Jueves 23 de Febrero de 2017

Jesús dijo a sus discípulos: «Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo. Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar. Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos a la Gehena, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Porque cada uno será salado por el fuego. La sal es una cosa excelente, pero si se vuelve insípida, ¿con qué la volverán a salar? Que haya sal en ustedes mismos y vivan en paz unos con otros».

Hoy el Señor plantea uno de los Evangelios más exigente de todos. ¿Si algún miembro de tu cuerpo te llevara a pecar, te lo cortarías? Yo no lo haría, más bien me iría a confesar todas las veces que fueran necesarias. Pero al mismo tiempo, si mi salvación dependiera de un ojo o una pierna, le diría: Señor llévatela, porque lo que más deseo es estar contigo para siempre.

Luchar por nuestra salvación es el mayor bien que puede haber. Nada en esta vida es tan valioso que se pueda anteponer o sea más importante que nuestra salvación, que seamos santos. Y a eso va la lectura del día de hoy. Nos quiere mostrar que si deseamos el bien con todas nuestras fuerzas, no podemos entrar en negociaciones con el mal. En el fondo el Señor nos está invitando a desear la santidad con todo el corazón. Y lo duro de este lenguaje es para mostrar lo radical que debe ser nuestra decisión: no podemos estar negociando con el mal, porque nuestra opción no puede ser a medias, hay que rechazar el mal desde el primer asalto y huir de toda ocasión de mal. Y esta no es una huida de cobardes, sino de valientes, de luchadores que están cuidando con su vida su tesoro más grande, que es la santidad. El mismo Jesús lo hizo. Después de la multiplicación de los panes, la multitud lo quiso hacer rey, pero el huyó. Nosotros también tenemos que huir de esas ocasiones que ya sabemos que nos llevan a pecar. Hay que renunciar al mal, porque la pregunta de fondo es ¿dónde está puesto tu corazón? ¿Deseas aquello que más te conviene? ¿O tu corazón está puesto en cosas que no son Dios, que no son su Plan y que te alejan de Él? Huyamos del mal, optemos por Dios y luchemos por ser coherentes.

P. Juan José Paniagua