A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie.