La segunda pregunta de Pablo es: «¿Cómo van a oír hablar de Jesús sin un mensajero que lo anuncie?». Esta es una gran tarea encomendada de manera especial a los jóvenes: ser «discípulos misioneros», mensajeros de la buena noticia de Jesús, sobre todo para vuestros compañeros y amigos.
No tengan miedo de hacer lío, de plantear preguntas que hagan pensar a la gente. Y no se preocupen si a veces sienten que son pocos y dispersos. El Evangelio siempre crece a partir de pequeñas raíces. Por eso háganse oír. Les pido que griten, pero no con vuestras voces, no, quiero que griten, para ser con su vida, con sus corazones, signos de esperanza para los que están desanimados, una mano tendida para el enfermo, una sonrisa acogedora para el extranjero, un apoyo solícito para el que está solo.
La última pregunta de Pablo es: «¿Cómo puede haber un mensajero sin que sea enviado?». Al final de esta Misa, todos seremos enviados, para llevar con nosotros los dones que hemos recibido y compartirlos con los demás. Esto puede provocar un poco de desánimo, ya que no siempre sabemos a dónde nos puede enviar Jesús. Pero él nunca nos manda sin caminar al mismo tiempo a nuestro lado, y siempre un poquito por delante de nosotros, para llevarnos a nuevas y maravillosas partes de su reino.
¿Cómo envía nuestro Señor a San Andrés y a su hermano Simón Pedro en el Evangelio de hoy? «¡Seguidme!», les dice (Mt 4,19). Eso es lo que significa ser enviado: seguir a Cristo, y no lanzarnos por delante con nuestras propias fuerzas.