María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada –por el trabajo, el cansancio, sucede a todos-, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de María sana.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.
Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo – esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos) –, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias –¡con ellos!- y pecados -¡con ellos!-, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo –es nuestra tentación: "Pediré al Obispo que me transfiera"-, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).
El tercer modo – en que mira la Virgen-, es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios –no todos nos miramos del mismo modo-. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas". Un sacerdote que permanece impermeable a las miradas se ha encerrado en sí mismo.