Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe. Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamente unidas, enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfombras son verdaderas obras de arte y provienen de una antiquísima tradición. También la vida cristiana de cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Iglesia y que proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así sucede en la vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio. Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino, entonces madura y se fortalece, a condición de que permanezca siempre unida al servicio.
Pero, ¿qué es el servicio? Es posible pensar que consista sólo en ser fieles a nuestros deberes o en hacer alguna obra buena. Para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos pide, incluso con palabras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total, una vida completamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué es tan exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto sucede aún hoy cada vez que celebramos la Eucaristía: el Señor se presenta entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto podamos imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos: «El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26).
Por tanto, no estamos llamados a servir sólo para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Y no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común inservible. Aquí podemos destacar dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra en una vida perezosa y sofoca el fuego del amor. El que es tibio vive para satisfacer sus comodidades, que nunca son suficientes, y de ese modo nunca está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida mediocre. El tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su corazón, sin exagerar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejemplos de quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial simpatía por vosotros, os mira y os anima: sois un pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios.