Conclusión

Los principios fundamentales de la mariología incitan a los teólogos a contemplar y expresar la amplitud histórica y cósmica de la maternidad espiritual de la Madre de Dios.

No podemos ocultar la probable reacción de muchos de nuestros lectores. Sin duda pueden pensar que hemos sugerido aquí, a propósito de la causalidad moral y meritoria de María frente al universo físico, angélico y humano, un hipótesis bella, no contraria a la ortodoxia doctrinal, ciertamente, pero sin embargo insuficientemente probada. En suma, ¡se trataría de opiniones inofensivas, pero extravagantes!

Querríamos responder anteladamente a esta objeción. Porque nos parece desconocer el alcance concreto de los principios fundamentales de la mariología elaborados por diferentes escuelas teológicas y canonizadas por el Magisterio de la Iglesia.

Si se admite el principio de similitud, según el cual “todo don de gracia concedida a una pura criatura fue concedido a la Virgen”, sería un error que se negara una intercesión eficaz de María compasiva, unida a su Hijo crucificado, en favor de la creación, al servicio de los elegidos, del universo físico y de su conservación. En efecto, si los Ángeles pudieron preparar - el término es de santo Tomás- con Dios el génesis y la consumación final de la persona humana en la gloria de su resurrección corporal, no se ve el por qué no ha de reconocerse que la intercesión de la Madre del Dios-Mesías estaría acompañada de un don de gracia análogo e inclusive superior, no sin efecto retroactivo.

Del mismo modo, si María, por su oración pudo obtener la encarnación y la resurrección corporal del Hijo de Dios, ¿cómo negar que sus súplicas hayan podido obtener dones objetivamente menores (creación, conservación y resurrección)?

Pero este principio de similitud no se entiende sino sobre el panorama de un principio más fundamental, el de la eminente singularidad de María como Madre de Dios.

Pío XII hizo suya la expresión que Suárez dio a este principio, precisamente al momento en que se definía dogmáticamente la Asunción: “los misterios de gracia que Dios operó en la Virgen no pueden ser medidos a partir de leyes ordinarias, sino en función de la omnipotencia divina, una vez supuesta la conveniencia de la cosa y la ausencia de toda contradicción o repugnancia en las Escrituras”.

Ahora bien, es claro que Dios podía crear el mundo en consideración a los méritos y a la intercesión (en ese sentido) de la Virgen unida a su Hijo: semejante afirmación no implica ninguna contradicción; significa que Dios inspiró a María una súplica de este género.

No implica, tampoco, ninguna repugnancia frente a los datos de la Escritura: inclusive está en perfecta armonía con ellos, como lo hemos insinuado líneas arriba a propósito de las Bodas de Caná. Incluso hay que considerarla como implícitamente contenida en el ministerio y el don de la maternidad divina.

Por otro lado, así como lo habíamos dicho con anterioridad, este misterio de gracia que constituía la “procreación moral” del universo por los Ángeles, los Santos y María, permanecería, a causa de la caridad incomparablemente más grande que era la de María, un privilegio para ella respecto de ellos.

Potuit, decuit, fecit: este principio tradicional en la mariología del segundo milenio se manifiesta plenamente cuando se trata de afirmar que María, por su meritoria intercesión de Madre y de Cordera de Dios ejerció, incomprarablemente más que los Ángeles y los Santos, un ministerio decisivo en favor de la creación, la consumación y la consumación del universo.

En suma, este ministerio, al menos de manera alejada, implicado desde el principio de la asociación privilegiada de María, nueva Eva, en la obra salvífica del nuevo Adán, principio igualmente inculcado fuertemente por Pío XII en la bula de defininición de la Asunción.

Ahora bien, no deja de ser interesante que el Cardenal Bea, cuyo importante rol en la prepararación de la bula es bien conocido, enseñaba que este principio de asociación privilegiada de María a Cristo Salvador era parte integrante del sentido literal del “protoevangelio” (Gén 3, 15).

Hoy día se reconoce, en general, que la historia de la salvación comienza con la creación. Se puede, entonces, admitir, a la luz de los principios recordados aquí, que el rol intercesor y meritorio de María en la creación del universo estaba ya implícitamente afirmada en el protoevangelio. La Sabiduría de Dios quiso que la Virgen, incapaz de crear el mundo, inclusive a título de instrumento, coopere con la creación por su intercesión, suscitada en ella por el Soplo del Espíritu divino. A partir del Génesis, la mujer prometida era inseparablemente Mater Mesiæ, Mater hominum et Mater mundi.

Se puede comprender de muchas maneras distintas la intercesión meritoria de la Virgen Inmaculada en favor de la creación del mundo.

Se puede pensar, primeramente, que el Espíritu Santo, al conferir a María, a partir de su Inmaculada Concepción, una ciencia excepcional infusa, con miras al cumplimiento de su misión corredentora (según el pensamiento de Suárez), le inspiró una oración en favor de la creación, primer gesto de la historia de la salvación.

Se puede estimar, también, que además María oraba implícitamente por la creación del universo distinto de ella misma, al pedir la Encarnación que la presuponía.

Finalmente, también se puede admitir que al entrar de manera permanente en la visión beatífica por el misterio de su Asunción gloriosa, viendo sin cesar, frente a frente a Dios eterno que hace brotar el universo de la nada para la gloria de su Hijo y de su Espíritu, y al consentir sin cesar en la adoración de este gesto  creador poniendo el universo en el ser, María intercede, así, de manera ininterrumpida en favor de la creación continua del universo, ofreciendo los méritos pasados de su  consentimiento a la Encarnación redentora y a la pasión de su Hijo, así como de su muerte de amor, a esta intención.

Ninguna de estas tres maneras de comprender la “intercesión procreadora” de María, contradice las otras dos ni tampoco la razón. Las tres, tomadas en conjunto o separadamente, nos parecen manar de una sana aplicación, en la perspectiva de una historia de la salvación considerada en sus implicaciones cósmicas, de los principios fundamentales de la mariología, en tanto que subrayan la trascendencia respecto de otros elegidos de Dios, su similitud privilegiada respecto de Cristo, su Hijo, exigiendo que se reconozca que Dios le ha conferido todos los dones en armonía con su elevación a la maternidad divina y con la misión que de ella se deriva.

A la luz de estos principios, contenidos implícitamente en la Escritura, afirmados por los Padres pre-nicenos por medio de la afirmación (bíblica) de la asociación privilegiada de la nueva Eva con el nuevo Adán, explicitadas por el Magisterio de la Iglesia no está impedido pensar que la intercesión procreadora de la Inmaculada está contenida en el depósito de la Revelación.

Presentando esta profundización grandiosa del campo de expansión de la maternidad espiritual de María, no se puede más que desear ver a la Iglesia Escrutar cada vez más este misterio. Semejante contemplación estaría favorecida por una definición, inclusive mucho más modesta por su objeto, de esta verdad tan bella y tan consoladora: la maternidad espiritual de María, a la vez pasada, presente y futura. Retomemos con nuevos matices nuestras afirmaciones anteriores.

En el pasado de su vida terrestre, María obtuvo para nosotros la vida sobrenatural y divina de la gracia al engendrar a su hijo según la carne con miras a nuestra salvación, y al consentir con su muerte redentora en nuestro favor.

Esta vida divina, nos la confiere sin cesar en el presente, por su intercesión apoyada en sus méritos pasados.

A la hora de la muerte, por los méritos supremos de sus comuniones y de su muerte de amor, María obtiene, con la Indulgencia plenaria del artículo de muerte, la entrada inmediata en la visión beatífica de su hijo y de ella misma, esperando obtener para cada uno de sus hijos divinizados la resurrección corporal.

De esta manera nuestra total glorificación espiritual y corporal será el punto culminante en nuestra relación de filiación espiritual y respecto de la Iglesia, a través de la cual María actúa sin cesar, y respecto de María, Madre de la Iglesia.

Traducido del francés por: José Gálvez Krüger
Director de la Revista Humanidades Studia Limensia