El Sínodo, con su invitación a caminar juntos y a escucharnos mutuamente, nos ayuda sobre todo a comprender cómo en la Iglesia -también en lo que se refiere a la discapacidad- no existe un nosotros y un ellos, sino un único nosotros, con Jesucristo en el centro, donde cada uno lleva sus propios dones y sus propios límites. Dicha conciencia, fundada en el hecho de que todos somos parte de la misma humanidad vulnerable asumida y santificada por Cristo, elimina cualquier distinción arbitraria y abre las puertas a la participación de cada bautizado en la vida de la Iglesia. Pero, más aún, allí donde el Sínodo ha sido verdaderamente inclusivo, ha permitido derribar prejuicios arraigados. Son, en efecto, el encuentro y la fraternidad los que abaten los muros de la incomprensión y vencen la discriminación; por eso espero que cada comunidad cristiana se abra a la presencia de hermanas y hermanos con discapacidad asegurándoles siempre la acogida y la plena inclusión.
Que se trate de una condición que respecta a nosotros, no a ellos, se descubre cuando la discapacidad, de manera temporal o por el natural proceso de envejecimiento, nos afecta a nosotros mismos o a alguno de nuestros seres queridos. En esta situación comenzamos a mirar la realidad con ojos nuevos, y nos damos cuenta de la necesidad de derribar también esas barreras que antes parecían insignificantes. Sin embargo, todo esto no daña la certeza de que cualquier condición de discapacidad -temporal, adquirida o permanente- no modifica de ninguna manera nuestra naturaleza de hijos del único Padre ni altera nuestra dignidad. El Señor nos ama a todos con el mismo amor tierno, paternal e incondicional.