No es la apariencia la que cuenta, sino la capacidad de detenerse para mirar en la cara a la persona que pide ayuda. Cada uno de nosotros puede preguntarse: "¿Yo soy capaz de detenerme y mirar en la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?
No debemos identificar, pues, la limosna con la simple moneda ofrecida a prisa, sin mirar a la persona y sin detenerse a hablar para comprender que cosa tienen verdaderamente necesidad. Al mismo tiempo, debemos distinguir entre los pobres y las diversas formas de mendicidad que no hacen justicia a los verdaderos pobres. En conclusión, la limosna es un gesto de amor que se dirige a cuantos encontramos; es un gesto de atención sincera a quien se acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecho en el secreto donde solo Dios ve y comprende el valor del acto realizado. Pero, dar limosna también debe ser para nosotros una cosa que sea un sacrificio.
Yo recuerdo una mamá: tenía tres hijos; de seis, cinco y tres años, más o menos. Y siempre enseñaba a sus hijos que se debía dar limosna a aquellas personas que la pedían. Estaban almorzando; cada uno estaba comiendo un filete a la milanesa, como se dice en mi tierra, "apanado". Y tocan a la puerta, el mayor va a abrir y regresa: "Mamá, hay un pobre que pide comer, ¿Qué hacemos?". "¡Le damos – los tres – le damos!". "Bien: toma la mitad de tu filete, tú toma la otra mitad, tú la otra mitad, y hacemos dos sándwiches". "¡Ah no, mamá, no!". "¿Ah, no?", tú, da de lo tuyo. Tú da de aquello que te cuesta. Esto es involucrarse con el pobre. Yo me privo de algo mío para darte a ti. Y a los padres, atentos. Eduquen a sus hijos a dar limosna, a ser generosos con aquello que tienen.
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