En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y el rico después de su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Le parece ver a Lázaro por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham –dice– ten piedad de mí y manda a Lázaro, lo conocía eh, manda a Lázaro a meter en el agua la punta del dedo y a bañarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres, para ellos los pobres no existen ¡Antes le negaba los residuos de su mesa, y ahora querría que le llevara de beber! Cree todavía poder poseer derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su solicitud, Abraham en persona ofrece las claves de toda la narración: él explica que los bienes y males han sido distribuidos de modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha transformado en «un gran abismo». Hasta que Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos, la situación se ha transformado en irreparable. Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola pone claramente en guardia: la misericordia de Dios hacia nosotros está vinculada a nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para Dios, y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa a sus hermanos, que corren el riesgo de tener el mismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que escuchen a ellos». Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón árido y curarlo de su sequedad. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la ha dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro Jesús mismo: «Todo aquello que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40), dice Jesús. Así en la inversión de las suertes que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los poderosos de su trono, elevó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53). Gracias.