos para enseñarles las oraciones y el catecismo, visitar y socorrer a los pobres y enfermos, entrar en los talleres y lugares de trabajo para combatir la blasfemia. Era como un bosquejo de la obra anunciada por la visión. La acción de la naciente Sociedad se dejó pronto sentir; un renuevo de vida cristiana floreció en Desenzano y en toda la región. Ángela se trocó entonces en persona veneranda; venían a visitarla, a recibir sus consejos y encomendarse a sus oraciones.

Sin embargo, la visión había hablado de Brescia: en efecto, en dicha población había decidido la Providencia poner las bases de la futura Congregación.

Había por entonces en Brescia una familia rica, los Pentagola, grandes bienhechores de toda buena obra, de las iglesias y de los monasterios, que iban cada año a pasar los meses de verano en su casa de campo de Patengo, aldea próxima a Desenzano. Habiendo conocido las virtudes y los méritos de Ángela, pronto fueron amigos y protectores de su naciente Sociedad. Aconteció en 1516 que los Pentagola, recién llegados a Brescia, tras una estancia de cuatro meses en Patengo, perdieron por muertes súbitas y seguidas a sus dos hijos. Abrumados de pena acuden a la caridad de Ángela y le ruegan los vaya a consolar. Obedeciendo a sus superiores espirituales, que le mandan acceder a la súplica, Ángela toma las providencias que juzga necesarias para asegurar durante su ausencia el buen funcionamiento de su pequeña Sociedad de Desenzano, y sale para Brescia, en donde van a cumplirse las divinas promesas.