Jesús reza y nos invita a rezar porque sabe que hay cosas que solo las podemos recibir como don, hay cosas que solo podemos vivir como regalo. La unidad es una gracia que solamente puede darnos el Espíritu Santo, a nosotros nos toca pedirla y poner lo mejor de nosotros para ser transformados por este don.
Es frecuente confundir unidad con uniformidad; con un hacer, sentir y decir todos lo mismo. Eso no es unidad, eso es homogeneidad. Eso es matar la vida del Espíritu, es matar los carismas que Él ha distribuido para el bien de su Pueblo. La unidad se ve amenazada cada vez que queremos hacer a los demás a nuestra imagen y semejanza. Por eso la unidad es un don, no es algo que se pueda imponer a la fuerza o por decreto. Me alegra verlos a ustedes aquí, hombres y mujeres de distintas épocas, contextos, biografías, unidos por la oración en común. Pidámosle a Dios que haga crecer en nosotros el deseo de projimidad. Que podamos ser prójimos, estar cerca, con nuestras diferencias, manías, estilos, pero cerca. Con nuestras discusiones, peleas, hablando de frente y no por detrás. Que seamos pastores prójimos a nuestro pueblo, que nos dejemos cuestionar, interrogar por nuestra gente. Los conflictos, las discusiones en la Iglesia son esperables y, hasta me animo a decir, necesarias. Signo de que la Iglesia está viva y el Espíritu sigue actuando, la sigue dinamizando. ¡Ay de esas comunidades donde no hay un sí o un no! Son como esos matrimonios donde ya no discuten porque se ha perdido el interés, se ha perdido el amor.
En segundo lugar, el Señor reza para que nos llenemos «de la misma perfecta alegría» que Él tiene (cf. Jn 17,13). La alegría de los cristianos, y especialmente la de los consagrados, es un signo muy claro de la presencia de Cristo en sus vidas. Cuando hay rostros entristecidos es una señal de alerta, algo no anda bien. Y Jesús pide esto al Padre nada menos que antes de ir al huerto, cuando tiene que renovar su «fiat».