Hermanos, hermanas, somos testigos de esta maravilla. Antiguamente, cuando las personas y los pueblos establecían una amistad entre ellos, a menudo la estipulaban intercambiándose un poco de sal. Nosotros, que somos sal de la tierra, estamos llamados a testimoniar la alianza con Dios en la alegría, con gratitud, mostrando que somos personas capaces de crear lazos de amistad, de vivir la fraternidad, de construir buenas relaciones humanas, para impedir que la corrupción del mal, el morbo de las divisiones, la suciedad de los negocios ilícitos y la plaga de la injusticia prevalezcan.
Hoy quisiera agradecerles por ser sal de la tierra en este país. Sin embargo, frente a tantas heridas, a la violencia que alimenta el veneno del odio, a la iniquidad que provoca miseria y pobreza, podría parecerles que son pequeños e impotentes. Pero, cuando les asalte la tentación de sentirse insuficientes, hagan la prueba de mirar la sal y sus granitos minúsculos; es un pequeño ingrediente y, una vez puesto en un plato, desaparece, se disuelve, pero precisamente así es como da sabor a todo el contenido. Del mismo modo, nosotros cristianos, aun siendo frágiles y pequeños, aun cuando nuestras fuerzas nos parezcan pocas frente a la magnitud de los problemas y a la furia ciega de la violencia, podemos dar un aporte decisivo para cambiar la historia. Jesús desea que lo hagamos como la sal: una pizca que se disuelve es suficiente para dar un sabor diferente al conjunto. Entonces no podemos echarnos atrás, porque sin ese poco, sin nuestro poco, todo pierde gusto. Comencemos justamente por lo poco, por lo esencial, por aquello que no aparece en los libros de historia, pero cambia la historia. En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas, depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana. Y, aunque el corazón sangre por los golpes recibidos, renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos, ¡no nos dejemos corromper por el mal!
Pasemos a la segunda imagen que usa Jesús, la luz: Ustedes son la luz del mundo. Una famosa profecía decía acerca de Israel: «Yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6). La profecía ya se ha cumplido, porque Dios Padre ha enviado a su Hijo, y Él es la luz del mundo (cf. Jn 8,12), la luz verdadera que ilumina a cada hombre y a cada pueblo, la luz que brilla en las tinieblas y disipa las nubes de cualquier oscuridad (cf. Jn 1,5.9). Pero el mismo Jesús, luz del mundo, dice a sus discípulos que también ellos son luz del mundo. Eso significa que nosotros, acogiendo la luz de Cristo, la luz que es Cristo, nos volvemos luminosos, irradiamos la luz de Dios.