En el obispo rodeado de sus presbíteros está presente en medio a ustedes el mismo Señor nuestro Jesucristo, sumo sacerdote por la eternidad. Es precisamente Cristo que en el ministerio del obispo continúa predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes mediante los sacramentos de la fe; es Cristo que en la paternidad del obispo enriquece con nuevos miembros a su cuerpo que es la Iglesia; es Cristo que en la sabiduría y prudencia del obispo guía al pueblo de Dios en el peregrinaje terrenal hasta la felicidad eterna.
Reciban, pues, con alegría y acción de gracias a nuestro hermano. Que nosotros, los Obispos aquí presentes, por la imposición de las manos, lo agregamos al colegio episcopal. Deben honrarlo como ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios: a él se le ha confiado dar testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Recuerden las palabras de Jesús a los apóstoles: «Quien los escucha a ustedes, a mí me escucha; quien los rechaza a ustedes, a mí me rechaza y, quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»
En cuanto a ti, querido hermano, elegido por el Señor, recuerda que has sido escogido entre los seres hombres para servirles en las cosas de Dios. De hecho, el episcopado es el nombre de un servicio, no un honor; ya que al Obispo compete más el servir que el dominar, según el mandato del Maestro: el que es mayor entre ustedes, debe hacerse el más pequeño, y el que gobierna, como aquel que sirve.