A veces buscamos la alegría donde no está, en las ilusiones que se desvanecen, en los sueños de grandeza de nuestro yo, en la aparente seguridad de las cosas materiales, en el culto a nuestra imagen, en muchas cosas. Pero la experiencia de la vida nos enseña que la verdadera alegría es sentirse amado gratuitamente, sentirse acompañado, tener a alguien que comparta nuestros sueños y que, cuando naufragamos, venga a ayudarnos y llevarnos a un puerto seguro.
Queridos hermanos y hermanas han pasado quinientos años desde que el anuncio cristiano llegó por primera vez a Filipinas. Han recibido la alegría del Evangelio: que Dios nos ha amado tanto que dio a su Hijo por nosotros. Y esta alegría se ve en su pueblo, se ve en sus ojos, en sus rostros, en sus canciones y en sus oraciones. La alegría con la cual ustedes llevan su fe en otras tierras.
Muchas veces he dicho que aquí en Roma las mujeres filipinas son 'contrabandistas' de fe, porque donde van a trabajar, trabajan, pero siembran la fe, esta es una 'enfermedad' generacional, pero 'bendita enfermedad', consérvenla. Llevar la fe, aquel anuncio que han recibido hace 500 años y lo llevan ahora.
Han recibido la alegría del Evangelio: que Dios nos ha amado tanto que dio a su Hijo por nosotros. Y esta alegría se ve en su pueblo, se ve en sus ojos, en sus rostros, en sus canciones y en sus oraciones. Quiero darles las gracias por la alegría que traen al mundo entero y a las comunidades cristianas. Pienso en muchas experiencias hermosas en familias romanas, pero así es en todo el mundo, donde su presencia discreta y trabajadora también ha podido convertirse en testimonio de fe. Con el estilo de María y José: Dios ama traer la alegría de la fe con un servicio humilde y oculto, valiente y perseverante.