El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18,13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!
Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15,20). ¡Este es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: "Acuérdate de mí". Y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más bello que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor.
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